27


Cinco conversaciones:

1. (Tercer día, en un restaurante indio. Paga Laura.)
—Me apuesto lo que quieras a que sí, a que te quedaste ahí sentado como si tal cosa, a los cinco minutos de mar¬charme yo, fumándote un pito —siempre recalca esa pala¬bra, para que quede bien claro que no le gusta nada—, pen¬sando que no pasaba nada, que todo iba bien, que podrías sobrevivir sin mayores problemas. Te sentaste, te pusiste a pensar en alguna cosa relacionada con el piso... Ya sé, ya lo tengo: antes de que yo viniera a vivir contigo pensabas en¬cargarle a un tío que te pintara en las paredes algunos ana¬gramas de compañías discográficas. Seguro que te quedaste ahí sentado, fumándote un pito, preguntándote si aún te¬nías en algún sitio el teléfono de ese tío. ¿A que sí?
Aparto la mirada para que ella no me vea sonreír, pero no sirve de nada.
—Dios, cuánta razón tengo, ¿eh? Tengo tanta razón que no me lo puedo creer. Y luego... Espera, espera un poco. —Se lleva los dedos a las sienes, como si las imágenes le llegasen al cerebro por telepatía—. Luego pensaste que no era tan grave, que la mar está llena de peces, que lleva¬bas mucho tiempo con ganas de novedades. Seguro que pusiste algo de música y te pareció que todo iba bien en tu patético y reducido mundo.
—Y, luego, ¿qué?
—Te fuiste a trabajar y no les dijiste nada a Diek ni a Barry. Todo te parecía estupendo hasta que Liz abrió la caja de los truenos, que fue cuando te asaltaron los impul¬sos suicidas.
—Y entonces me acosté con otra.
No me ha oído.
Mientras tú estabas follando con ese imbécil de Ray, yo me estaba tirando a una cantautora americana que se parece a la Susan Dey de La ley de Los Ángeles.
Sigue sin oírme. Rompe un trozo de papadum y o moja en el cuenco de chutney de mango.
—Y me sentía bien, bastante bien, o al menos no del todo mal.
No reacciona. A lo mejor debería decirlo una vez mas, pero en voz bien alta, en vez de murmurarlo para mis adentros.
—Lo sabes todo, no?
Se encoge de hombros, sonríe y adopta su sempiterna expresión de petulancia.


2. (Séptimo día, en la cama, después.)
—No esperarás que te lo cuente.
—¿Por qué no?
—Pues porque... ¿ para qué? ¿De que serviría? Podría describirte cada minuto, y conste que no fueron muchos. Te dolería, pero seguirías sin entender ni papa de lo que de veras importa.
—Me da lo mismo. Quiero saberlo.
—¿Quieres saber el qué?
—Cómo fue
Resopla.
—Pues como es el sexo. ¿Qué otra cosa iba a ser?
Hasta una respuesta así me resulta dolorosa. Había confiado en que no fuese en absoluto como es el sexo; había esperado que fuese algo más aburrido o menos agradecido.
—Ya, pero ¿sexo del bueno, del malo o del regular?
—¿Y qué diferencia hay?
—-Sabes de sobra qué diferencia hay.
—Eh, que yo no te he preguntado que tal te ha ido en tus ratos de ocio.
—¿Que no? Sí has preguntado. No sé si te acuerdas, pero me preguntaste: «¿Lo has pasado bien, querido?»
—Fue una pregunta retorica. Oye, ahora estamos bien. ¿no? Lo acabamos de pasar bien. Dejémoslo estar, ¿vale?
—Vale, vale, pero lo bien que lo acabamos de pasar... ¿ha sido mejor, igual o menos bueno que los buenos ratos que pasabas hace un par de semanas?
Ella no dice nada.
—Venga, Laura. Di lo que sea. Miente si quieres. Me sentiré mucho mejor, y dejaré de hacerte preguntas.
—Te iba a mentir, pero ya no puedo, porque te habrías dado cuenta de que era mentira.
—¿Y por qué ibas a mentirme?
—Para que te sintieras mejor.
Y así sucesivamente. Quiero enterarme de todo (aun-que en realidad, por supuesto, no quiero enterarme de nada) lo relativo a los orgasmos múltiples las diez veces por noche, las mamadas y las posturas de las que yo no tengo noticia, pero me falta valor para preguntarlo, y está claro que ella no me lo dirá nunca. Sé que lo hecho, y bastante me fastidia; ahora mismo, sólo puedo aspirar a que los daños sean limitados. Querría que ella me dijese que fue puro trámite, nada del otro mundo, cuestión de dejarse hacer y pensar en Rob; ojalá me dijese que Meg Ryan se lo pasó mejor en la escena del restaurante que ella en casa de Ray. ¿Es mucho pedir?
Se apoya en un codo y me planta un beso en e] pecho.
—Mira, Rob, es bien simple. Pasó lo que pasó. Y estu¬vo bien que pasara, ya lo creo, porque nosotros dos no íbamos a ninguna parte, y ahora en cambio es posible que vayamos por buen camino. Y si pasarlo bomba con el sexo fuese tan importante como tú crees, si me lo hubiese pasa¬do bomba, ten bien claro que no estaríamos aquí acosta¬dos. Y es lo último que pienso decir sobre este asunto, ¿te queda bien claro?
—De acuerdo.
Su última palabra podría haber sido mucho peor, des¬de luego, aunque ya sé que no ha dicho gran cosa.
—De todos modos, ojalá tuvieras un pene tan grande corno el suyo.
A juzgar por la longitud y el volumen de las risitas primero y las carcajadas, los resoplidos y los chillidos que se marca Laura después, éste debe de ser el chiste más gra¬cioso que se le ha ocurrido en toda su vida: el chiste más gracioso, de hecho, que se ya inventado en la historia de la humanidad. Supongo que debe de ser una muestra del fa¬moso sentido del humor que tienen las feministas. ¿Qué? Para desternillarse, ¿no?


3. (En el coche, de camino a casa de su madre; segun¬do fin de semana; suena una cinta que ha grabado ella, en la que salen Simply Red y Gcnesis y Art Garfunkel can¬tando «Bright Eyes».)
—Me da igual. Puedes poner la cara que quieras; esta es una de las cosas que va a cambiar entre nosotros. Estamos en mi coche, ése es el aparato de música de mi coche, la cinta es mía, y vamos de camino a casa de mis padres.
Dejamos que la última palabra quede suspendida en el aire; la vemos volver a rastras al sitio del que ha salido, la olvidamos. La dejo ahí un momento antes de ponerme de nuevo a librar seguramente la batalla más agria de to¬das las batallas agrias que se libran entre hombres y mujeres.
—¿Cómo es posible que te gusten Art Garfunkel y So¬lomon Burke? Es como defender a los israelíes y a los palestinos.
—No, nada de eso, Rob. Art Garfunkel y Solomon Burke hacen música pop, los árabes y los israelíes no. Art Garfunkel y Solomon Burke no están enzarzados en una brutal guerra territorial; los israelíes y los palestinos si. Art Garfunkel y Solomon Burke…
—Vale, vale, pero...
—-Además, ¿quién ha dicho que a mí me gusta Solo¬mon Burke?
Esto ya es demasiado.
—¡Solomon Burke! «¡Got to Get You off My Mind!». ¡Si es nuestra canción! ¡Solomon Burke es el responsable de toda nuestra relación, Laura!
—¿En serio? ¿Y tienes su número de teléfono? Te lo pregunto porque me gustaría charlar un rato con él.
—Pero ¿es que no te acuerdas?
—Me acuerdo de la canción; no me acordaba de quién la canta.
Meneo la cabeza y la miro con total incredulidad.
—¿Lo ves? Éste es uno de esos momentos en los que los hombres preferimos darlo todo por perdido. ¿De verdad no te das cuenta de la diferencia que hay entre «Brighr Eyes» y «Got to Get You off My Mind»?
—Pues claro que sí. Una va de conejos, y la otra lleva una banda de metales.
—¡Una banda de metales! ¡Una banda de metales! ¡Es una sección de vientos! Joder, joder, joder...
—Bueno, lo que sea. Ya entiendo por qué te gusta más Solomon que Art. Lo entiendo, de verdad que lo entiendo. Y si alguien me preguntase cuál de los dos es mejor, siem¬pre diría que Solomon. Es auténtico, es negro, es legenda¬rio, ya sabes. Pero a mi me sigue gustando «Bright Eyes». Tiene una melodía deliciosa. Lo demás me da igual. Hay muchas otras cosas por las que preocuparse. Ya sé que esto te parecerá propio de tu madre, pero no son más que dis¬cos de pop, ¿no?, y si uno es mejor que otro, estupendo: ¿a quién le importa? O sea, ¿le importa a alguien más, aparte de Barry, de Dick y de ti? Para mí es como discutir sobre la diferencia que hay entre McDonald’s y Burger King. Seguro que hay alguna diferencia, pero ¿quién va a tomarse la molestia de encontrarla?
Lo más terrible de todo esto, cómo no, es que yo ya sé cuál es la diferencia: tengo una compleja opinión sobre el tema, estoy bien informado. Y si me pongo a charlar sobre los pros y los contras de una hamburguesa a la parrilla del Burger King frente a una de un cuarto de libra con queso, como las hacen en McDonald’s, los dos tendremos la impresión de que por raro que sea he demostrado lo que ella quería decir, así que me ahorro la molestia.
De todos modos, la discusión se prolonga hasta doblar mil esquinas, atravesar la calle, volver sobre sí misma y terminar en un sitio en el que ninguno de los dos hemos estado, al menos sobrios y a plena luz del día.
—Antes te importaban más esos asuntos, como lo de Solomon Burke, ¿sabes? —le digo—. Cuando nos conocimos, cuando te grabé aquella cinta, estabas realmente en¬tusiasmada. Dijiste, y son palabras tuyas, que fue positivo que te hiciera avergonzarte de tu colección de discos.
—Qué poca vergüenza, ¿eh?
—¿Qué quieres decir?
—Vaya, pues que me gustabas. Eras pinchadiscos, me pa¬recías muy molón; yo estaba sin novio, y quería tener uno.
—Entonces…, ¿la música no te importaba un carajo?
—Bueno, sí que me importaba. Un poco. Me importa¬ba más entonces que ahora. Pero la vida es así, ¿no crees?
—Ya, pero... Eso es lo único que soy. En mí no hay nada más. Si ha dejado de interesarte eso, es que ya no te intereso para nada. ¿Por qué estamos juntos?
—¿De verdad lo crees así?
—Si. Tú mírame, mira la casa. ¿Qué más hay, si des¬cuentas los discos, los compacts y las cintas?
—¿Y te gusta que sea así?
Me encolo de hombros.
—La verdad es que no.
—Pues por eso estamos juntos, porque tú tienes mu¬cho potencial, y yo estoy contigo para conseguir que todo eso salga a relucir.
—¿Que tengo mucho potencial? ¿Como qué?
—Como ser humano. Tienes todos los ingredientes necesarios, Rob. Eres un tío que sabe ser adorable, sobre todo si te lo propones. Sabes cómo hacer que la gente se ría a gusto, sobre todo si te apetece y te quieres tomar la molestia, y eres amable; cuando llegas a la conclusión de que alguien te cae bien, esa persona se siente contigo como si estuviera en el centro del universo, y esa es una sensacón de lo más sexy. Lo que pasa es que casi nunca te lo propones ni te tomas la molestia.
—No. —No se me ocurre riada más que decir.
—Tú es que…, es que no haces nada. Te pierdes en co¬meduras de coco, te quedas sentado, dándole mil vueltas a las cosas, en vez de ponerte a hacer algo. Y lo que te da por pensar no es más que basura. Es como si siempre se te escapase lo que de verdad está pasando.
—Oye, es la segunda canción de Simply Red en lo que va de cinta. Una ya es imperdonable; dos son todo un cri¬men de guerra. ¿Me la puedo saltar? —Me la salto sin espe¬rar respuesta, y caigo en un tema lamentable de Diana Ross, de los tiempos posteriores a la Motown. Gimo. Lau¬ra sigue a lo suyo sin hacer ni caso.
—«Tiene todo el tiempo en sus manos, pero sólo pien¬sa en sí mismo.» ¿Conoces el dicho? Pues ése eres tú.
—¿Ah, sí? ¿Y qué debería hacer?
—No sé, lo que tú quieras. Trabajar, ver gente. Orga¬nizar un grupo de boy-scouts, montar un club, una disco¬teca, ¿por qué no? Lo que sea, con tal de no quedarte sen¬tado y esperar a que la vida cambie, siempre y cuando te deje bien abiertas las posibilidades de elegir. Si pudieras, dejarías abiertas esas posibilidades durante toda tu vida. Seguro que el día en que te veas en tu lecho de muerte, a punto de palmarla por culpa de una enfermedad que ha¬brás pescado por tanto fumar, te pondrás a pensar en que bueno, al menos has dejado abiertas todas las posibili¬dades, no te has cerrado ninguna puerta. Tienes treinta y seis tacos y no tienes hijos. ¿Cuándo piensas tener hijos? ¿Cuando tengas cuarenta? ¿O cincuenta? Supongamos que cuando tengas cuarenta; supongamos que tu hijo no quie¬re tener hijos hasta que tenga treinta y seis. Tendrás que vivir mucho más de los setenta años que nos suelen tocar, solamente para ver de reojo a tu nieto. ¿Te das ctienta de que te estás negando unas cuantas cosas?
—Total, que todo se reduce a eso.
—¿Qué?
—O tenemos hijos o nos separamos para siempre. Es la amenaza más vida del mundo.
—Vete a la mierda, Rob. No es eso lo que te estoy di¬ciendo. Me da lo mismo que quieras tener hijos o no. Yo sí quiero, y lo tengo muy claro, pero aun no se si los quiero tener contigo; ni siquiera sé si tú quietes tener hijos, por cierto. Eso es algo que tendré que decidir por mi cuenta. Lo único que intento es despertarte. Intento hacerte com¬prender que ya has vivido la mitad de tu vida, y sin embar¬go), no pareces tener más de diecinueve. Y no me refiero al dinero, las propiedades, los muebles, ni nada de eso.
Ya sé que no. Está hablando de los detalles, del bagaje que uno tiene, de esas cosas que impiden que se te lleve el viento.
—A ti te es muy fácil decir todo eso, ¿verdad, señorita? La abogada rompedora, la que se abre camino en la City. No es culpa mía que la tienda no vaya demasiado bien.
—Joder.
Cambia de marcha con una violencia que llama la atención, y se pasa un buen rato sin dirigirme la palabra. Sé que estamos a punto de llegar a alguna parte; sé que si tuviese un par de huevos le diría que tiene toda la razón, que lo que ha dicho es muy sabio, que lo necesitaba, que la quiero. Le hubiese propuesto que se casara conmigo o algo así. Lo que pasa, ya se sabe, es que a toda costa quiero dejar bien abiertas todas las posibilidades. Además, no hay tiempo para eso, porque Laura aún no ha terminado de echarme la bronca.
—¿Sabes qué es lo que me fastidia de verdad?
—Sí, todo lo que me acabas de decir. Mi manía de de¬jar abiertas mis posibilidades, y todo eso.
—No, aparte de eso.
—Joder, pues vaya usted a saber.
—Yo te puedo decir con exactitud, con toda exactitud, qué es lo que tienes que resolver; puedo explicarte cómo resolverlo, y tú en cambio no podrías hacer eso mismo por mí, ¿a que no?
—Sí, sí que podría.
—Pues venga, adelante:
—Estás descontenta con tu trabajo.
—Y eso es lo único que me pasa, ¿verdad?
Más o menos.
—¿Ves lo que te digo? No tienes ni puñetera idea.
—Eh, dame un respiro, ¿vale? Hace muy poquito que estamos juntos otra vez. Seguramente, en un par de sema¬nas habré descubierto más cosas.
—Pero si es que ni siquiera estoy descontenta con mi trabajo. Si quieres que te diga la verdad, me gusta, me gusta mucho.
—Eso sólo lo dices para queme sienta como un imbécil.
—No, no es verdad. Me gusta mi trabajo, es estimulan¬te, me cae bien la gente con la que trabajo, me he acostumbrado al dinero que gano…, pero no me hace ninguna gracia que me guste tanto. Estoy algo confusa. No soy la que yo quería ser de mayor.
—¿Qué querías ser de mayor?
—No sé, pero no quería ser una mujer que viste trajes caros, que tiene secretaria, que está pendiente de que le ofrezcan ser socio del bufete. Quería ser una abogada de¬dicada a la asesoría legal para marginados, tener un novio que fuese pinchadiscos. Y eso se me está yendo al cuerno.
—Pues búscate un pinchadiscos. ¿Qué quieres que le haga?
—No quiero que le hagas nada, Rob. Lo que sí quiero es que te des cuenta de que a mí no me define del todo la relación que pueda tener contigo. Quiero que te des cuen¬ta de que si tú y yo nos aclaramos entre nosotros, eso no significa que me haya aclarado yo sola. Tengo otras dudas, otras preocupaciones y otras ambiciones, Ni siquiera se qué clase de vida quiero llevar, en qué clase de casa quiero vivir; la cantidad de dinero que seguramente ganaré den¬tro de dos o tres años me da miedo, y…
—¿Y por qué no lo has dicho antes? ¿Cómo quieres que lo adivine? ¿A qué viene tanto secreto?
—No hay ningún secreto. Lo único que quiero es señalar que lo que suceda entre nosotros no es ni mucho me¬nos la historia entera. Yo sigo existiendo aunque no este¬mos juntos, ¿sabes?
Eso ya lo hubiese descubierto yo solito. Me habría dado cuenta de que, aunque yo me ponga blando, borroso y difuso cuando no tengo parda, eso no significa que les pase lo mismo a todos los demás.


4. (Viendo la tele, la noche siguiente.)
—…un sitio agradable. Italia, Estados Unidos, incluso alguna isla del Caribe. ¿Por qué no?
—Es una idea excelente. Mira, lo que voy a hacer es meter mañana mismo en una caja mis singles de 78 r.p.m. de Elvis Presley, los que grabó con la Sun, para pagar ro¬dos los gastos con lo que saque.
Me acuerdo de aquella señora de Wood Creen y de su marido fugado, me acuerdo de su pasmosa colección de singles, y noto un rápido aguijonazo de remordimiento.
—Imagino que debe de ser algún chiste de coleccionis¬tas de discos, de hombres, cómo no.
Sabes de sobra que estoy sin blanca, Laura.
—Tú también sabes que tus gastos los pago yo, y me da igual que aún me debas dinero. ¿Qué sentido tiene que trabaje en lo que trabajo si he de pasar las vacaciones en una tienda de campaña en la isla de Wight?
—Ya, ya. ¿Y de dónde voy a sacar yo la pasta para pa¬gar media tienda de campaña?
Nos quedamos viendo en la tele cómo intenta Jack Duckworth esconder un billete de cincuenta libras, ganado en las carreras de caballos, para que no lo encuentre Vera.
—Sabes muy bien que lo de menos es la pasta, Rob. No me importa que ganes una miseria. Me gustaría que fueses más feliz con tu trabajo; al margen de eso, haz lo que quieras.
—Pero si es que las cosas no tenían que haber sido así, ¿no lo entiendes? Cuando nos conocimos, éramos dos per¬sonas iguales. Ahora ya no somos iguales, y por eso...
—¿En qué sentido éramos iguales?
—Tú eras como toda la gente que venía al Groucho, y yo era como los que pinchan discos en sitios así. Tú lleva¬bas vaqueros y chupa de cuero, igual que yo. Yo sigo vis¬tiendo así, pero tú no.
—Pero es porque no me está permitido. Sí que visto así por la noche.
Intento encontrar una manera distinta de decir que no somos los mismos que éramos, de explicar cómo nos hemos distanciado, bla, bla, bla, pero es un esfuerzo que me supera.
—«No somos los que éramos. Nos hemos distanciado.»
—¿A qué viene esa voz tan ridícula?
—Era para indicar que lo he dicho entre comillas. Quería encontrar una maneta distinta de decirlo, igual que intentaste tú encontrar una manera distinta de decir que o tentamos un hijo o terminábamos nuestra relación.
—Yo no he dicho...
—Eh, que era broma.
Entonces, ¿tú crees que mejor lo dejemos? ¿Es eso lo que pretendes decir? Porque si es así, se me va a terminar la paciencia.
—No, pero...
—¿Pero qué?
—Pero... ¿por qué no tiene importancia que no seamos los que éramos?
—En primer lugar, creo que debo señalar que tú no tienes ninguna culpa en ese sentido.
—Gracias.
—Eres exactamente el mismo que eras. En todos los años que han pasado desde que te conocí, creo que no has cambiado ni siquiera de calcetines. Si nos hemos distan¬ciado, ha sido por mi culpa. Y lo único que he hecho ha sido cambiar de trabajo.
—Y de peinado, y de ropa, y de manera de ver las cosas, y de amigos...
—Eso no es justo, Rob. Sabes muy bien que no podría ir al trabajo con el pelo de pincho. Y ahora me puedo per¬mitir el lujo de salir de compras más que antes. Y en este último año he conocido a un par de personas que me caen muy bien, la verdad. Así que sólo te queda la manera de ver las cosas.
—Hombre, eres más dura que antes.
—Puede que tenga más confianza en mí misma.
—No, tienes más callo.
—Menos neurótica, si acaso. ¿Es que tú piensas seguir igual durante el resto de tu vida? ¿Piensas tener los mis¬mos amigos, o la misma falta de amigos, mejor dicho? ¿El mismo trabajo? ¿La misma manera de ver las cosas?
—Así estoy bien.
—Ya, así estás bien, desde luego. Pero no eres perfecto, y está muy claro que no eres feliz. ¿Qué pasaría si llegases a ser feliz? Sí, ya sé que es el título de un álbum de Elvis Costello, he aprovechado la referencia adrede, para que te fijaras. ¿O es que me tomas por idiota de remate? ¿Ten¬dríamos que dejarlo, sólo porque yo estuviera acostumbra¬da a que tú no seas feliz, sino todo lo contrario? ¿Qué pasaría, es un suponer, si pusieras en marcha tu propia compañía discográfica, y si además fuese un éxito? ¿Sería el momento de pillarte otra novia?
—Eso es una estupidez.
—¿En qué sentido? Explícamelo. Explícame qué dife¬rencia hay entre que tú tengas tu propia compañía y que yo empiece a trabajar en un bufete de la City.
No se me ocurre una sola diferencia.
—Lo único que intento decir es que si crees que se puede mantener una relación monógama a largo plazo, si te importa además tenerla, tienes que dejar que a los demás les pasen cosas de todo tipo. Y también tienes que pensar que tal vez no les pase nada. Si no, ¿de qué sir¬ve, eh?
—De nada.
Lo digo con falsa mansedumbre, pero me he quedado acobardado por su inteligencia, por su ferocidad, por esa manera que tiene de dar siempre en el clavo. Al menos, conmigo siempre da en el clavo y me deja sin respuestas.


5. (En la cama, parte antes de y parte durante, a ver si me explico, sólo que dos noches más tarde.)
—No lo sé. Lo siento. Creo que es porque no me en¬cuentro muy seguro.
—Perdona, Rob, pero eso que dices no hay quien se lo crea. Yo al menos no me lo puedo creer ni en broma. Creo que es porque estás un poco achispado. Siempre que nos hemos encontrado con este problema ha sido por eso.
—Pero no esta vez. Esta vez es por mi inseguridad.
Me cuesta trabajo pronunciar la palabra inseguridad; en mis labios es una palabra que ahora pierde la segunda «i». Y el error de pronunciación no da más peso a mi ale¬gato.
—¿Qué dirías que te produce esa inseguridad?
Se me escapa un breve « ¡ja!» sin el menor asomo de alegría, una demostración elemental del arte de reír sin ganas.
—Así no me dices nada nuevo.
—«Ya sabes, estoy demasiado cansada para romper contigo». Y todo eso. Y Ray, y el hecho de que parezcas… cabreada conmigo a todas horas, molesta porque no tengo remedio.
—¿Y lo vamos a dejar por eso? —Se refiere al rollo sexual del momento, no a la conversación ni a la relación.
—Pues supongo que sí —digo. Estaba encima de ella, pero me hago a un lado y dejo el brazo obre ella. Me quedo mirando el techo.
—Entiendo. Lo siento, Rob. No he estado muy... Vaya, no creo que haya sabido dar la impresión de que esto realmente me apetece una barbaridad.
—¿Y por qué será? ¿Tú qué crees?
—Espera, espera. Quiero intentar al menos explicártelo como es debido. Pensé que estábamos unidos solamente por un cordón muy sencillo, por nuestra relación; pensé que si cortaba ese lazo, no pasaría nada. Por eso corté, sólo que no fue tan simple. No sólo era un cordón, sino cientos, miles de cordones que nos unían; cada vez que me paraba a pensar en ello, y sin pensar en ello siquiera, me encontraba con nuevos lazos: que Jo se quedara muy callada cuando le dije que habíamos roto, que me sintiera tan rara el día de tu cumpleaños, que yo me sintiera igual de rara... no cuando hacía el amor con Ray, pero sí después, y que además me sintiera fatal cuando puse en el coche una cin¬ta que tú me habías grabado, y que no dejara de pregun¬tarme qué tal estarías…, bah, millones de detalles. Luego resultó que estabas mucho más jodido de lo que creía, y eso me lo puso aún más difícil…. Y lo del día del funeral... Fui yo la que quiso que fueras, yo, no mi madre. Quiero decir que a ella le agradó que fueras, me parece, pero a mi ni siquiera se me pasó por la cabeza decirle a Ray que fue¬ra al funeral, y fue entonces cuando me sentí demasiado cansada. No estaba preparada para hacer yo sola un traba¬jo tan enorme. No valía la pena, si todo consistía en que¬darme tan lejos de ti.
Y se ríe un poco.
—¿Esa es la manera más amable de decirlo?
—Ya sabes que no se me dan nada bien estas cosas tan delicadas.
Me besa en el hombro.
¿Has oído eso último que ha dicho? ¿Que no se le dan nada bien las cosas delicadas? Para mí, eso es todo un pro¬blema, tal como seguramente lo es para todo hombre que haya oído cantar a Dusty Springfield «The Look of Love» a una edad en la que aún se impresionaba con facilidad. Eso es lo que pensé que iba a pasar cuando me casara (y entonces decía «casarme», mientras que ahora sólo diría «juntarme» o «emparejarme») . Pensaba que iba a estar con una mujer sexy, con una voz sexy, con maquillaje sexy en abundancia, cuyo desmedido aprecio por mí se le saldría por todos los poros de la piel. Y existe, es verdad, eso que la canción llama «la mirada del amor». No es que Dusty nos llevara de la mano por un camino de rosas, así de cla¬ro. Lo que ocurre es que la mirada del amor no es ni de le¬jos lo que yo esperaba que fuera. No tiene esos ojos enor¬mes, desbordantes de un anhelo situado más o menos en medio de una cama inmensa, con las sábanas y el cobertor incitadoramente vueltos a un lado; es más bien esa mirada de indulgencia benévola que una madre dedica a su hijo pequeño al verlo gatear, o una mirada de divertida exas¬peración, e incluso una mirada de preocupación y de do¬lor. ¿Dónde está esa mirada del amor de la que hablaba Dusty Springfield? Olvídala. Es tan mítica como la lence¬ría exótica.
Las mujeres se confunden cuando se quejan por las imágenes de la mujer que difunden los medios de comunicación. Los hombres entendemos que no todas tienen los senos de la Bardot, el cuello de Jamie Lee Curtis, el trasero de Cindy Crawford. Y no nos importa en abso¬luto. Obviamente, cualquiera se quedaría con Kim Basinger antes que con Phyllis Diller, igual que cualquier mu¬jer se quedaría con Keanu Reeves antes que con el sar¬gento Bilko, pero no es el cuerpo lo que realmente tiene importancia, sino el nivel de humillación al que se llegue. Enseguida nos dimos cuenta de que las chicas Bond no entraban en nuestra competencia, aunque tardamos mu¬cho más en comprender que las mujeres nunca nos van a mirar como mira. Ursula Andress a Sean Connery, ni tampoco como mira Doris Day a Rock Hudson. Yo en todo caso no estoy seguro de haberlo comprendido debi¬damente.
Empiezo a acostumbrarme a la idea de que Laura pue¬de ser la persona con la que pase el resto de mi vida; al menos, empiezo a acostumbrarme a la idea de que sin ella soy tan desdichado que no vale la pena pensar en las posi¬bles alternativas. En cambio, es mucho más duro acostumbrarse a que mi infantil idea del romanticismo, aquello de los negligés y las cenas a la luz de las velas incluso en casa, aquello de las miradas ardientes, no tenga la menor base en la realidad. Sobre eso sí que deberían ponerse las mujeres como fieras: por eso no sabemos funcionar debidamente en una relación de pareja. No es la celulitis, ni las patas de gallo. Es la…, la… falta de respeto.









33


Conozco a Caroline cuando viene a hacerme una entrevista, y me quedo prendado de ella desde el primer mo¬mento, mientras estamos en la barra del pub; ha dicho que me invita a una cerveza. Es un día caluroso, el primer día genuinamente veraniego de todo el año. Salirnos a sentar¬nos a una mesa de caballetes que hay en la calle, a la entra¬da del pub, a ver pasar los coches y la gente. Tiene las mejillas sonrosadas y lleva un vestido de verano, sin mangas y sin entallar, que combina con botas gruesas. No sé por qué, pero es un look que a ella le sienta realmente bien. De todas formas, me da en la nariz que hoy me habría prenda¬do de cualquiera. Por el maravilloso tiempo que hace, me da la sensación de haberme librado de todas las termina¬ciones nerviosas muertas que me impedían sentir de ver¬dad; además, ¿cómo no vas a enamorarte de una chica que viene a hacerte una entrevista?
Colabora con una revista que se llama Tufnell Parker, una de esas revistas independientes que subsisten gracias a los anuncios locales y que suelen colarte en el buzón o por debajo de la puerta; es una de esas revistas que, en cuanto la recibes, la tiras a la basura sin más. En realidad, aún está estudiando periodismo, y este trabajo forma parte de las prácticas que le exigen. Por si fuera poco, comenta que el director de la revista ni siquiera está muy seguro de publi¬car su entrevista conmigo, porque no le suena de nada ni la tienda ni el club, y para colmo Holloway está muy al límite de su zona de cobertura, de su zona de influencia, de captación o como se llame. Lo que ocurre es que Caroline venía al club en los viejos tiempos, y le encantaba; por eso quería darnos un empujón.
—No deberían haberte dejado entrar —digo—. Seguro que no tenías más de dieciséis años.
—Ay, ay, ay —dice; no entiendo a qué viene esto hasta que pienso mejor lo que acabo de decir. No pretendía que Fuese un chiste patético, ni una manera de entablar conver¬sación. Sólo he querido decir que si ahora está estudiando periodismo, en los viejos tiempos aún debía de estar en el Instituto, por más que tenga pinta de tener veintimuchos o incluso treinta y tantos. Cuando después me entero de que entró en la universidad ya de mayor, y de que antes trabajó como secretaria en una editorial izquierdista, procuro co¬rregir la impresión que debo de haberle producido, sólo que sin borrarla del todo, no sé si me explico, y termina saliéndome una chapuza de tomo y lomo.
—Cuando dije que no deberían haberte dejado entrar, no quise decir que parezcas muy joven. La verdad es que no lo pareces. —Joder, a ver si atino—. Claro que tampoco pareces mayor. No, yo diría que tienes aire de tener la edad que tienes. —Qué desastre: ¿y si tiene cuarenta y cin¬co tacos?—. En serio, si acaso, un poquito más joven, pue¬de ser, pero no demasiado. No mucho, vaya. Se me había olvidado que se puede empezar a estudiar en la universi¬dad cuando uno tiene más de veinticinco, ya ves.
Joder, preferiría ser un impresentable y un deslengua¬do, antes que un bobalicón que sólo acierta a farfullar y a decir incoherencias.
Sin embargo, al cabo de pocos minutos echo de me¬nos aquellos tiempos de bobalicón incoherente, porque me parecen muchísimo mejores que mi siguiente impos¬tura, la del tío sórdido y turbio a más no poder.
—Seguramente tendrás una colección de discos enor¬me —dice Caroline.
—Pues sí —contesto—. ¿Quieres venir a echarle un vis¬tazo?
¡Lo he dicho en serio! ¡Totalmente en serio, sin doble¬ces! Suponía que a lo mejor le apetecía sacarme unas foto¬grafías delante de mis discos o algo parecido. En cambio, cuando Caroline me mira por encima de sus gafas de sol, rebobino la cinta y repaso lo que acabo de decir: se me es¬capa un imperdonable gemido de desesperación, y al me¬nos sirve para que se ría un poco.
—Oye, yo no suelo ser así, de veras.
—No te preocupes, tampoco creo que me dejen hacer un perfil como los que suelen sacar en el Guardian.
—No era eso lo que me preocupaba.
—No, pues no te preocupes, que va bien.
Por suerte, todo queda olvidado, cuando dispara la si¬guiente pregunta. Me he pasado la vida entera esperando un momento como éste, y ahora que por fin se presenta casi no me lo puedo creer: me pilla desprevenido, por no decir que me caigo de etilo.
—¿Cuáles son tus cinco discos preferidos de todos los tiempos? —me pregunta.
—Perdona, ¿cómo dices?
—Que cuáles son los cinco discos que más te gustan de todos los tiempos, los cinco que te llevarías a una isla de¬sierta, aparte de otros dos o tres, claro.
—¿Aparte de otros tres qué?
—Bueno, en Discos para llevarse a una isla desierta, el programa de la radio, siempre son ocho. ¿No lo conoces o qué? Por eso digo, ocho menos tres son cinco.
—Sí, cinco más tres, no menos tres.
—No, decía... Bueno, da igual. Dime, ¿cuáles son tus cinco discos preferidos de todos los tiempos?
—Pero a ver... ¿en el club o en casa?
—¿Y qué más da? ¿Es muy distinto?
—PUES CLARO QUE ES...! —No, demasiado altiso¬nante. Finjo un carraspeo, toso y contesto de nuevo—.. Bue¬no, pues sí, sí que es distinto. Por una parte están mis cinco discos de baile preferidos, y luego están mis cinco discos preferidos, a secas, de todos los tiempos. ¿Ves? Uno de mis discos preferidos es «Sin City» de 1os Flying Burrito Bro¬thers, pero es un disco que nunca pondría en el club, por¬que son todo baladas de country-rock. Todo el mundo se iría a su casa si lo pusiera cuando vienen a bailar.
—No importa, dime cinco en total. Con otros cuatro, ya tenemos la lista hecha.
—¿Cómo? ¿Sólo otros cuatro?
—Claro, si uno de ellos es «Sin City», nos quedan cuatro más.
—¡Que no, que no es eso! —Esta vez ya no me esfuerzo por disimular el pánico—. ¡No he dicho que fuera tino de mis cinco discos preferidos! Sólo he dicho que es uno de los que más me gustan, pero ¿quién sabe? Podría quedar fácilmente en el puesto número seis, o tal vez el siete.
Estoy quedando como un imbécil, pero no lo puedo evitar: esto es algo demasiado importante, es algo que llevaba esperando desde hace demasiado tiempo. ¿Adónde habrán ido a parar todos los discos que he tenido en mente durante años por si acaso un día me llamaba Roy Plomley, Michael Parkinson, Sue Lawley, no sé, el que hacía aquel programa ti tu lado Mis doce preferidos en Radio One, a fin de proponerme que confeccionase una lista para el programa, sin dejar de reconocer que había contactado conmigo como suplente de última hora, y además bastan¬te desconocido, de un famoso al que no pudo localizar? No entiendo por qué, pero no se me ocurre un solo disco, si dejo a un lado «Respect», y eso que no es ni mucho menos mi canción preferida de Aretha.
—¿Me das permiso para que vaya a casa, prepare la lis¬ta y te llame luego para dártela? No tardaré más de una semana, te lo prometo.
—Oye, si no se te ocurre nada, tampoco es grave. Ya haré yo una lista con mis cinco preferidos de los viejos tiempos del Groucho, o algo parecido. ¿De acuerdo?
¿Cómo? ¿Que ella hará una? ¿Que me va a robar mi única ocasión de publicar una lista en un periódico, en una revista, donde sea? ¡No, ni hablar!
No, espera; seguro que se me ocurre algo. Espera un momento, ¿vale?
«A horse with No Name». «Beep Beep». «Ma Baker». «My Boomerang Won’t Come Back». De pronto, se me llena la cabeza de títulos que corresponden a discos impre¬sentables. Estoy tau nervioso que empiezo a respirar agita¬damente.
—Bueno, pues pon «Sin City». —Tiene que haber algún otro buen disco en la historia del pop, digo yo ¡Ah! «Baby, Let’s Play House».
—De quién es eso?
—De Elvis Presley, ¿de quien iba a ser?
—Ah, claro.
—Y luego... —Aretha, me digo: piensa en algo de Are¬tha—. «Think», de Aretha... Franklin.
Un poco aburrido, pero servirá. Ya van tres. Me que¬dan dos. Venga, Rob, que tú puedes.
—«Louie, Louie», dc los Kingsmen. «Little Red Cot¬vette», de Prince.
—Perfecto. Te ha quedado fenomenal.
—¿Ya está?
—Hombre, no me importaría charlar un ratito, si tie¬nes tiempo.
—Pues claro. Pero decía..., ¿ya está hecha la lista?
—Sí, ya van cinco. ¿Quieres cambiar alguno o qué?
—¿He dicho «Stir It Up», de Bob Marley?
—No.
—Pues me gustaría incluirlo.
—¿Y cuál quieres quitar?
—El de Prince.
—Vale, eso está hecho.
—También querría poner «Angel» en vez de «Think».
—Como tú digas. —Hace el cambio y mira qué hora es—. Bueno, mejor será que te haga un par de preguntas más antes de marcharme. Por ejemplo, ¿por qué has deci¬dido empezar de nuevo con el club, eh?
—La verdad es que ha sido idea de una amiga. —No tengo remedio; una amiga, joder. Soy lamentable—. Lo ha organizado todo ella sola, sin decirme ni palabra. Es una especie de regalo sorpresa, un regalo de cumpleaños, ¿sa¬bes? Por cierto, también querría introducir algo de James Brown, ¿puedo? «Papa’s Got a Brand New Bag», en vez del tema que te he dado de Elvis.
La observo con toda atención mientras tacha uno y escribe otro.
—Debe de ser una amiga muy simpática.
—Pues sí.
—¿Y cómo se llama?
—Mmm... Laura.
—¿Y el apellido?
—Lydon.
—Por cierto, el lema del cartel, eso de «bailables para treintañeros», ¿ha siclo invento tuyo?
-—No, de Laura.
—¿Qué quiere decir?
—-Oye, perdona que me ponga tan pelma, pero me gustaría poner «Family Affair», de Sly and the Family Stone. Tendré que quitar «Sin City».
Tacha y anota una vez más.
—Cuéntame, ¿qué es eso de «bailables para treintañeros»?
—Bueno, ya sabes... Hay muchísima gente que aún no es vieja para irse de marcha, a bailar a un club o a una dis¬coteca, aunque sí que son viejos para el acid jazz, la músi¬ca de garaje, el ambiente y todo eso. Lo que les apetece oír es un poco de soul de la Motown, funk con solera, alguna cosilla nueva y demás, todo bien mezclado. Y no hay loca¬les donde pongan ese tipo de música.
—Tienes mucha razón. Bueno, pues con esto creo que me conformo. —Se termina de un trago el zumo de naran¬ja—. Salud y hasta la vista; me apetece mucho ir al Groucho el viernes que viene, porque me encantaba la música que ponías. De verdad.
—Si quieres, te puedo grabar una cinta...
—¿De verdad? ¿Lo dices en serio? Así podría oír auténtica música Groucho, sólo que en casa...
—-Pues cuenta con ello. Me encanta grabar cintas para los amigos.
Sé muy bien que probablemente la grabaré esta mis¬ma noche; sé muy bien que cuando desprenda el celofán de la cinta, cuando oprima el botón de pausa, me parecerá una traición.
—No me lo puedo creer —dice Laura cuando le cuento lo de Caroline—. ¿Cómo has podido...?
—¿El qué?
—Desde que nos conocemos, siempre has dicho que «Let’s Get It Qn», de Marvin Gaye, es con diferencia el mejor disco de todos los tiempos. Y resulta que no aparece en tu lista, Rob.
—Mierda. Me cago en... Cojones. Ya sabía yo...
—Y, además, ¿qué ha pasado con Al Green? ¿Y los Clash? ¿Y Chuck Berry? ¿Y ese tío por el que tuvimos aquella discusión, ese Solomon no sé cuántos?
La hostia.


A la mañana siguiente llamo a Caroline, pero no está. Dejo un mensaje, pero tampoco me devuelve la llamada. Lo intento de nuevo, le dejo otro mensaje. Esto empieza a dar vergüenza, pero no pienso consentir que «Let’s Get It On» se quede fuera de esa lista de mis cinco preferidos.
A la tercera, consigo dar con ella, y noto que se mues¬tra avergonzada, aunque comprensiva, y cuando le explico que solamente la he llamado para hacer un par de cambios en la lista, parece tranquilizarse.
—Muy bien, ahí va. Mis cinco discos preferidos, de una vez por todas. El número uno, «I,et’s Get It On», de Marvin Gaye. El dos, «This Is The House That Jack Built», de Aretha Franklin. El tres, «Back in the USA», de Chuck Berry. El cuatro, «White Man In The Hammers¬mith Palais», de los Clash. El cinco, aunque no menos im¬portante que los anteriores, je, je, «So Tired of Being Alo¬ne», de Al Green.
—Vale, pero no la podré volver a cambiar. Así queda.
—Por mí, estupendo.
—De todos modos, me alegro de que llames, porque estaba pensando que a lo mejor sí que encaja que incluya¬mos también la lista de tus cinco discos de baile preferi¬dos. Al director de la revista le ha gustado el artículo, todo lo de Laura, ya sabes.
—Ah, vaya.
—Es posible que me des una lista rápida con los ternas que según tu experiencia llenan más la pista de baile, o es mucho pedir?
—No, eso esta hecho. Sé de sobra cuáles son.
Se los dicto sobre la marcha, aunque cuando se publi¬ca el artículo, en esta lista aparece «In The Ghetto», como la canción de Elvis, y ese error lo achaca Barry a mi igno¬rancia.
—Ah, ya casi tengo grabada tu cinta.
—¿De verdad? Qué detalle...
—¿Quieres que te la mande por correo, o te apetece que tomemos una cerveza un día de éstos?
—Mmm… Pues sí, tomemos una cerveza. Me encanta¬ría invitarte.
—Gracias.
Esto de las cintas... Tiene gracia, pero nunca falla.


—¿Para quién es? —pregunta Laura cuando me ve pre¬parar la grabación, con las correspondientes subidas y ba¬jadas de volumen, el orden correcto, el ajuste de los con¬troles.
—Ah, para esa chica que me entrevistó... ¿Cómo se lla¬maba? ¿Carol, Caroline? Algo así. Comentó que le sería más fácil, ya sabes, hacerse una idea de cómo es la música que ponemos en el Groucho.
De todos modos, no consigo decírselo sin que se me suban los colores, sin dejar de mirar fijamente la pletina; sé que en realidad no se lo cree. Laura sabe mejor que nadie qué representa de verdad una cinta grabada especialmente para una persona determinada.


El día anterior a mi cita con Caroline, aunque sólo sea para tomar una cerveza y darle la cinta que le he grabado, me entran de golpe todos los síntomas de enamoramiento que se citan en los libros de texto: nerviosismo estomacal, largos ratos de quedarme embobado, mirando las musarañas, e incapacidad para recordar cómo es ella. Consigo acordarme del vestido y de las botas, del peinado que lle¬vaba, pero su cara es un espacio en blanco, que relleno con detalles tomados de cualquier tía potente: labios car¬nosos y pintados de rojo intenso, aunque lo que me atrajo de entrada fue su carita bien lavada, de inglesita lista; ojos almendrados, aunque prácticamente no se quitó las gafas de sol; piel blanca, perfecta, aunque sé que tiene bastantes pecas. Cuando me encuentre con ella, ya sé que notaré al principio una punzada de desilusión: ¿por tan poca cosa estoy como una moto desde ayer? Luego, enseguida en¬contraré en ella algo que me apasione: el hecho de que realmente haya venido a la cita, o lo sexy que me parezca su voz, su inteligencia, su ingenio, lo que sea. Entre la se¬gunda y la tercera cita habrá nacido todo un nuevo con¬junto de mitos, como siempre.
Esta vez, en cambio, ocurre algo distinto. Me pasa por andar pensando en las musarañas. En realidad, me limito a comportarme como siempre; me imagino con todo lujo de detalles la totalidad de nuestra relación, desde el primer beso hasta el primer revolcón, desde que nos vamos a vivir juntos hasta que decidimos casarnos (antes llegaba incluso a organizar el orden de las canciones que pondríamos en la fiesta), sin olvidar lo guapa que estará cuando se quede embarazada, los nombres que les pondremos a los niños que tengamos…, hasta que de golpe y porrazo entiendo que no queda nada que en realidad, a ver si me explico, pueda ocurrir. Ya lo he hecho todo; ya he vivido la relación entera en mi imaginación. He visto la película a cá¬mara rápida, me sé al dedillo toda la trama, como termi¬na, qué buenos momentos contiene. Ahora tendré que rebobinar y volver a pasarla entera, de cabo a rabo, sólo que en tiempo real. ¿Y eso puede resultar divertido?, me pregunto.
Y toda esta jodienda... ¿cuándo cojones va a terminar toda esta jodienda? ¿Es que me voy a pasar el resto de mi vida saltando de roca en roca, hasta que no me queden ro¬cas por saltar? ¿Es que me voy a largar corriendo cada vez que reconozca que soy un culo de mal asiento? Lo digo porque me entra esa sensación cada cuarto de hora, casi cada vez que llega una factura de la luz, del teléfono, del gas. Y me pasa más a menudo mientras es verano en In¬glaterra. Llevo pensando con la polla desde los catorce años, y si he de ser sincero, pero sólo entre tú y yo, que no se entere nadie más, he llegado a la conclusión de que mi polla tiene un cerebro de mosquito.
Ya sé qué es lo que no va bien con Laura. Lo que no va bien con Laura es que nunca más la volveré a ver por segunda o tercera vez. Nunca más me pasaré dos o tres días agobiado, empeñado en recordar cómo es de verdad; nunca más llegaré a un pub con inedia hora de antelación para esperar que llegue ella, mirando sin ver el mismo ar¬ticulo de una revista, echándole un vistazo al reloj cada treinta segundos más o menos. Pensar en ella es algo que nunca más me pondrá como me pone, por ejemplo, «Let’s Get It On». Y es verdad, la quiero, me gusta, tenemos conversaciones estupendas, ella me cuida, se preocupa por mí, me organiza el Groucho para que yo lo disfrute, pero ¿de qué sirve todo eso cuando por la tienda aparece alguien con un vestido sin mangas, con una sonrisa bien maja y unas Doc Martens, y dice que me quiere entrevistar? De nada, no sirve de nada, así de claro. Pero seguramente sí que debería servir.
A tomar viento. Le mandaré por correo la cinta de los cojones. Bueno, eso creo.

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