La desgracia llegó la última semana de 1963, cuando
ya hacía rato que Felisberto Hernández la esperaba. Tomó primero la forma de
una inocente pereza que se le declaraba por las tardes, mientras paseaba con su
novia María Dolores Roselló entre los plátanos de El Prado. Sobre Montevideo se
había detenido entonces una marea de calores encarnizados, a los que Felisberto
creía culpables de su desgano. Pero a veces aparecían rachas de fresco y el
cuerpo seguía desconcertado, sin el placer que había sentido siempre al
moverse. Ya no quería sentarse al piano, en el comedor de María Dolores, y
entretener los dedos con las danzas españolas de Granados, como había sucedido
en los primeros meses de noviazgo. Ahora se despedía de ella temprano e iba a
descansar al hotelito de la calle Durazno casi esquina Jackson, donde vivía con
la madre.
Ya desde octubre había
presentido el calor. Se despertaba en medio de la noche, despavorido por las
conversaciones que oía dentro de su cuerpo y que no conseguía silenciar.
—El calor me está llenando
de efervescencia y de malos humores —anunciaba en voz alta, para despertar a la
madre que dormía en la cama de al lado.
—Entonces tienes que
transpirar mucho —decía la madre, y echaba otra frazada sobre Felisberto.
En noviembre se lo notaba
más hinchado y cansino, como si le costara arrastrar aquel terrible peso del
calor que lo acometía por la noche. Casi ya no iba a trabajar ya a la Imprenta Nacional,
donde había conocido a María Dolores en la primavera de 1959 y donde jamás
había logrado trabar otra amistad que no fuera la de ella. Solía levantarse de
la cama a la tarde, para encontrarse con la novia en un café de la esquina. Al
verla, le repetía siempre la misma frase
—Voy a morirme pronto, y la
gloria que no he conocido será tuya.
María Dolores tomaba a
broma la solemnidad de la declaración procuraba distraerlo hablándole de todo
lo que aún no habían leído juntos, de las novelas de Lagerkvist y de las cartas
de Kafka a Milena, pero ya hacía tiempo que Felisberto se había desinteresado
de lo que sucedía fuera de su cuerpo.
Cuando las efervescencias
lo dejaban en paz, tomaba una novela de cowboys y se ponía a estudiar con
paciencia las modulaciones verbales del autor. ¿Cómo organizan sus relatos
estos autores?, solía preguntarle a la novia. ¿Cuál será el revés y cuál el
derecho de las palabras que emplean? Pasaba de una historia de Corín Tellado a
una versión en prosa de La
Ilíada, admirándose de que el número de personajes fuera
igualmente incontable en un texto y otro. Aun en las ficciones no sabía cómo
comportarse ante las multitudes.
Escribir había acabado por
desencantarlo, y durante aquellos meses finales de la desgracia sólo conseguía
borronear unos pocos apuntes en la indescifrable taquigrafía que había
inventado para sí. Empezó a vislumbrar; en cambio, que aún podía hacerse famoso
como concertista de piano, y todos los días se ejercitaba en el comedor de
María Dolores, dejándose llevar por el sueño de los aplausos. Sentía a veces
una ligera protesta de los dedos (primero un murmullo como de agua, luego una
tensión repentina en los músculos de los pulgares), y comprendía que, a través
de esa señal, el cuerpo pedía que lo pasearan por calles arboladas. Felisberto acomodaba
entonces el paño lenci sobre las teclas del piano, bajaba la tapa, y sin
despedirse encaminaba el cuerpo hacia el parque Rodó o lo dejaba reposar en la
platea de un cine. Sentado en la segunda o tercera fila —como lo habían
acostumbrado en la adolescencia—, Felisberto se deleitaba con la visión de Los diez mandamientos o de Ben-Hur,
aunque el film predilecto de aquellas últimas semanas sería Lawrence de Arabia,
que había visto tres veces seguidas en una función continuada.
A fines de noviembre las efervescencias
comenzaron a dolerle. Apenas oscurecía, Felisberto y la madre se asomaban al
balcón, en el hotelito de la calle Durazno, y contemplaban la perezosa subida
de los calores desde el asfalto hacia las azoteas. Abrigado con una camiseta de
frisa, Felisberto perdía buena parte de los humores malsanos durante el momento
de la observación, pero ni aún así lograba que el cuerpo se le deshinchara. Por
el contrario, las esponjas de los músculos se inflamaban cada vez más, a
despecho de las frazadas nocturnas, y los bullicios de la efervescencia le
apretaban tanto el estómago que Felisberto deseó morir.
Poco antes de Navidad tuvo
un desvanecimiento, y la madre lo llevó al consultorio del doctor Purriel, en
el Hospital de Clínicas. Llegaron al mediodía, desolados porque la fuerza del
calor no los dejaba respirar, pero a pesar de la insistencia del médico,
Felisberto no quiso sacarse la camiseta de frisa. Lo único que aceptó fue
arremangarla para que le extrajeran sangre de las venas, ese día y el siguiente.
El 17 de diciembre Purriel
decidió internarlo, y Felisberto supuso que el mero oxígeno del hospital
bastaría para aliviarlo. Lo dejaron una habitación donde ya había otro
paciente, con la promesa de año nuevo iban a mudarlo a un cuarto espacioso, sin
compañía, desde donde pudiera mirar las palmeras del jardín.
—Díganme por lo menos cómo
se llaman estas efervescencias —rogó.
—Púrpura —le mintió el
médico—. Es un desarreglo de los riñones.
Tenía leucemia, y se le
había declarado de manera tan fulminante, que ya era tarde para detener la
enfermedad: consideraban que en un mes, o tal vez en menos tiempo, Felisberto
moriría. Sólo él se mostraba feliz, amparado por el silencio del hospital y por
las transfusiones de sangre que iban apagando poco a poco el tumulto de las
efervescencias. Le prometieron que alguna vez se levantaría, y antes del 3 de
enero ya habían cumplido la palabra: cierta mañana, luego de una transfusión,
Felisberto fue a visitar a Calita, la madre, que se había declarado en estado
de dolencia y había buscado refugio en la casa de Deolinda, su hija mayor.
Al regresar tuvo un vómito
de sangre, y fue preciso darle un calmante para que durmiera. Cuenta María
Dolores que esperaba la muerte con curiosidad, temiendo sólo que el cuerpo se
le volviera púrpura en el velorio y no fuera posible mostrarlo a las visitas.
Cuando lo dejaban solo,
repasaba la historia de su familia, en la que habían abundado los casamientos
de sangre. Primero el misterioso lazo semiconyugal que unía a Felisberto con la
madre, puesto que había preferido la compañía de ella a la de sus múltiples
esposas para dormir la siesta o espantar las pesadillas de la noche; más tarde,
la rara fotografía que lo mostraba junto a su hermana Ronga vestida de novia,
mientras él la contemplaba con ojos enamorados; luego el casamiento de la
propia Ronga con un campesino bonaerense que contrajo ceguera a causa de una
sífilis sin curar; y, en fin, el raro destino de su hija Ana María, que se
había casado con un hijo de Ronga porque él se parecía a Felisberto, y cuyo
primer niño era el retrato vivo del abuelo.
Pensó a cuántas mujeres
había querido de verdad tras el odio enceguecido que sintió por la primera de
su vida, la tía abuela Deolinda que lo despertaba a latigazos. A todas les
había escrito largas cartas de amor y sumisión y las había mantenido con el
corazón en la boca a fuerza de contarles historias maravillosas; a todas —menos
a su madre— las había abandonado cuando sintió que exigían de él algo más que
frivolidades y cortesías. En el fondo, al único ser que se había entregado por
completo era a sí mismo, y quizá por eso era él la única persona a quien había
tratado cruelmente.
Pero ya no importaba nada,
ni siquiera los pesados ramajes del calor que entraban en Montevideo como un
ejército enemigo y que, al no poder molestar su cuerpo, venían a revolverle los
parajes marchitos de su pasado. María Dolores y Ana María se alternaban para
acompañarlo por las noches, aunque él ya no era capaz de distinguir quién era
quién. El 12 de enero, Felisberto vio llegar a la hija vestida de blanco, entre
el coro que formaban las cofias de las enfermeras y los barrotes refulgentes de
la cama. Se incorporó apenas y dijo:
—Ana siempre parece una
virgen.
Después de la frase, se
durmió y su respiración se volvió turbulenta, como si las efervescencias
despertaran de nuevo dentro del cuerpo. Le hicieron una transfusión de sangre y
lo dejaron descansar. A las seis de la mañana, el 13, los secretos ciclones que
tanto había temido Felisberto soplaron sobre su corazón y lo detuvieron. Los
músculos se inflamaron más y más hasta que el muerto quedó en el interior de la
hinchazón, como la crisálida de un gusano de seda.
Felisberto fue el primer
hijo de Juana Hortensia Silva, una chiquilla de quince años que afrontó con
susto el embarazo, sin explicarse muy bien qué oscuras vueltas de la vida la
habían llevado a la maternidad, y es tal vez por eso que el niño nunca aprendió
a crecer del todo ni a desentenderse de las ensoñaciones de la infancia.
Prudencio Hernández, el padre, era un constructor que doblaba en edad a su
mujer. El nacimiento de Felisberto lo había vuelto celoso e intolerante, y dos
años más tarde, cuando a la familia se sumó Deolinda (o Ronga), comenzó a ponerse
taciturno y a no mostrar interés más que por los cálculos de alabañilería.
La casa natal quedaba en el
barrio de Atahualpa, cerca de una plaza inclinada que descendía desde el cerro
de Montevideo. Cuenta Ronga que Felisberto, antes de ir a la escuela, solía
crear “juegos de recuerdo”, que consistían en contemplar un objeto (de
preferencia plantas o caballos) y, luego de un rato, verificar cuál de todos
los jugadores había visto más detalles de ese objeto. Después, cuando aprendió
a leer, inventó lo que Ronga llama ahora “el juego de las terminaciones”, cuya
gracia estaba en disparar una palabra al aire y en descubrirle de inmediato la
consonante. Así, por ejemplo, la vez que Ronga dijo “constancia”, el hermano
respondió: “Esa no, porque le tengo repugnancia”.
Felisberto, cuya escritura
se parece tanto a la de Proust por el encadenamiento de los objetos con los
recuerdos que suscitan, dejó pocos espacios de la infancia sin narrar. De la
casa natal retuvo la imagen de su feroz tía abuela, Deolinda Arocha de
Martínez, “que es gorda, está agachada y saca vino de una pipa”. De la primera
maestra, el infantil deseo de convertirse en pollo para vivir bajo la campana
de sus faldas. De Clemente Colling, su profesor de piano, el azar que había
hecho de él un tuerto, además de ciego, porque si se esforzaba podía ver los
colores con un solo ojo; al otro “se lo habían sacado en una operación, para
tratar de darle vista”.
Nada dijo, en cambio, de
las semejanzas que comenzaron a aparecer entre su infancia y la de la madre, y
de cómo esa repetición de la historia familiar lo marcó para siempre. Hacia
1907, Felisberto y Ronga fueron dejados durante más de un año en casa de la tía
abuela, cuando la madre resolvió irse con don Prudencio a Maldonado, done
estaban construyendo un cuartel militar. Al principio, la vieja fue severa,
pero apacible; poco a poco empezó, sin embargo, a manifestar indiferencia por
la niña y una mala voluntad por Felisberto que acabó transformándose en
inquina. Lo mandaba al almacén, con órdenes confusas, y cuando volvía,
preguntaba al niño qué clase de órdenes había cumplido. La respuesta estaba
siempre equivocada. Antes de mandarlo a dormir le anuciaba:
—Te castigaré con el
rebenque, Felisberto, pero no voy a decirte cuándo.
Los azotes llegaban siempre
por la mañana, y no paraban hasta que la tía Deolinda sentía el batón empapado
en sudor. Cuenta la hermana Ronga que el niño solía prometer grandes
sacrificios a los santos para que lo salvaran del castigo, pero sólo una vez
tuvo ocasión de cumplirlos. Fue un amanecer de calor, entre las cinco y las
seis, cuando no habían cantado los gallos todavía. Ronga despertó y vio que
Felisberto estaba con los ojos abiertos, observando las arrugas de la lona del
techo. Lo oyó rezar. En medio del rezo, la tía Deolinda entró en el cuarto y le
cruzó la boca, con la lonja del rebenque. “Jesús, María y José, ampárenme”,
suplicó entonces el niño, y el segundo latigazo se detuvo en el aire.
Felisberto creyó que la
invocación había surtido el efecto de un milagro, y en agradecimiento dio tres
vueltas de rodillas por el cuarto. Pero a la mañana siguiente, cuando repitió
el conjuro, el rebenque continuó golpeando con la fuerza de costumbre. Medio
siglo después, al enterarse de que el argentino Roberto Arlt era despertado por
su padre de la misma manera, Felisberto volvería a comentar el episodio con
Ronga: “pero el recuerdo se le había ablandado —dice la hermana—, y tenía otro
gusto, como si fuera un alimento en malas condiciones”.
Aquella vez, los hermanos
hablaron también del parecido que había entre la niñez de Felisberto y la de
Calita. La madre había sido criada por la tía Deolinda casi desde recién
nacida, para sustituir a los tíos que habían muerto en una epidemia de viruela,
y en el barrio se tenían sospechas bien fundadas de que a Calita la habían
casado con Prudencio Hernández cuando era casi impúber para sacársela de
encima.
Fue por el mismo motivo que
la tía hizo estudiar el piano a Felisberto. Todas las tardes, desde los nueve
hasta los once años, Calita o Deolinda lo acompañaban a casa de la maestra,
Celina Moulier, y lo depositaban en una sala donde lo principal, aparte del
piano, era una mujer de mármol que Felisberto acariciaba al llegar.
En El caballo perdido, un relato de 1943, se refiere que “Celina traía
severamente ajustado de negro su cuerpo alto y delgado como si se hubiera
pasado las manos muchas veces por encima de las curvas que hacía el corsé para
que no quedara la menor arruga en el paño grueso del vestido. Y así había
seguido hasta arriba ahogándose con un cuello que le llegaba hasta las orejas.
Después venía la cara muy blanca, los ojos muy negros, la frente muy blanca y
el pelo muy negro, formando un peinado redondo como el de una reina que había
visto en unas monedas y que parecía un gran budín quemado”.
Tres vecinas longevas que
chupaban la bombilla del mate a través de un agujero que había en el tul de sus
tocados, la tía Petrona que había aprendido a reírse durante más tiempo que los
demás mortales, Celina y el maestro ciego Clemente Colling son paisajes
naturales de una fauna infantil a la que Felisberto consagró la mayor parte de
su escritura.
No hay en sus cuentos casi
huellas de las improvisaciones de piano a que debía someterse en un cine de
Pocitos, para acompañar los films de Mack Sennett, Theda Bara o Mary Pickford,
de quien Ronga y él vieron emocionados, al menos una docena de veces, Pobre niña rica.
Los conciertos de piano
habían empezado a los doce años, en las sociedades de fomento o en las salitas
de algún club, pero los acompañamientos en el cine llegaron mucho después, en
1917 y 1918, cuando la familia Hernández necesitó el dinero de Felisberto.
“La primera vez ocurrió en
invierno —cuenta Ronga—. Vivíamos en la calle Minas, cerca de la avenida La Paz, y el cine quedaba a unas
cuarenta cuadras, en el lado más lejano de Pocitos. Como no podíamos pagar el
ómnibus, tuvimos que caminar. El frío era terrible, y al principio nos dolían
las piernas, hasta que dejamos de sentirlas. Durante la función, Felisberto
tocaba el piano y tosía, pero cuando no hacía falta la música, él también se
quedaba callado. Al salir, le pregunté que por qué dejaba de toser cuando no
tocaba el piano; me contestó que era por miedo a que mamá se enterara de su tos
y quisiera ponerle ventosas. Siempre tuvo horror de las ventosas, y creía que
las partes del cuerpo donde las habían aplicado ya no servían más que para eso,
para recibir ventosas”.
Por culpa del piano,
Felisberto no aprobó el ingreso a la escuela secundaria y decepcionó a sus
maestros de la escuela Artigas, con quienes había aprendido a “escuchar el
silencio”. A los veinte años alcanzó otros consuelos: pudo zafarse de la
influencia de la tía Deolinda, que se mudó a las afueras de Maldonado, y tomó
la costumbre de dormir la siesta con Calita, la madre, quien seguía teniendo
modales de adolescente a pesar de que le habían nacido otros dos hijos, Ismael
y Mirta. Durante aquellos años, Felisberto vivía sumido en el piano, sin otro
interés que el aprendizaje de nuevas músicas españolas y la domesticación, a
través del ejercicio, de unos dedos que no todos los días se mostraban dóciles.
Cierta vez, luego de una
larga temporada en que el estudio del piano duraba más de diez horas, sintió un
cansancio contra el que no supo defenderse. Enterada la tía Deolinda, lo invitó
a unas vacaciones en Maldonado. Así empezaron las tristezas de Felisberto.
Instalado en un cuarto
espacioso sobre la calle, ocupaba el tiempo en la contemplación de las plantas
y en la lectura de folletines. Por las tardes, cuando el aburrimiento llegaba
al colmo, jugaba a las bochas o tomaba apuntes en un diario. El 7 de septiembre
de 1922 escribió estas líneas: “Entre los que jugaban a las bochas había uno
altísimo. Había quien proponía que, como tenía piernas tan largas, debía dar
solamente dos pasos antes de bochar. Yo me opuse diciendo que el hombre es la
suma de lo que es. Otro dijo que una condición natural como eran las piernas
largas podrá compensar la inteligencia, que era otra condición natural. Otro
dijo que a muchos hombres altos había que unirles los pies a la cabeza, a
manera de alas”.
Fue en Maldonado, entonces,
donde el pianista se descubrió escritor, sin demasiada conciencia de que en el
paso había un sutil cambio de calidad. Parece que Felisberto veía las palabras
de su diario como otra forma de la música, y que nunca pudo zafarse por
completo de aquella confusión. Era tan terco, tan ensimismado, que ya en las
pocas líneas escritas el 7 de septiembre acumuló todas las cualidades que
tendría su escritura, y no las cambió más. Allí asoma la idea del cuerpo como
un doble del propio ser, y el sentimiento de que las partes del cuerpo pueden
vivir vidas separadas; allí despunta también la noción de que los objetos son
criaturas complementarias de los humanos, y que puede aludirse a ellos como si
tuvieran una biografía. Sólo faltan (quizá porque el fragmento de diario es
demasiado corto) unos pocos rasgos: la presencia de las cosas que fluyen —el
agua, los recuerdos—, y la conciencia de que el tiempo es un lazarillo que trae
regalos, comete tonterías y puede quedarse pegado a los hechos “como patas y
alas de insectos en un pantano”.
Aquella primavera de 1922
Felisberto se afeitó la barba rala que lo había acompañado en las primeras
improvisaciones para el cine, pero retuvo de ella un bigote ancho y desparejo,
más oscuro que el pelo. Cuatro años después, cuando nació su primera hija, se
quitó el bigote “en señal de madurez”, dejando al desnudo una cara idéntica a
la de Dustin Hoffman, y con los mismos tics de indolencia y desamparo. Quedó
así convertido en un adolescente, y ya nunca más pudo ser otra cosa.
Un domingo conoció en la
confitería de Maldonado a María Isabel Guerra, que le llevaba más de cinco años
y a quien los para un casamiento de importancia con algún doctor o hacendado de
la región. Felisberto se enamoró en seguida y ella lo correspondió con devoción
maternal. Cuando pidió permiso para la primera visita del novio, el padre de
María Isabel le peguntó que con qué contaba. “Con los dedos”, respondió
Felisberto, sin disimular la carcajada. El desplante cayó mal en la casa de los
Guerra, donde desde entonces lo llamaron “el desequilibrado”. En 1925, hacia el
fin del invierno, pudo por fin casarse en Montevideo. Calita y los padres de
María Isabel emprendieron una guerra sin cuartel contra la pareja, inventando
fábulas de otros amores o intrigas de dinero para separarlos. No se contuvieron
siquiera cuando nació Mabel, el 28 de julio de 1926, y fue tal vez por ese
malhumor del nacimiento que la relación de Felisberto con su primera hija no
conoció más que desdichas.
A los pocos años, la
familia Guerra decidió que el escritor no tenía responsabilidad ni tino para
ser padre de familia, y recluyó a María Isabel con la niña en la casa de
Maldonado, entornando las puertas como si estuviera de duelo. Felisberto no
tuvo más noticias de ninguno de ellos.
En 1949, al regresar de
Europa, se encontró en una calle de Montevideo con un ex condiscípulo de
apellido Di Conca. “¿Sabes, Hernández? —le dijo—. Vamos a ser parientes. Tu
Mabel se casa con mi hijo.”
Felisberto quiso ver
nuevamente a Mabel aunque fuera en la antesala del registro civil, y allí la
aguardó la mañana del casamiento, atormentado porque la ceremonia incluía a
otras cuatro parejas y él no podía reconocer cuál de las novias era su hija. Se
abrazaron al encontrarse, y con las cabezas juntas se prometieron que no
dejarían de verse ni un solo día cuando Mabel volviera de la luna de miel.
Fue así: la recién casada
aprendió de memoria todo lo que había escrito el padre, y recuperó a través de
los relatos la vida en común que había perdido. Pero la desgracia volvió a
separarlos. Hacia 1955, la hija mayor de Mabel murió quemada al derramarse una
olla de leche hirviendo; dos meses más tarde, una segunda niña que vestía un
trajecito de nylon fue alcanzada por una explosión de alcohol: agonizó durante
una semana, sin que Felisberto se moviera del hospital. Cuando también esta
niña murió, quiso acompañar a Mabel hasta la Morgue. Juntos
descendieron por la escalerita estrecha que llevaba al sótano de los menores, y
fue él quien descubrió sobre una mesa de mármol el cuerpo vendado de la nieta.
Mabel no quería separarse del cadáver y permaneció abrazada al mármol durante
más de una hora, hasta que los médicos la apartaron. Felisberto no se movía de
su lado, mudo, con los ojos fijos en el blanco de la pared. Cuando salió, Reina Reyes —que era entonces
su mujer— lo sacó del trance para preguntarle: “¿En qué pensaste todo ese
tiempo? Y no pudo creer que fuera verdad la respuesta que recibió: “Estuve
imaginando un cuento que se titulará Los
dolores ajenos”.
Felisberto, que nunca fue
dichoso del todo, tampoco llegó a conocer la plenitud del sufrimiento.
Entró en el amor al mismo
tiempo que en la literatura. Al regresar de su primera cita d novio a
Maldonado, andaba de café en café escribiendo relatos nuevos u oyendo los
poemas que leían Alfredo y Esther de Cáceres, sus primeros amigos. En la tarde
de los viernes se sumaba Ronga e iban con ella al paraninfo de la Universidad para oír
las clases magistrales de Carlos Vaz Ferreira. A Felisberto le embelesaba más
la cadencia del lenguaje que las ideas positivistas del filósofo, el perfecto
concierto que había entre la voz y los ademanes. Por aquellos días empezó a
leer con entusiasmo los libros de Alfred North Whitehead, y fatigó a los amigos
con las teorías recién aprendidas. La realidad se le mostraba como una suma de
partículas independientes que navegaban en el espacio-tiempo, y los sucesos del
periódico le parecían organismos vivientes, con músculos y sensaciones.
Cáceres quiso presentarlo a
Vaz Ferreira y durante muchos días Felisberto se negó, no por falta de
admiración sino porque su única camisa era un reverbero de hilachas. La tarde
en que estrechó la mano del maestro y cambió con él unas pocas palabras, volvió
a su casa con una raza nueva de deslumbramiento, en la que se confundían el
amor y el gozo de la escritura. Compuso el “Prólogo de un libro que nunca pude
empezar”, y lo dedicó a Vaz Ferreira para que él tuviera una inmediata idea de
cómo era su intimidad. Este es el texto: “Pienso decir algo de alguien. Sé
desde ya que todo esto será como darme dos inyecciones de distinto dolor: el
dolor de no haber podido decir algo de lo que me propuse. Pero el que se
propone decir lo que sabe que no podrá decir, es noble, y el que se propone
decir cómo es María Isabel hasta dar la medida de la inteligencia, sabe que no
podrá decir sino un poco de cómo es ella. Yo emprendí esta tarea sin esperanza,
por ser María Isabel lo que desproporcionadamente admiro sobre todas las casualidades
maravillosas de la naturaleza”.
Incluyó la página en el
primero de sus libros, Fulano de tal,
un folletito del tamaño de la mano, que carecía de tapas y que Felisberto pagó
al cabo de muchas idas y vueltas. Vaz Ferreira lo celebró con una palmada, y María
Isabel no supo qué decirle.
Tras el casamiento,
sobrevivió a fuerza de conciertos. Asistido por un empresario de talla
gigantesca y barba de cardenal florentino, que respondía al nombre de don
Venus, Felisberto honró los pianos de cuanto pueblo sin música quedaba en el
Uruguay, de Bella Unión a Cuñapirú y de Tres Árboles a Velázquez, reposando
sobre los jergones despellejados que conseguía don Venus o acalambrándose los
huesos en las malas “camas de familia” que le prestaban por compadecimiento. Y
a pesar de que cada función iba siendo más sórdida y triste que la otra, y de
que a Felisberto se le borraba el rostro de María Isabel entre las polvaredas
de los pueblos, aún podía darse tiempo para componer música e imaginar nuevas
historias. En esas giras escribió los relatos de Libro sin tapas, que imprimiría en Rocha, a mediados d 1929; los de
La cara de Ana, que editó en Mercedes
al año siguiente, y los cuatro cuentos de La
envenenada, aparecidos en Florida entre 1930 y 1931.
Cuando don Venus le dejaba
un respiro, regresaba a Montevideo y entraba de nuevo en la ronda de los cafés,
poniendo siempre cuidado en llegar a las citas media hora antes, para adaptarse
a los objetos y al bullicio del lugar. En la primavera de 1927 dio su primer
concierto en la capital. Cuenta el diario uruguayo La razón que “en ocasión del
debut en el teatro Albéniz, estrenó el joven pianista dos composiciones de su
cosecha tituladas Festín chino y Borrachos”. Añade, previsiblemente, que
hubo aplausos y que el concertista debió satisfacer a la concurrencia con
“páginas fuera de programa, entre las que se contaba una de su inspiración: Negros”.
Son años tan colmados por
la música y la escritura que la felicidad mal cuidada por Felisberto acabará
rompiéndose. Tras la separación de María Isabel, pasará mucho tiempo antes de
que el consuelo le llegue bajo la apariencia de una pintora, Amalia Nieto, a
quien conoce durante el homenaje que cientos de montevideanos rinden a su
talento de músico, en las salas de Ateneo.
Felisberto se declara enamorado
de inmediato. No quiere que, antes de casarse, los sentimientos se apaguen y
cada cual sepa sin escondrijos cómo es el otro exactamente. Nada de eso: había
logrado que “el mundo se detuviera en un instante preferido” y pensaba demorar
aquella inmovilidad hasta que el mundo pudiera retroceder unos días y volviera
a caer en el mismo instante.
Será un matrimonio
turbulento y no durará más de tres años. Al principio, Amalia vive el amor con
alborozo. Queda encinta y no resta demasiada atención al ocio en que está
sumido Felisberto: ella y su familia se bastan para mantenerlo. Pero en 1938
nace Ana María, y la intimidad de la pareja es turbada por las continuas
intrusiones de don Venus González Olaza, quien organiza conciertos en la Provincia de Buenos Aires
y no quiere prescindir de Felisberto.
Un buen día, Amalia se
planta: le exige al marido que cese los ensayos musicales y las escrituras
interminables; quiere que lleve dinero a casa como un hombre corriente, o que
se vaya. En pocos meses había fracasado la librería El burrito blanco que la
pareja instaló cerca de la playa de Pocitos, en un local prestado. El
responsable de la catástrofe es Felisberto, que se olvidaba de reponer los
ejemplares vendidos o desaparecía con don Venus en las tertulias del centro.
Ahora marido y mujer están llenos de deudas, y los Nieto no piensan seguir
ayudándolos. Felisberto se desespera, sin saber cómo salir del mal trance, y
entre súplicas de perdón y arranques de melancolía, concibe una solución que se
parece al suicidio: vende el piano y deja el fajo de billetes sobre el rincón
desierto del vestíbulo donde ensayaba por las tardes. Es el fin: aquel mismo
día descubre que ya no siente amor por Amalia.
Poco a poco irán llegando
los meses de sosiego. Otra vez junto a Calita, recluido en una pensión de mala
muerte, Felisberto escribe incansablemente las maravillas de El caballo perdido, una larga historia
cuya protagonista es Celina Moulier o quizá, para ser justos, un seductor que
se llama Recuerdo. Los amigos acaban de publicar, por suscripción, el relato
sobre su maestro Clemente Colling, y le aconsejan que le lleve el libro al
poeta Jules Supervielle, que ha llegado a Carrasco huyendo de la guerra.
Felisberto no se atreve y, simulándose mandadero, deja el volumen en manos de
la mucama. Alertado por el pintor Torres García, Supervielle lo lee de un tirón
y escribe al autor esta carta: “Querido señor. Qué placer he tenido al conocer
a un escritor realmente nuevo, que alcanza la belleza y aun la grandeza a
fuerza de “humildad ante el asunto”. Usted consigue la originalidad sin
buscarla para nada, por una inclinación espontánea hacia lo profundo. Tiene
usted un sentido innato de lo que un día será considerado clásico. Sus imágenes
son siempre significativas y, como responden a una necesidad, están siempre
dispuestas a grabarse en el espíritu. Su narración contiene páginas dignas de
figurar en rigurosas antologías —las hay absolutamente admirables— y lo
felicito de todo corazón por habernos proporcionado este libro”.
Felisberto no puede
contener el arrebato en que lo sume la carta y se presenta ya entrada la noche
en casa del escritor, para saciarse de conversaciones e imaginaciones. El
entusiasmo es mutuo: Felisberto pasa de una cita de Whitehead a una reflexión
sobre Buenos Aires, de un chiste sobre el cordón de la vereda a un fragmento de
Petrushka ejecutado en el piano de
cola de la sala: Supervielle le da a leer sus últimos poemas, lo hace cómplice
de sus congojas por la Francia
que ha perdido y jura que algún día entrarán juntos a París, donde todo objeto
es pariente del recuerdo.
Fueron años apacibles. Sin
un centavo en el bolsillo disfrutando de la hospitalidad de Supervielle y de
los mimos de Paulina Medeiros —su última enamorada—, Felisberto no pensaba más
que en escribir. Imaginaba que la creación era un movimiento solitario del
alma, sobre el que no influían los procesos políticos ni las congojas sociales.
Amaba el aislamiento, la pereza, el cuchicheo de las plantas y de los objetos:
la respiración de todo lo que no fuera animal y no acudiera a perturbarle. Era
un individualista en el sentido más extremo de la palabra: tenía la convicción
de que lo bello no podía ser sino bueno, y de que las masas eran “un reptil sin
sosiego, un rodar sin seguridad, un riesgo sin solvencia, un reo sin
salvación”.
Hacia el final de la vida
veía fantasmas comunistas en cualquier recodo del Uruguay. Para denunciarlos o
combatirlos se afilió al Mondel o Movimiento Nacional por la Defensa de la Libertad —una institución
patrocinada por los servicios norteamericanos de inteligencia—, y aceptó dar
tres charlas semanales por Radio El Espectador sobres sus delirios ideológicos.
Algunos viejos amigos de Felisberto tratan ahora de escamotear esos datos para
no echar sombras políticas sobre su memoria.
No es verdad, como pretende
Paulina Medeiros, que Felisberto fuera un analfabeto político y que se
sometiera por candidez o inadvertencia a las intrigas del Mondel, porque para
la delación hace falta algo más que un estómago a prueba de náuseas. Se precisa
cierta sordera en el amor y un sibilino resentimiento contra la especie humana.
Tal vez por eso en las historias de Felisberto hay más objetos que personas y
más curiosidad por el pasado que por el porvenir.
Le costaba tanto escribir
que, al verlo sentado en la mesa del comedor, sumido en la oscuridad y el
silencio, Paulina Medeiros no dejaba de pensar en los dolores de una
parturienta. Al menor ruido, Felisberto se distraía, y tardaba un largo rato en
volver a concentrarse.
Cuando llegó a París, con
una beca del gobierno francés, vivió como enquistado en el hotel Rollin, rue de
la Sorbonne,
sin salir más que rumbo a la embajada guaya o a la casa de Supervielle. A falta
de otro entretenimiento, escribía. Durante los dos años que vivió en Francia,
(1946-48) surgieron Las Hortensias,
las primeras versiones de La casa
inundada, El cocodrilo y algunos
fragmentos de Tierras de la memoria. Una o dos veces al mes, la madre y Paulina
le enviaban encomiendas de yerba, chocolate y carne enlatada, para que
Felisberto no sufriera los rigores del racionamiento. Pero él, desinteresado de
la comida, volvía poco a poco la atención hacia el amor.
Mientras escribía Las hortensias le presentaron a una
modista española, María Luisa Las Heras, a quien empezó a visitar por las
tardes, después de que ella cerraba su taller. Ya en vísperas del regreso a
Montevideo, Felisberto supo que no podría vivir sin aquel amor nuevo y se
desvivió en diligencias diplomáticas para llevar a María Luisa consigo. Tuvo
que esperar seis meses en el Uruguay antes de organizar un casamiento por poder
y de aportar algún dinero para el pasaje de la novia.
A María Luisa la conocieron
pocos montevideanos, porque ella fue la única mujer de Felisberto que desdeñó
los cafés y los cambió por el trajín de una casa de costura. Cerca del parque
Rodó se instaló con otras modistas de buen rango, reservando un pequeño cuarto
en la planta alta donde Felisberto podía escribir sin sobresaltos: para que no
oyera el ruido de las Singer, María Luisa ordenó acolchar los muros y colocar
burletes en las puertas. No duró mucho el encantamiento. En el otoño de 1953 la
española enfermó del corazón y Felisberto no quiso asistirla. Poco a poco fue
retirando de la costurería sus papeles y sus trajes, hasta que no le quedó nada
por llevar, salvo a sí mismo.
Ahora, en este tramo final
de la historia, es preciso observar con atención la atmósfera donde viven los
personajes que van a contar su vida.
De la novelista Paulina
Medeiros conviene retener los biombos chinos del comedor, los adornos dorados
de los muebles, el reloj de péndulo que suena cada cuarto de hora y la
muchedumbre de cartas polvorientas que conserva en el escritorio. Cuando llamo
a su puerta, Paulina atiende compungida, porque el día anterior ha celebrado el
cumpleaños de su madre con masitas, oporto y batatas en almíbar, y a
consecuencia de la fiesta ella ha quedado sorda de un oído y la mucama que la
asiste yace en cama, con el hígado dolorido. Sólo al cabo de un rato sabré que
la madre de Paulina ha muerto hace dos años.
Del otro personaje, la
pedagoga Reyna Reyes, hay que recordar los trémolos de una voz que se emociona
cada vez que nombra a Felisberto, la biblioteca de ladrillos huecos donde él
guardaba sus diccionarios cuando vivieron juntos, y el paisaje del cerro y la bahía
que se dominan desde un balcón al que el escritor debió de asomarse muchas
veces.
Paulina conoció a
Felisberto en enero de 1943, durante un homenaje que le ofreció Radio Águila en
el palacio Salvo. Sin dejar de mirarla, él tocó Festín chino y una farucca
de Manuel de Falla. Luego, mientras ella lo aplaudía, Felisberto se le acercó y
le estrechó las manos.
—Soy viscoso —fue lo
primero que le dijo—. Me adhiero a las cosas.
Al día siguiente,
intercambiaron libros, y al otro día cartas que repentinamente fueron de amor.
Pocas veces hubo paz entre ambos. “Peleábamos tanto —refiere Paulina— que ni
siquiera dormíamos. Siempre creí que Felisberto no me amaba, porque en verdad
parecía no amar a nadie, pero ahora que he vuelto a leer sus cartas, ya no sé
qué pensar. A veces le interrumpía una de sus ensoñaciones para preguntarle qué
significaba yo en su vida; respondía que él era un explorador y yo la selva. Si
le pedía otras explicaciones, se marchaba ofendido.”
A Reyna la conoció aquel
mismo verano en la Torre
de los Panoramas, que había pasado de las manos de Julio Herrera y Reissig a las de Alfredo Cáceres, y donde
en vez de soñar con clepsidras y parques abandonados, los poetas iban ahora a
tomar clases de psicología. Cáceres advirtió que Reyna y Felisberto se habían
entendido bien ya en las primeras conversaciones, y les vaticinó matrimonio.
“Pero yo no creí en el presentimiento —cuenta Reyna— porque Felisberto había
empezado sus amores con Paulina y no tenía ojos para otra persona. Sólo algunos
años después nos vimos a solas, en vísperas de su partida para Francia. Acababa
de comprarse unos maravillosos zapatos de anca de potro, y no cesaba de repetir
esas palabras, anca de potro, fascinado por el vaivén de las aes y las oes. De
todo hablamos aquel día, menos de nosotros mismos.”
Fue en vísperas del viaje
cuando Felisberto se apartó de Paulina. Ella había logrado que los franceses le
ofrecieran tarjetas de racionamiento y descuentos en el ferrocarril, e imaginó
que esas ventajas eran un buen pretexto para acompañar a Felisberto. Pero ni
bien Paulina anunció su intención, el novio le entregó una carta distante,
cuyas primeras líneas decían: “Mi querida, hemos de movernos por separado en
este mundo”. Ella sintió la afrenta y renunció al viaje.
La pasión por Reyna nació
casi diez años más tarde, cuando la pedagoga vivía angustiada por la soledad
—sus dos hijos acababan de casarse—, y Felisberto estaba sumido en la más
descalabrada de las miserias, compartiendo con Calita un subsuelo de la calle
Chaná al 2300, donde los cuartos de los pensionistas estaban separados por
tabiques bajos de madera terciada. Reyna era una matrona diligente que se
repartía entre cuatro empleos; Felisberto, un tinterillo de la Agadu (Asociación General de
Autores del Uruguay), a quien confiaban los peores trabajos de copistería o
mandaban a comprar cigarrillos para que se le aplacara el orgullo. Cierto
domingo, a fines de 1954, Cáceres les dijo a los dos amigos que estaban hechos
el uno para el otro, y ellos le creyeron porque ya no les quedaba ninguna
esperanza por perder. Tuvieron el primer encuentro en un café de Colonia y
Cuareim, y vivieron una despedida de amor en la
Estación Central del ferrocarril, cuando Felisberto
debió viajar a la ciudad de Treinta y Tres llamado por Ismael, el hermano.
De la separación fluyó una
carta tras otra. Reyna suele llorar cada vez que vuelve a la primera, en la que
Felisberto la imagina como una diosa y sueña con mensajes de amor escritos
sobre el pañuelo que ella agitaba en el andén. El epistolario se pobló de
anotaciones mágicas a propósito de todo lo que Felisberto encontraba a su paso:
carretillas, botellas vacías, programas de cine, chaparrones, cortinas rotas.
El 14 de agosto, luego de ver los films Luz en el horizonte y Rebeca, una mujer
inolvidable, le envió a Reyna la platea que había comprado, número 053, con
estos comentarios: “A esa luz del horizonte no la conoceré hasta que me digas
que me quieres” y “¿Cómo puede haber otra mujer inolvidable que no seas tú?”
Reyna cedió por fin al
deslumbramiento de las cartas y se casó con él en un juzgado cerca de la playa
Solís, “entre tanta pobreza que el juez debió poner unos ladrillos para que no
nos enlodáramos al entrar”
Conviene que Reyna tome la
palabra para narrar los días que vendrán, porque ya nada de lo que respire
Felisberto Hernández dejará de ser patético y ninguna felicidad podrá aliviar
su lento noviazgo con la muerte.
“Qué triste historia la mía
—ha dicho Reyna—. Quise actuar con él como mecenas y pagué caro esa tonta
vanidad. Alquilamos una casa en Punta Carretas, cerca de donde yo había vivido
con mis hijos. Nos reíamos todo el tiempo. Felisberto entresacaba el lado
cómico de cualquier objeto, pero sólo sabía hacerlo en la intimidad. Cuando no
conocía bien a una persona o sentía inseguridad ante ella, recurría a los
cuentos. Tenía el maravilloso don de las representaciones. Se vestía con la
ropa de los cuentos para que no se le viera la personalidad ni pudiera
comprometerle nadie el afecto.
“Al poco tiempo de vivir
conmigo, Felisberto me dijo: ‘No puedo dormir más en esta casa, porque pienso
que mamá está sola en una pieza oscura’. Le dije que la trajera con nosotros,
si eso alcanzaba para tranquilizarlo, y así fue. Debí trabajar extra para
comprar los muebles de la señora Calita, pero el esfuerzo tuvo sus
compensaciones: durante un par de meses seguimos siendo felices. Cierto día,
Felisberto me abrazó y dijo: ‘¡Qué remordimiento voy a tener cuando mamá se
muera! Quiero estar solo contigo, y ella no nos deja’. Yo trataba de entender
esas frases oscuras, pero cuando creía haberlo conseguido, Felisberto las
enmarañaba de una nueva manera.
“El 6 de enero de 1957, día
en que cumplí 53 años, mis hijos celebraron la fecha con un asado en la casa
donde habíamos vivido antes del casamiento. Hay allí, en el fondo, un sótano
iluminado apenas por dos ventanas a ras del suelo. Detrás de ese sótano, más
hacia abajo todavía, teníamos una cueva para el depósito, sin forma alguna de
ventilación, con el piso de tierra y los ladrillos a la vista. Hacia la
medianoche, cuando llegó la hora de marcharnos, Felisberto me dijo: ‘Vete tú
con mamá, Reyna. Yo he decidido quedarme en el sótano’. Y no me permitió
replicar.
“Durante algunas semanas lo
vi poco. Hasta que por fin comprendí qué absurda era la situación, y me fui a vivir
al sótano con él. Tapicé las paredes con esteras de junco barnizadas, improvisé
un dormitorio y una pequeña biblioteca de ladrillos. Al poco tiempo, Felisberto
me anunció que no toleraba más el trabajo de la Agadu y que se operaría de
una fístula en el coxis para que le dieran licencia. Cuando volvió del hospital
empezó a soñar todas las noches que mataría al jefe de la oficina, y se dejó
llevar tanto por el sueño que estuvo a punto de convertirlo en realidad. ‘A lo
único que temo —me dijo— es a la promiscuidad de la cárcel, y a que los otros
presos hagan de mí un homosexual’. Le respondí que no se afligiera, que todas
sus preocupaciones quedarían borradas si renunciaba al empleo, y ni siquiera me
dio tiempo a repetirlo. Aquel mismo día se fue de la Agadu.
“A duras penas estiré mi
sueldo para que también pudiéramos mantener a la madre, pero ambos sabíamos que
los sobresaltos del bolsillo no se aguantan demasiado tiempo. Intenté
conseguirle algún trabajo y moví influencias políticas para que le dieran un puesto
público, pero una noche él se escabulló al otro sótano, al que llamábamos la
cueva, y con la luz de una lámpara de kerosén escribió en aquella humedad
sórdida Diario de un sinvergüenza,
que sería la última de sus obras.
“Durante semanas permaneció
en la cueva, sin salir más que para buscar comida. En una de esas ocasiones, le
anuncié que le habían dado un empleo en la Imprenta Nacional
y que debía tomar el cargo cuanto antes. Dócilmente, se lavó y partió, pero al
volver trajo la exigencia de que debíamos mudarnos a la vecindad d la oficina,
para que no se viera obligado a viajar en ómnibus. Así cambié la casa de Punta
Carretas por la de la calle Joaquín Suárez, donde vivo ahora.
“Un día de agosto, en 1958,
me fracturé el brazo derecho al caer en una de esas trampas que tienen los
almacenes para guardar provisiones. Fui llevad de urgencia al hospital y desde
allí envié un mensaje a Felisberto, suplicándole que fuera a verme. Él se
desentendió por completo de mí y llevó tan lejos su apartamiento que acudía a
la casa de Joaquín Suárez, cuando confiaba en no encontrarme, para ir retirando
de a poco sus ropas y sus libros. A fines de aquel año ya no vacilaba en pasear
por las calles del brazo con una nueva novia, María Dolores Roselló.”
Lo velaron en la casa de
Ronga, entre flores que el calor descomponía demasiado rápido y viudas enemigas
que no sabían cómo desencontrarse. Calita, la doliente principal, guardaba cama
en el cuarto del altillo, asistida por María Dolores y Ana María. Reyna, quien
no se había enterado aún de que el juez ya había firmado el divorcio de
Felisberto, apareció temprano en la tarde para anunciar que la única viuda era
ella, pero no cosechó pésames ni consuelos. Sólo Paulina la abrazó, llorando.
El marido ciego de Ronga
ordenó que sirvieran café y anís; María Dolores contó en voz alta que, poco
antes de morir, Felisberto le había enviado una carta llamándola “mi
cocodrila”, y que ahora no podía llorar sin tener presente esa palabra.
Tanto se había ocupado
Felisberto del cuerpo, tanto había contemplado las nervaduras de sus músculos y
las agitaciones de la digestión, que acabó por vivir con él una historia de
amor cuyo final —como el de todas sus aventuras— resultaría patético. El primer
paso del cuerpo fue hincharse de tal modo que no pudieron sacarlo por la puerta
de la casa de Ronga sino por la ventana. El último fue no acomodarse a ninguna
de las fosas que habían cavado los sepultureros del cementerio del Norte, de
modo que debió aguardar dos horas, a la sombra de un árbol, hasta que hubo una
tumba a su medida y un punto final para sus estremecimientos.
(1974)
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