Las ciudades aprenden una
canción y la cantan. De improviso, la olvidan.
Pero en mí hay una palabra apenas. Es como la canción que
han aprendido las ciudades, porque vino de repente y se quedó conmigo. Sin
embargo, no quiere irse. Ha envejecido como yo y me acompaña. Si estoy solo,
aparece y me cuenta su historia. Siempre es la misma: una sola palabra.
Cierto es que estoy
viejo y entonces me suceden cosas inverosímiles. Por ejemplo, construyo barcos
y los meto en botellas de tamaños diferentes. Es un trabajo duro que se apodera
de mis manos; pero lo demás queda libre. Puedo silbar, reconstruir el pasado,
pensar en lo que viene o se va. Seguramente —mientras construía una goleta— se
acercó aquella palabra por primera vez, saltó de mi memoria a los labios y fue
mi compañera.
Ahora la digo:
—Rododendro.
Conozco su
significado, como el de otras que olvido y recuerdo y vuelvo a olvidar. Pero su
significado nada importa desde que está conmigo Antes representaba a un
arbusto, bien lo sé. Ahora su imagen es distinta, sin olor ni forma.
Abro la ventana, a
veces, y si el día es hermoso me digo con alegría:
—Rododendro.
Suena el reloj, la
hora: Rododendro. No ocurre nada: rododendro. Y eso me indica que la soledad
tiene sus palabras secretas y las enseña cuidadosamente a los solitarios.
Aquí es oportuno no
olvidar mi soledad. La tengo vestida de ruidos distantes y figuras pasajeras.
Cuando está desnuda, dormimos los dos. Y es una buena cosa dormir. Soy viejo.
Pero escribir así no
conduce a nada. He contado que construyo barcos y que una palabra precisa me
vino a ver una mañana y no se fue más. Ya es tiempo de decir que he hecho con
esta palabra Empezaré por confesarlo brevemente: la he convertido en pez.
Ha sido, claro está,
un trabajo lento. Tal vez no pueda describirlo con exactitud si no recuerdo
cosas más antiguas. Porque la palabra no fue lo primero: antes hubo los barcos
y también —como principio— el deseo de construirlos dentro de una botella.
Entonces comenzaba a envejecer y pensaba a menudo en la soledad de más tarde.
Iba todas las mañanas a mi oficina y encendíamos la luz desde temprano.
Mirábamos por la ventana y hacía frío a veces. Escribíamos en los grandes
libros de cuentas. De repente alguno dejaba la pluma, restregaba sus manos y
decía que no deseaba trabajar, que las mujeres son hermosas, que durante las
vacaciones iría a los lagos del Sur.
Se habla rápidamente y no vale la pena recordar nada.
Pero alguien dijo un día.
—Cuando esté viejo compraré un sillón y leeré todos los
libros de que oigo hablar. No me aburriré como ahora.
Yo hojeaba entonces
un folleto en que había barcos y nombres de ciudades. Lo guardé en mi bolsillo
y anoté en seguida, como de costumbre, cifras pequeñas y grandes en mi libro. Es
el trabajo. Se empieza a las ocho de la mañana, y cuando uno se levanta, abre los
brazos y quiere descansar, ha acabado la tarde. Ahí está el sombrero, sale uno
a la calle y camina.
“Algo he de hacer
cuando esté viejo” —pensé vagamente, en mi casa, cuando regresaba del comedor hacia
mi cuarto.
Y saqué del bolsillo
el folleto de la Compañía
de Vapores. Cerré mi puerta, dejé de oír voces ajenas y un piano que suena
siempre. Los barcos son bellos y las ciudades que se desconocen tienen nombres
que gustan: Liverpool, Amsterdam, Barcelona. Después vino el sueño.
Pero hay noches que
hablan. No son como las otras y se obstinan en contar lo que saben. Basta quererlo,
y se abren los ojos en la oscuridad, se escucha a aquel que va por la calle, al
que tose en la pieza vecina. Y se oye hablar a la noche.
Entonces me dijo:
—¿Qué harás cuando
estés viejo? Los barcos son bonitos desde la antigüedad. El que compra un sillón
y lee, pierde la vista, se queja. Hay trabajos que divierten y el pensamiento
hace lo que quiere entretanto. Viajar es difícil cuando no hay dinero. ¿Mujeres?
¿Alegría? ¿Liverpool? Los años caen sobre el cuerpo y el deseo desaparece.
Así habló,
desordenada, la noche, repitiéndose hasta que dejé de oírla. Y al despertar
creí no haber dormido; pero todo lo había olvidado y esto le ocurre al que
duerme. No obstante, recordé algo de súbito, cuando vi sobre la mesa el folleto
de los barcos. “¿Qué harás cuando estés viejo?”
Lo supe de repente y
lo tuve en la memoria hasta el día necesario. Fue un día de agosto y cuando
entonces sucedió ya lo conocía. También había pensado en esto muchas veces.
Estuvimos todos reunidos y el jefe de la oficina levantó una copa, señalándome.
Yo oía sonar mi corazón y respiraba apenas. Me miraban y yo no quería ver a
nadie, cabizbajo, con las manos caídas, escuchando.
—Es un ejemplo de
lealtad —decía el jefe— y su nombre va a quedar entre nosotros. Ha envejecido
en el trabajo de esta casa.
La señorita mecanógrafa
olía a felicidad. Siempre he adivinado la dicha junto a su perfume, y ahora
sonaba mi corazón y yo apretaba los puños pensando en lo que había de responder
al jefe.
—Nos deja —decía— y
su descanso es merecido porque de invierno a invierno ha estado entregándonos su
vida con la constancia de la hormiga y de la abeja…
El contador me miraba
y asentía sonriendo levemente. Y aquel que aspiraba a leer todos los libros
comía con lentitud un trozo de sardina con pan.
—Levanto mi copa
—decía— y les pido a todos que me acompañen porque…
No habló más el jefe
y todos aguardaron. Entonces dije lo que ya no recuerdo.
Me abrazó la mecanógrafa,
estreché las manos que me tendían, y flaqueaban mis piernas cuando salí.
Era libre. Tenía
algún dinero para envejecer y morir en alguna parte. ¿Dónde? Exactamente, donde
he vivido muchos años. Una casa de huéspedes, con su puerta angosta, su
escalera que cruje, y mi cuarto al fondo de un pasillo.
—Señora —le dije esa
tarde—, desde ahora estaremos juntos. En tantos años, puede asegurarse que
somos amigos. No dejaré su casa.
—¿No trabajará más?
—preguntó la patrona—. ¡Bien ganado el descanso que le corresponde! Nunca le he
visto faltar a su trabajo. Pero, ¿no teme aburrirse?
Sonreí con alegría
porque ahora era dueño de mi secreto y en adelante podría disfrutarlo sin
prisa.
—Trabajaré —le dije—.
Mis manos no sabrían estar ociosas.
Y crucé el pasillo,
abrí la puerta de mi cuarto, miré hacia la calle desde mi ventana, sentí el
aire de la tarde como nunca lo sintiera. Libre, absolutamente libre, y con una
ambición para hacer dichosas a mis manos en largas horas de soledad.
Empecé a construir
barcos. Los primeros se rompían de pronto, cuando los tenía en la botella.
Había sido penoso construirlos, tan pequeños y frágiles; y se rompían de
pronto, en la botella, cuando tendía una vela blanca, cuando alzaba un mástil.
Meneaba la cabeza,
todo lo abandonaba, y al otro día trabajaba de nuevo, animoso, callado,
pensando en tantas cosas que se olvidan, que se recuerdan, que no sirven de
nada; pero que gustan cuando se fabrica un bergantín minúsculo.
Después mis manos
conocieron el oficio. Eran diestras y manejaban alegremente los instrumentos,
cortaban la madera, pulían los costados de la nave, pintaban los finos palos, introducían
en la botella cada pieza del barco tan limpiamente que todo no era sino un
juego feliz.
—Son lindos, es
cierto —me dijo una mañana la patrona—; pero ya no hay d6nde ponerlos. ¿Por qué
no los vende? Muchos querrían comprarlos.
—¿Venderlos?
Entonces cerré mi
puerta a todos. Cada día limpié mi cuarto sin ayuda de nadie. Y expliqué:
—Hay tanta cosa frágil,
que prefiero asear yo mismo. Si alguna se rompiera, sufriría. A los viejos se les
perdona, ¿verdad?
Estuve tranquilo
entre mis barcos. Eran numerosos y míos, por todas partes, en sus botellas
transparentes. Los miraba durante la noche, cuando iba a dormirme, y les ponía
nombres venturosos. Algunos representaban de modo perfecto la historia secreta
de mi felicidad. Otros tenían el color y la forma de la desdicha; mirándolos,
pensaba en la dolorosa aventura que persigue a alguien cada día. Conversaba con
ellos. Les preguntaba qué eran, de dónde llegaban. Me respondían de alguna
manera, de proa a popa, quietos y hermosos. Después empezaba a desvestirme,
apagaba la luz, y eso es la noche.
Por la mañana, apenas
despierto, veía andar el sol desde la ventana a una botella. Alargaba su dedo amarillo
y lo detenía en una arboladura. Después lo paseaba por los mástiles vecinos, y
pronto resplandecían las jarcias de todas las naves.
No me movía. Era dueño de mi tiempo y podía mirar las
botellas, distraerme de súbito y recordar la oficina oscura en que encendíamos
la luz temprano, o pensar en otra cosa que sucedió y estaba perdida. Todo esto
es curioso. Uno está lleno de palabras y poco a poco se reúnen a contar un día
de la niñez, una risa que sonó en la tarde olvidada, ahora presente y dichosa
de nuevo.
O bien escapa alguna y queda como el abejorro zumbando
alrededor. Ha venido de repente y nada. Es puro sonido hasta que se va.
Una vez entró de la calle una palabra inglesa, que alguien,
agitando una mano, gritó como despedida. La palabra se posó en el muro, o entre
los aparejos de una carabela, y al otro día echó a volar por mi memoria.
Después se marchó. Pero cuando vino ésta, en vano quise olvidarla.
Rododendro.
Es lenta y tenaz.
Oigo el sonido de sus élitros y la pierdo de improviso. ¿Se ha marchado? Entonces
vuela desde el rincón y gira en torno de mi cabeza. La digo en alta voz. La
canto con una música que sólo a ella le
pertenece, mientras pulo con el vidrio una proa esbelta. La dejo reposar. Y en cualquier
momento —corren los días— la tengo a mi lado. Siempre ha estado aquí y asoma de
repente. Es el rumor, tal vez, que hace la soledad para que yo sepa que me
acompaña.
—Está bien —le digo—,
no te irás. Pero vamos a vivir de otra manera: juntos y mirándonos.
Me voy por la ciudad
en busca de un trozo de madera. No debe ser sino como lo deseo y he de andar
mucho para encontrarlo. Aquí está, por fin. Lo tomo cuidadosamente, lo envuelvo
en un pañuelo de colores, lo guardo y me alejo.
En mi cuarto, cierro
la puerta, me siento a la ventana y lo miro.
Rododendro.
Sonrío larga,
largamente. Nadie piensa que un solitario sonríe con un trozo de madera en la mano,
mientras sube por la escalera un olor a cocina, y una palabra está latiendo en
la sangre, en la vida, en los labios que no la pronuncian porque sonríen nada más.
Rododendro.
Eso es: rododendro.
Abandono los barcos y
no me ocupo del sol, por las mañanas, cuando los acaricia. En las noches no les
digo venturosos nombres. Están solos en la botella verde, en la botella
amarilla, en la botella blanca, por todas partes.
Yo trabajo pensando
en el pez. Vienen los días, se van. No importa. ¿Acaso tengo prisa? Quiero
construir la forma exacta: un cuerpo largo, los ojos redondos, sorprendidos, y
la ondulación de las aletas. ¿Pez martillo? ¿Pez espada? ¿Pez volador?
Rododendro.
Lo llamé así desde
antes de nacer. Y ahora está vivo en su botella ancha como una redoma.
Me mira su ojo inmóvil.
Camino por el cuarto y me detengo. Me mira siempre allí donde estoy. Es la
primera vez que me sucede: está mirándome desde la botella y dentro de mí
—Estamos solos —me
dice—. Estaremos solos hasta después.
Entonces pienso que
estas palabras no son suyas. Las va diciendo una voz en mí, secretamente; son
mis propias palabras y nada importan. Podría decir otras, si me esforzara. Pero
oigo hablar de pronto. Me mira su ojo inmóvil y escucho. “Solos hasta después”.
Me acerco a
contemplarlo y callo. Está en la redoma y súbitamente sé que me habla. Es él, y
su voz viene desde mi vida. Pienso ahora que los hombres aman a las mujeres,
que los barcos atraviesan el mar y entran en los grandes puertos. Hay el ruido
del mundo. Alguien comienza a cantar porque es feliz. Y otro dice: “Nos hemos
querido siempre”. Y aquel está bebiendo con sus amigos, conoce la risa, entra
en los teatros. Todos los teléfonos hablan. Y los automóviles salen de la
ciudad, corren por los caminos: es el verano. Están las voces en los parques,
unidas, y las manos se estrechan, los labios se buscan, los cuerpos saben ser
dichosos.
¿Dónde?
Rododendro, en su
botella, todo lo ha perdido. Estamos solos y nos parecemos: olvidados en la
pieza de los barcos.
—Calla —le digo—. Si
tuviéramos imaginación, cerraríamos los ojos para ver cosas más bellas.
Rododendro entorna su
ojo inmóvil. No. Son los míos, que se cierran un rato.
Comienzo a odiarle.
Entonces me llaman a comer y bajo la escalera.
—¿Ha trabajado mucho?
—pregunta la patrona.
Muevo la cabeza, sin
mirarla, y sé que todos sonríen.
Somos siempre los
mismos: la patrona y yo, en los extremos de la mesa; el boticario que huele a
tabaco y habla en voz baja; los estudiantes bulliciosos; Alicia, que trabaja en
la tienda de un francés y canta canciones de la ciudad.
Comemos y charlamos.
Es decir, yo escucho, sonrío, y miro por la ventana abierta la sombra de un
árbol en la noche. Está el verano en el patio oscuro y una rama se agita débilmente.
El rumor de la casa vecina viene hasta la ventana y se aleja. Es una vida que no
nos pertenece.
—Nunca le veo salir a
caminar un poco —me dice el boticario—. Es saludable. Para vivir largos años hay
que comer sin prisa, dormir profundamente, algunas horas, y pasear todos los días.
—Las noches se han
hecho para algo —declara, sonriendo, un estudiante.
—Hasta que llega una
noche y nos dice: “me han hecho para que duermas” —murmura el boticario sin
levantar los ojos, ahogando después un lento suspiro entre el bigote que
blanqueaba.
Ríen los estudiantes.
La patrona amenaza con un dedo corto, grueso, de uña roja. Alicia se encoge de hombros
y mira, como yo, por la ventana.
Nos levantamos con
lentitud y dejamos que los estudiantes se alejen. Cuando comienzo a subir la
escalera, el boticario me dice:
—Es un buen consejo:
camine todas las mañanas.
Vuelvo atrás y me
siento en un sillón, a su lado.
—¿No juega ajedrez? —me
pregunta.
No sé nada. No
conozco los juegos. He vivido de otra manera y ya es tarde.
—Estoy contenta de
verle aquí, con nosotros —me dice la patrona, que comienza a tejer para un
invierno desconocido y ya exigente.
—Sube a su cuarto
apenas come y ya no se le ve hasta el otro día —murmura el boticario—. Hay que
tener presente a la salud. Los hombres que han vivido mucho…
Yo veo, por un espejo
—a1 fondo de la sala— cómo Alicia está ovillada en un sillón y lee una revista.
Tiene en la mano un lápiz. A menudo alza los ojos y piensa. Después escribe rápidamente
y se diría que es feliz. Poco a poco, cuando se ha movido, una pierna baja por
el sillón. Aparece la rodilla. Es redonda.
—Necesito una palabra
de cuatro letras —nos pide con ansia.
La patrona busca
entre sus recuerdos.
—Amor —responde con
una risa breve.
El boticario inclina
la cabeza, murmura entre dientes y ríe despacio, con timidez
—No me sirve —exclama
Alicia.
—¿Por qué ha reído? —pregunta
la patrona al boticario—. Tenía cuatro letras.
—He reído porque una
mujer no encuentra nunca otra palabra —dice el boticario.
—¿Y cuál es la que
encuentra el hombre?
—Trabajo, por ejemplo
—contesta el boticario, removiéndose, inquieto, en su silla.
—No tiene cuatro
letras —murmura Alicia, burlona.
Entonces hablamos de
las palabras que preferimos. Alicia abandona la revista, el lápiz, y cubre su
rodilla con gesto rápido.
—Digamos la palabra
que nos gusta— propone.
Todos buscamos un
instante por entre los muebles, junto a la lámpara, en el suelo.
—Primavera —dice la
patrona.
—Trabajo —murmura, obstinándose,
el boticario.
—Felicidad —ha dicho
Alicia.
Y todos esperan mi
palabra.
—Rododendro —voy
diciendo lentamente, y escucho en mí el latido de un secreto que se traiciona.
—Bella palabra.
Extraña tal vez, pero bella —declara la patrona, mirándome fijamente, deseosa
averiguar si no he mentido.
—No es extraña.
Rododendro es un arbusto que da flores rosadas, en los parques —explica el boticario.
Le observo con
asombro y empiezo a reír, meneando negativamente la cabeza.
—Rododendro es un pez
—digo con energía.
—¿Un pez?
—Y un pez que habla
—aseguro sin mirar a nadie.
Fui hasta entonces un
hombre tranquilo y bondadoso para el boticario; me hablaba, acogedor, y era
animadora su cortesía; pero ahora se levanta y no le reconozco la voz dura, violenta:
—Se burla de
nosotros. Los peces no hablan. Rododendro es…
No le escucho.
Comienzo a subir la escalera y crujen los peldaños. Siento, conmigo, el perfume
Alicia. ¿Dónde ha estado otra vez? Ha vivido a mi lado y lo recuerdo.
Entonces me abrazó la
mecanógrafa y después fui libre: eso es.
—No le ha comprendido
—murmura Alicia—. Hay hombres que no saben reír. Rododendro parece un pez y no
una planta.
—Es un pez —repito—
que habla a quien lo escucha.
Y subimos hasta mi
puerta. Sonríe, ruega que bajemos, me habla del verano y de la alegría.
—Entremos —le digo—. Va
a verlo como yo. Es un pez de madera; pero vive.
Alicia ríe con jubilo
y calla de pronto, ante a los barcos.
—¡Qué hermosos! —me dice—. ¡Cuántos hay! Oí hablar de
ellos y nunca me atreví a pedirle que me dejara subir.
Cierro la puerta y me
acerco a la botella que es como una redoma, señalándola. Después me aparto, porque
ella se aproxima. Y la veo inclinarse delante de mí, para mirar a Rododendro
que nos vigila con su ojo quieto.
Tiene los hombros desnudos
y la nuca blanca. Unos cabellos pequeñitos caen hacia los lados, y el perfume
entra en mí suavemente.
Va a erguirse de
nuevo, y será todo.
Cerrando los párpados, la beso. Cuando se vuelve y está
hablándome, la beso en la boca. Su perfume baja por mi garganta y se anuda en
mi pecho con lentitud, estremeciéndome.
La oigo reír y no sé que palabras diría ahora. Aprieto
los puños caídos; escucho una puerta que han cerrado, lejos; miro a Alicia que no
se va.
—Es la palabra de cuatro letras que buscaba: ¡beso! —me
dice entre la risa.
Entonces desaparece. Estoy solo de nuevo y tal vez
pudiera llorar vuelto hacia el muro. Pero cierro la puerta y me quedo
escuchando. Nada. La noche y los barcos, por todas partes, en sus botellas
transparentes. Más allá, Rododendro, que ha juntado su ojo oscuro. Es hora de
dormir. Somos viejos.
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