Es
este maldito escozor lo que te impide escribir decentemente, son las
protuberancias de tu cuello. Tragas saliva. Tiemblan tus labios. Adelante,
levanta la mirada, mírate. El espejo grita: “¡Acude a un dermatólogo!”. Tu
trasero no obedece, no se mueve, no va a despegarse de tu cama. ¿Que si allá
afuera alguien la está pasando peor? ¡¿A quién le importa?! Tienes miedo. Es
domingo, nadie va a ayudarte… No pensarás salir así a la calle, acudir a las
puertas de un consultorio cerrado para ser derivado a otro consultorio cerrado…
No. Menos mal.
Oscilación emocional. No sabes si reír o llorar.
Tragas saliva. Tiemblan tus labios. Los malditos pedacitos de piel laten. Dos
segundos entre sístole y diástole. Veintidós tumores rodeando a tu cuello en el
primer conteo, veinticinco en el segundo —sístole—, cuarenta en el tercero
—diástole—.
Llevas años tratando de escribir algo decente, las
teclas suenan, ¡qué prosa más horrible, qué escozor de mierda! Las yemas de tu
mano derecha se rozan unas a otras, cada vez más cerca de tu cuello, cada vez
más... ¡Alto! No vayas a rascarte. No se te o… No te rasques. ¡No te rasques!
Uno... Dos.... Tres…. Cuatro segundos de paz.
De haber obedecido, no estarías sintiendo cómo brota
algo de sangre, y tanta, mucha pus. No habrías abierto y cerrado las gavetas de
tu armario y tu tocador. De haber obedecido, no cubrirías tu cuello humedecido
y viscoso con bufandas improvisadas —pedazos de tela empapados de alcohol, agua
oxigenada y tintura de yodo—. No estarías en medio de tanto desorden. No
ardería tanto. No cambiarías tus prendas cada veinte minutos, para finalmente
quedar sin nada encima, en un estado total de desnudez, no.
Tic-tac, tic-tac.
Cambias una pesadilla por otra. Hallaste la manera de
cubrirte. Metes a ese cuerpo bajo las
sábanas de tu cama. Tápate bien, no vaya a ser que te resfríes. Eso. Deja de
moverte tanto, de cambiar de posición. Eso, quédate de costado, cruza las manos
y aprisiónalas entre tus axilas, dobla un poco más las rodillas. Inhala… Exhala...
Eso. Descansa, duerme, descan… duer..
des… du…
Tic-tac, tic-tac.
Cambias una pesadilla por otra. Hallaste la manera de
cubrirte. El despertador ordena que abandones las sábanas de tu cama. Destápate
con calma, no vaya a ser que te dé un calambre. Eso. Mueve lentamente tus
extremidades, despega las manos de tus axilas, estira un poco más tus piernas,
ahora contráelas y deja que arrastren a tu torso, lentamente, hasta que tu piel entre en contacto con el
aire. Siéntate. Expira… Inspira… Eso. Desp… Abre l… Despier… Abre los o…
Despierta. Abre los ojos.
Tic-tac, tic-tac.
La mañana del lunes ha llegado. El espejo de tu
tocador no necesita luz artificial. Tragas saliva. Tiemblan tus labios. Lanzas
un grito. Lo sostienes. No cesa, no quiere, no va a... Escuchas que alguien
llama a la puerta, el timbre suena, golpean, insisten; se oye una voz varonil
preocupada, es uno de tus vecinos, ya no uno, son dos al otro lado de la
puerta, tres, cuatro…
Tic-tac, tic-tac.
Sí, la mañana del lunes ha llegado. Tragas saliva.
Tiemblan tus labios. No pudiste escribir algo decente. Suena una sirena, es la
policía. Pero no vas a abrirles, no abrirás la puerta a nadie. No sin antes
haberte vestido y maquillado, no sin antes haber cubierto con un velo o un
barbijo esa picadura de araña, esa horrible, esa espantosa roncha situada al
lado izquierdo de tu labio inferior.
Tic-tac, tic-tac.
Así es, la mañana del lunes ha llegado. Menos mal que
no viste esa milimétrica costra en tu cuello. Menos mal, tripodóloga felina, escritorcita
de mierda.
Publicado en la
antología de cuentos bolivianos de terror Nuevos
gritos demenciales, editorial 3600, Bolivia, 2013.
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