Miré a mi alrededor y no me asusté. Escuché aullar, afuera, la tormenta. La tormenta de nieve. Era como un aullido: no se me ocurrió otra cosa. Aullido de lo que fuese. Y yo no me asusté. La ra­dio dijo que la temperatura había des­cendido a 12° bajo cero. Y después se cortó la transmisión. Por la tormenta. Pero la luz de la cabaña o la casa o co­mo se llame a esto, era buena. Y era bueno mirar el fuego en el hogar de la chimenea. Y era bueno saber que me sobraba leña para todo el tiempo que durara la tormenta. Y que tenía cebo­llas, lentejas, porotos, jamón, café, que­so y leche en polvo. Y galletas. Y una buena cocina de fierro, que prendí ape­nas escuché lo que dijo la radio antes que la tormenta la enmudeciera. Dios: no pude imaginar a nadie, allí, afuera, paseándose, como si mirara vidrieras por la calle Florida.
Me comí dos platos de lentejas con pe­dazos de chorizo y jamón crudo, y me sobró, todavía, para el almuerzo y la cena del día siguiente. Aquí, en El Bol­són, hay que ser precavido. Y austero. Eran como las diez de la noche, y me dije, Willy, acostate, y leé. El secuestro de la señorita Blandish, aunque leí tantas veces ese libro que, casi, me lo sé de me­moria. O cualquiera de las tres o cuatro novelas de Chase que se apilan en un estante de la cabaña o casa o como lla­men a esto. Las leí no sé cuántas veces, pero aquí, en El Bolsón, nadie se entre­tiene con Kant. Yo estaba calentito, des­pués de haber comido las lentejas con pedazos de chorizo y jamón, y después de haber tomado medio litro de vino blanco, seco y, tal vez, algo ácido. Me dije: Willy, meté uno o dos troncos en el hogar de la chimenea, apagá los sol de noche, y acostate. Y acostate vestido, Willy. Estás en El Bolsón, Willy. En comu­nión con la naturaleza.
Me saqué, despacio, los borceguíes. Y moví, dentro de las medias de lana, los dedos de los pies. Fue cuando me pare­ció oir unos golpes en la puerta de la cabaña o casa o como llamen a esto. Me quedé sentado en la cama y esperé. En El Bolsón vive gente que desprecia a Bue­nos Aires y su suciedad, su estrépito, su impiedad; gente que dice que no soporta a los que la habitan, y la medianía de sus proyectos, su obsesión por el dinero, la po­breza de sus mitos. En El Bolsón vive gente que no deja de hablar de la vuelta a la tie­rra, y que la vuelta a la tierra ennoblece al ser humano, pero yo descolgué la escopeta de una de las paredes de la cabaña o casa o como se llame esto, y la cargué.
En puntas de pie, y con la escopeta entre las manos, me acerqué a la puer­ta donde alguien —estaba seguro—, des­de afuera, golpeó y, donde alguien, desde afuera, desde donde aullaba la tor­menta, levantaba, de a ratos, el timbre de su voz. Pregunté quién era. Dos veces, pre­gunté: Quién es. La cabaña o casa o como se llame esto es sólida —de eso, también, estoy seguro—, pero, a mí, me pareció que se movía cuando escuché que Graciela gri­taba soy yo, Graciela. Abrime, Willy. Conozco un chiste judío sobre unos judíos que, para escapar a una tormenta de nieve, se refugian en una cabaña. Pero yo no soy judío. Y los chistes judíos, sea por lo que sea, no me causan ninguna gracia.
Tampoco entendí por qué Graciela gri­taba, con 12° bajo cero, la boca pegada a los gruesos maderos de la puerta de mi cabaña o casa o como se llame a esto. Sin soltar la escopeta, le pregunté qué hacía allí, afuera, a esa hora. iOh —gritó ella—, abrime, que me muero de frío. Ella, como siempre, exageraba. Empujé otro tronco al hogar de la chimenea, y tomé un trago de vino. Fuerte ese vino blanco: tosí. Recuerdo que tosí, y que me puse a pensar. Para ser exacto: ter­miné de toser, tomé un poco más de vi­no y me puse a pensar.
Mi relación con Graciela comenzó y creció en unos cursos de literatura, a car­go de un tipo que decía, de sí mismo, que era el Céline argentino. Y el tipo que decía, de sí mismo, que era el Céline argentino, cobraba las clases como si hubiese recibido el premio Nobel. Tardé un rato en averiguar que Céline, el fran­cés, me aburría: aguanté el libro que lo llevó a la fama hasta la mitad. Me hartó su filosofía de maestro provinciano, amar­gado y cornudo. Eso le dije a Graciela a los dos meses de asistir a las clases del Céline argentino. Le dije: Disculpá, Gra­ciela, pero vayamos, mejor, al cine. Ve­mos Cumbres borrascosas o Lo que el viento se llevó, y ganamos plata. Graciela me confesó que ella también se aburría.
A las clases del Céline argentino con­currían un montón de mujeres maduras, que se extasiaban cuando el Céline ar­gentino aludía a la semiótica del arte y la cultura, o soltaba nombres imposi­bles como Puig o Deleuze. Y las mujeres maduras, que fumaban cigarrillos ne­gros, le pagaban la cena y algo más a quien tuviera el coraje de metérseles en­tre las piernas. Y para viejas —suspiró Graciela—, ya tenemos bastante con las del trabajo. Los dos nos reímos. Éramos empleados en una oficina que atiende reclamos de jubilados. Y ese trabajo nos deprimía. Uno tragaba, cinco días a la semana, el podrido aliento de los viejos; les soportaba las arrugas, los ojos llo­rosos, los desvaríos de sus esclerosis; el temblequeo, en sus bocas, de los dientes postizos; y cómo tropezaban, en esas bocas, las palabras.
Todo eso se me agolpó, de pronto, en la cabeza: la cara del Céline argentino y las de las mujeres maduras que asistían a su taller literario, el olor de la oficina y la flacura de Graciela. Y la vez que la vi, el verano pasado, con las manos en la panza desnuda de otra loca, que exhibía su monstruoso embarazo al sol. Estaban las dos en la granja del latin lover, y Graciela gritaba, las manos sobre la pan­za desnuda de la otra. Y Graciela se reía como si se fuese a terminar el mundo.
Por un minuto, dejé de pensar. Pegué el oído a la puerta de la cabaña o casa o como se llame a esto, y precavido —en El Bolsón hay que ser precavido, austero y cauteloso—, le pregunté por su pareja. Juan José, dijo ella, y la voz se le quebró. Eso, grité yo. Juan José: ¿qué pasa con Juan José? Graciela, que lloraba, dijo: Me echó. Y lloró tan desesperadamente que no dudé de lo que dijo.
Hará dos años, quizás, unos amigos le escribieron a Graciela. Desde El Bolsón le escribieron. Y Graciela me dio a leer esas cartas. Y Graciela, que sabía que yo tenía unos miles de dólares a interés, en un banco, no paró de preguntar qué esperaba para sacarlos del banco, com­prar un poco de tierra en El Bolsón —co­mo sugerían sus amigos—, y trabajar esa tierra de El Bolsón, y vivir de los dones de la tierra, respirar aire puro, bañarme en riachos de aguas cristalinas, endure­cer el cuerpo en largas caminatas por senderos de montaña, y contemplar el silencio del mundo en la primera hora de la mañana. A Graciela, flaca como es, no le cae mal la lírica.
No espero nada, le contesté. Conozco a mi hermano, y prefiero que me arran­quen el alma a hablar, con él, de esos miles de dólares heredados de papi y mami. Porque si hay un hijo de perra, duro como el hierro, para manejar un negocio, ése es mi hermano. Dueño de un taller mecánico, trabaja dieciséis ho­ras por día. Nunca se cansa. Yo lo visita­ba una vez al año: para la fiesta de Na­vidad. Y él, después de los saludos, me preguntaba qué pensaba hacer con mi vida. Yo le respondía que, en la oficina, era tan feliz como Rockefeller al frente de su imperio. Mi hermano me llenaba el vaso de sidra y, el resto de la noche, yo, para él, dejaba de existir.
Willy, abrí.
Arrimé una silla a la puerta, me senté y, sin soltar la escopeta, le pregunté: ¿Es­tás sola? Ella contestó que estaba sola, pero yo aprendí, en comunión con la na­turaleza, a ser precavido y cauteloso, y me levanté de la silla, y miré el reloj, y eran las diez y media pasadas, y pensé que la temperatura, allí, afuera, debía estar, por lo menos, en los 13 o 14° bajo cero. ¿No me mentís?, le pregunté, cuidadoso en la elección de las palabras. Estoy sola, creéme, dijo Graciela. Y me pareció que gemía. No te escucho, dije yo, sentado en la silla, las piernas estiradas hacia el ho­gar de la chimenea. Ella golpeó en la puer­ta de la cabaña o casa o como quiera que se llame esto. Madera dura la de la puerta, Me echó. Juan José me echó, gritó Gra­ciela. En ese momento, sentí hambre. Me levanté, abrí la puerta de la fiambrera, saqué un pedazo de queso, y me lo llevé a la mesa. Corté, sobre una tabla, parejos, tres o cuatro cuadraditos de queso. Pican­tito, el queso. Y seco y fuerte el vino. Gra­ciela, qué pena, dije, la boca cerca de la puerta de la cabaña o casa o como llamen a esto. Volvé, Gracielita, le aconsejé. Lo de Juan José es un enojo pasajero. Volvé. Ella murmuró, puedo asegurarlo: Vive con Aída. Yo, pese al aullido de la tormenta de nieve, la escuché. El oído es tan selectivo como la memoria.
Willy, abrime. Abrííí, Willy.
            El caso es que entre Graciela, dale y dale con la vida sencilla y pura del hombre que labra su tierra, toma la leche de su vaca, y come el pan amasado con sus manos, y mi hermano, elegí El Bolsón. Mi hermano me dio un par de miles de dólares, sin pronunciar una sola palabra. Como si escupiera en mi cara.
Compré un pedazo de tierra, más cerca del lago Puelo que de ningún otro maldito lugar del universo, y pagué a unos tipos para que me ayudaran a levantar la cabaña o casa o lo que sea esto que, Graciela y yo, usamos para vivir y protegernos del frío, y alabar, exhaustos, cuando nos hablábamos en los meses de otoño e invierno, la fruga­lidad de la existencia campesina. Compré, sin embargo, una vaca Holando Argentina, y conseguí que la cubriera un toro de lujo. Compré gallinas Leghorn. Planté tomate y no sé qué otros frutos que la tierra brinda a quienes son atentos con ella. Envié fotos de la cabaña o casa o como llamen a esto, de los tomates, de la vaca, de las galli­nas, de los huevos de las gallinas, a mi her­mano. No me puedo convencer, escribió mi hermano. Y fue el mensaje más dulce que jamás recibí de él.
Wi-i-i-lly, abrí.
Pero Graciela dejó de exaltar el retor­no a la vida primitiva y la belleza de la nutrición elemental. No se movía de la cama: pretextaba dolores vaginales. Perdí una cosecha de tomates, y algunas gallinas padecieron una peste misteriosa. Una noche, me reprochó que yo hubiera dado mi voto al PPR. Exageraba, como tantas otras veces: ella votó por los pero­nistas. Hoy, todavía, no veo la diferencia. Otra noche, dejó que se apagara el fuego del hogar de la chimenea. Y, otra noche, encontré vacía la cabaña o casa o como se llame a esto. Y un papel sobre la me­sa. Leí, en el papel que escribió Graciela, que ella se iba a vivir con Juan José, que no se fijaba en gastos y regalaba bondad y alegría. No perdí la calma. Simple­mente, me pregunté: yo, ¿qué soy? ¿El hombre de la Biblia que carga con los pecados del mundo? No. Soy, me dije, esto que descubrí que soy: un hombre que se levanta a las tres de la mañana para darle una mamadera de leche a un cordero recién nacido.
Willy, dejame entrar.
Comí otro cuadradito de queso. Te es­cucho, Gracielita, dije.
Silencio del otro lado de la puerta. No por mucho tiempo. La tormenta aullaba. Oh, Willy, lloriqueó Graciela. Sonaba manso su lloriqueo. Yo esperé: ella no era mi hermano. Willy, dijo Graciela, yo no me porté bien con vos.
Le contesté que no era hora de recor­dar el pasado. Gracias a Dios, le dije, tengo lo que necesito. Eso sí, Gracielita: el pan que como me lo gano honrada­mente.
Willy, abrime... Me muero, Willy.
Tiré otro leño al hogar de la chimenea: la leña es cara por estos lugares, pero no me importó. Mis medias de lana humea­ban.
Miré los cuadraditos de queso, la bote­lla de vino y la escopeta en la mesa. To­do limpio y a mano.
Willy, por favor... Abrime, por favor.
Eso está mejor, Gracielita... Quiero que me comprendas: yo no soy un latin lover, alegre, que no se fija en gastos y, tampoco, soy promiscuo ni arrogante. Soy un hombre que trabaja dura, dura­mente, que paga sus impuestos, cuida su huerta y aceita los maderos de su casa. ¿Comprendés lo que quiero decir, Gra­cielita?
Instante de reflexión. Al rato escuché: Willy, hago cualquier cosa que me pidas.
Esa noche abusé del queso, el vino y los diminutivos. En lo demás, fui empe­ñoso y tenaz como lo es un pequeño pro­pietario con su tierra y sus animales.

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