Se oyó el pito de la
locomotora y el Jefe de Estación siguió bromeando mientras arrojaba los tejos.
Era el pito del tren de pasajeros.
—¿Apostamos
una jarrita más a los mil quinientos? —dijo el Cura dirigiéndose al Jefe de
Estación.
—¡Listo!
¡Apostado! —replicó éste.
El
Jefe se tomó el borde de la chaqueta con la mano izquierda y arrojó los tejos
lentamente. Los ojos de los demás seguían la trayectoria de las fichas hasta
que daban en el sapo y contaban en voz alta: Doscientos, quinientos,
ochocientos. Le quedaban tres fichas y faltaban setecientos puntos para llegar
a los mil quinientos.
—¡Aquí
está el sapo! —anunció cambiando de postura.
—¡Veremos!
—dijo el Cura.
—Mil
trescientos...mil trescientos... —murmuró el Jefe tomando puntería con el
último tejo.
Lo
arrojó.
—¡Nada!
—gritaron los demás riendo y palmeándole las espaldas.
—¡A
ver, esa chichita!
El
Jefe se volvió a la dueña de la chichería y pidió:
—Doña
Hilaria, una jarrita más, por mi cuenta.
—¿Qué
te ha pasado, Jefe? —preguntó el Tomás recibiendo su vaso.
—No
sé... —replicó éste—. No tiene importancia. Ya ganaremos otra.
—¡Salud!
—dijo el Cura—. Esta es la sangre del Jefe.
—¿Salud!
—corearon todos saboreando la rica chicha del valle.
De
pronto el David tuvo una idea genial.
—Brindemos
por el hijo de la cocinera —dijo. Un estallido de carcajadas acogió la idea del
David.
—¡Magnífico!
¡A la salud del hijo de la cocinera!
—¡Salud!
Se
oyó el pito del tren por segunda vez. Nadie se movió. Tenía que oírse dos veces
más para bajar a la estación.
—¿De
verdad que llega hoy el hijo de la cocinera? —preguntó el Alcalde.
—Así
es —repuso el Jefe de Estación. Ha hecho un telegrama a la Encarna anunciándole su
llegada. Y viene con su mujer.
—De
modo que está casado y que es Doctor.
—¿Doctor?
—abrieron los ojos enormemente—. ¿El hijo de la cocinera Doctor? Deben estar
bromeando.
—No
sé —replicó el Jefe. Sí, dice que es médico. Ha estado en los Estados Unidos
más de veinte años y allí se ha casado.
Charlaban
entre todos mientras los vasos de chicha se vaciaban y se llenaban.
—Sólo
falta que se hubiera casado con una gringa —terció el Tomás.
—Claro
que se ha casado con una gringa —le contestó el Alcalde—. Si allá no hay más
que gringas. ¿O crees que también hay cholas?
—¡Ja,
Ja!... —rió el Tomás—. ¡Qué gringa le va aceptar si es más negro que el pongo!
—¡Y
más feo que un sapo1 —añadió el David.
—Será
de ver al hijo de la cocinera casado con una gringa —comentó el alcalde.
—Yo
no sé —apuntó el Jefe— pero dicen que está casado con una gringa y llegan hoy
los dos.
—¡Ah,
ya sé! —dijo el Tomás después de un momento de silencio—. Es que la gringa debe
ser más fea que él.
—¡Claro,
ahí está la cosa! —Corroboró el David—. La gringa debe ser más fea que él.
Rieron
todos burlándose del doctor y de su mujer mientras los vasos de chicha se
vaciaban y se volvían a llenar.
—¡A
la salud de la gringa! ¡Salud!
Al
cuarto pitazo del tren salieron todos juntos caminando despacio hacia la
estación.
—Volveremos
doña Hilaria —se apresuró a decir el Cura; —que todo quede así.
—No
se tarden —contestó Doña Hilaria, —he preparado una chankka.
Era el pueblito de Belén una
miniatura de pueblo grande. Bonito. Como los pollitos que tienen en pequeño
todo lo de los grandes, así era Belén. Tenía lo indispensable: su Alcalde, su
Jefe de Estación, su Cura, su correísta, su Jefe del partido de Gobierno, su
Jefe de la oposición, su evangelista, su gente decente; tenía además sus dos
chicherías y su peluquero. No pasaban de doce los habitantes varones de esta
metrópoli.
Sus
veinte casas estaban prendidas a la falda del cerro, esparcidas al desorden,
como si se hubieran caído del bolsillo de alguien que subía la cuesta. Este
desorden obligaba a la única calle a ir buscándolas de puerta en puerta. Pasada
la última puerta la calle se estiraba cansada de dar tantas vueltas, y se
convertía en camino que terminaba en la cumbre donde estaba la empresa minera
de Cerro Rico.
Si
no hubiera sido por esta empresa minera que era de cierta importancia, no
habrían tenido la estación del ferrocarril que estaba a la salida del pueblo,
pasando el puente.
Belén
estaba en la mitad del camino del Altiplano al Valle; más bien ya estaba en el
Valle. Allí se daban la mano los vientos fríos de la altiplanicie y los cálidos
y aromáticos del valle. Belén recibía a los pasajeros del tren haciéndoles
venias con sus árboles verdes y frondosos, y presentándoles, como una
bienvenida, sus campos llenos de flores y el aroma de sus limoneros. El viento
helado que había acompañado al tren hasta este punto, lo entregaba a sus nuevos
cuidadores y se volvía al altiplano silbando, silbando…
Esos
doce habitantes de Belén, con sus mujeres y sus niños, con sus sirvientes y sus
colonos, vivían, pues, en la más completa armonía. La sencillez de sus
costumbres había solucionado muchos problemas de los centros modernos. Ellos
eran los productores y al mismo tiempo los consumidores. Sus negocios también
eran sencillos. Mandaban sus productos a los mercados de las ciudades y
recibían dinero de vuelta.
¿Qué
más?
Habían
simplificado la vida. Hasta habían suprimido algunas cosas inútiles, como los
apellidos. ¿Para qué servían? Ellos eran el David, el Cura, el Jefe, la Hilari, La Julia; a los Gringos de
Cerro Rico les llamaban “mister” a secas, y a la “gente decente” —que era una
sola familia que tenía sus propiedades cerca— les decían “don Julito” al
caballero y “señoritas” a las niñas.
Así
era el pueblito de Belén. Bonito.
Se
tomaba chicha y se jugaba al sapo donde la Julia o donde la Hilaria; se hacia día de
campo donde la Encarna;
se compraba aspirinas y remedios donde el evangelista; se comentaba los sucesos
del día donde el Tomás, el peluquero; y se presentaba con orgullo a la Irmiña, la hija del Jefe,
como a la niña más linda de la población.
El
río, que también tenía su nombre, pero que para ellos era simplemente “el río”,
pasaba entre el pueblo y la estación. Un puente de troncos de árboles y de
tablas mal ensambladas unía ambas orillas. En la época de lluvias el río se
llevaba el puente todos los años, y todos los años también los vecinos lo
reconstruían. Esta era parte de su trabajo y de su distracción. Sentían orgullo
de ese río que en épocas de lluvia adquiría fuerza incontenible y causaba
enormes destrozos en las plantaciones y se llevaba la línea del ferrocarril en
varios puntos. Ese era su río; lo tenían por propio, y aunque accidentalmente
pasaba por Belén, puesto que nacía muchos kilómetros arriba, en las
pertenencias altiplánicas, para ellos era suyo, su río. De ahí que los
terribles estragos que causaba en las otras provincias eran considerados como
travesuras de un hijo.
Cuando
el río no se llevaba el puente en las primeras avenidas, se ponían preocupados
y nerviosos. Por las mañanas, antes de saludarse se preguntaban “¿Se llevó el
puente?” y ante la negativa aumentaba su inquietud, como cuando el hijo está
enfermo y no puede hacer demostraciones de sus habilidades y de su fuerza.
Alguna mañana de esas la pregunta encontraba la adecuada respuesta: “¿Se llevó
el puente?” “Anoche”. “¡Ah, bueno!” Respiraban. El hijo estaba sano y fuerte.
Así
era el pueblito de Belén. Bonito.
Veinte
años atrás llegó una vez un tal mister Smith a trabajar en la empresa minera de
Cerro Rico. Como no tenía cocinera se llevó a la Pascuala. Maciza
la india pero fea como el demonio; buena cocinera. Tenía la Pascuala un hijo, un
localla de tres años que andaba casi desnudo por todos los basurales, feo como
su madre.
Después
de cuatro años bajaron a Belén mister Smith y su mujer. Con ellos venían la Pascuala —bien peinada,
limpia. Con delantal blanco y zapatos de medio taco — y el localla, el Andrés,
vestido con overall y con zapatos amarillos.
Aquello
fue motivo para que los vecinos rieran una semana. Pero la gran sorpresa fue
cuando el localla, el hijo de la cocinera, habló con los gringos en inglés.
¡Jesús! ¡El hijo de la cocinera hablando en inglés y la Pascuala con zapatos de
taco. ¡Qué gringos estos!
Dos
años después se fueron todos a los Estados Unidos: los gringos, la Pascuala y el Andrés.
Nunca más se supo de ellos hasta aquella tarde en que la Encarna recibió un
telegrama anunciándole la llegada del doctor Vargas y de su señora. Al
principio no se sabía de quién se trataba, pero luego se descubrió que el “doctor
Vargas” era el Andrés, el hijo de la cocinera.
Cuando “entraba el tren en
agujas” ya estaba el Jefe con su gorra dorada y había llegado don Julito en su
bicicleta.
—¿Ya
sabe la noticia, don Julito? —le espetó el Jefe cuando se cruzaban.
—No,
¿qué pasa?
—Llega
el hijo de la cocinera.
—¿Quién?
—El
hijo de la cocinera, el doctor. Y llega con su mujer, una gringa más fea que el
perro. Pasó delante de ellos la
Maxi (otra de las vecinas) corriendo; tenía puesto su vestido
floreado de llegada de tren y llevaba en la mano una sombrilla rosada con
flecos dorados que perteneció a su abuela. Había que impresionar bien al
doctor.
—Don
Julito, venga, vamos... —le gritó al pasar—; le voy a presentar al doctor. Entró el tren
despacio, majestuoso, en medio de los gritos de los niños, el alboroto de las
vendedoras, de las carreras de los pasajeros, de los platos de comidas. Todo
era movimiento de faldas, de jarras de chicha, de canastas de duraznos, de
asomarse a las ventanillas rostros sudorosos.
—¿Qué
es eso del hijo de la cocinera? —preguntó don Julito.
Pero
el Jefe corría también moviendo de adelante para atrás una banderola roja.
—¡Ah,
es muy interesante! —alcanzó a contestar—. Después le cuento. Venga por lo de la Hilaria... va a haber
chankka.
Cerca
de los coches de primera clase se habían reunido los vecinos. Todos miraban a
la pisadera del coche esperando ver aparecer al hijo de la cocinera.
Primero
bajaron las maletas. Una... dos... tres... cuatro...
—¡Huá!...
se miraron entre ellos.. ¡Este qué tiene!
—Deben
ser las ollas —dijo el David.
Estallaron
en carcajadas. Cinco... seis... siete... La Maxi con sus ponguitos recibía las maletas. De
pronto apareció el doctor y de un salto se planto en el andén.
—¡Doctor!—
le echó los brazos la Maxi.
Era
chato y gordo. Macizo como su madre, y como su madre, feo.
—¡Maxi!
—le retribuyó el saludo abrazándola fuertemente entre sus nervudos brazos.
—¿Y
la señora?
—Ya
baja... ya baja... —respondió sin desprenderse de ella.
Mientras
tanto los vecinos hacían un examen minucioso de él y de sus cosas. Era moreno,
negro más bien; pómulos pronunciados, ojos encapotados, nariz ancha de buldog y
labios gruesos, revueltos, caídos sobre la ridícula barbilla; su frente negra,
angosta, y sus pelos ásperos, rebeldes, gruesos. ¡Era feo el hombre! Pero iba
muy bien vestido. Esto arrancó el primer comentario del grupo.
—¡El
mono aunque se vista de seda, mono se queda!
Rieron
provocativamente.
—Este
si que es sapo, de veras —dijo el Tomás. Nuevas carcajadas saludaron la frase.
—Esperen
a que baje la sapa —terció el Alcalde—. ¡Apuesto una jarrita de chicha a que es
flaca y vieja!
—Va
la jarrita —aceptó el Cura—. ¡Yo digo que es gorda y retacona!
—¡Dos
jarritas a que es tuerta! —estalló el Tomás.
—¡No
sean malos! —intervino don Julito.
Cesaron
los comentarios porque asomó la gringa. Se detuvo un instante sobre la plataforma
del coche mirando la estación, el pueblo, el río, la gente; hizo girar su vista
por los cerros y por los vecinos; respiró ampliamente mirando las nubes y bajó
al andén.
Era rubia como el sol; sus
grandes ojos azules eran claros y hermosos; sus facciones perfectas, su cutis
terso y delicado como la piel de los duraznos, sus labios rojos, ligeramente
carnosos y ardientes. Era esbelta y su esbeltez florecía en sus curvas. Hermosa...
hermosa. ¡Dieciocho años!
Bajaron
la cabeza los vecinos y se alejaron despacio, callados, mudos, atónitos,
pateando piedrecitas por el camino. Se oía el cantar del río y el sol caía a
plomo.
—Don
Julito —llamó la Maxi—,
don Julito, venga, le voy a presentar al doctor.
Bufó
el tren y siguió su carrera hacia los valles. Regresaron los concurrentes por
distintos atajos. Sobre los “valayes” de las vendedoras los quesillos sabrosos,
blancos, frescos, apretados, tenían cierta semejanza con la gringa.
Cuando
llegaron al puente la gringa se detuvo. Una brisa criolla le ciñó las ropas a las
formas. Miró el río. En su semblante se reflejaba una alegría intensa. Miró el
pueblo. Echó su cabellera atrás. Una inefable placidez la embargaba. Volvió a
respirar profundamente con el cuello vuelto hacia los cielos, tenso y delicado,
y sin poder reprimirse corrió a través del puente, como una colegiala,
diciendo:
—¡Oh,
it is wonderful!... ¡wonderful!...
—¿Like
it?... —preguntó su marido.
—Yes,
darling —lo tomó por el cuello y le besó en la boca—. ¡I am so happy!...
Como
el eco que rebota de cerro en cerro, así la noticia de la llegada del doctor y
de la gringa rebotó de pueblo en pueblo. El valle se llenó de comentarios. ¡El
hijo de la cocinera convertido en Doctor y casado con la mujer más hermosa de
los Estados Unidos!
Los
primeros en llegar para ver a la gringa fueron los gringos de Cerro Rico. Luego
vinieron los vecinos de Calamarca y más tarde los de San Pedro. Con el pretexto
de inspeccionar la línea, vinieron los principales ingenieros de la empresa del
ferrocarril. Llegó el Subprefecto de la Provincia para ver el estado de los caminos. El
Director General de Sanidad recordó que su cargo lo obligaba a una inspección
de todo el departamento y optó por comenzar por Belén. Allí comenzó la
inspección y allí mismo terminó.
Como
consecuencia de todas estas visitas el doctor recibió una andanada de
ofrecimientos. La Empresa
minera de Cerro Rico necesitaba urgentemente un médico; el ferrocarril igual. La Sanidad Departamental
precisaba un galeno que supiera inglés. Todos querían llevarse...a la gringa.
Pero
el doctor rehusó todos los ofrecimientos.
—Yo
he venido de los Estados Unidos —les explicó tratando de no herir sus
sentimientos— para vivir en mi pueblo. Me habría sido muy fácil quedarme allá
trabajando en un hospital o en cualquier clínica, pero tenía hambre de esto, de
esto que es mi pueblo, de esto que he añorado tanto... Ustedes me comprenden...
¡Discúlpenme!
Los
del pueblo, conocedores de todas estas propuestas, se enfurruñaron. ¡Qué
demonio! El Doctor era su doctor y la gringa era su gringa. Ellos los habían
visto primero. Así como era su pueblo, su río, su puente, ellos también eran su
doctor y su gringa, ¡ya nadie los iba a mover de Belén!... ¡Canejo!
Instaló
el doctor su clínica con la ayuda de todo el pueblo. La Encarna dio su casa; el
Alcalde dictó una ordenanza nombrándole médico de Belén; Tomás, el carpintero,
hizo el entarimado de los pisos; la
Maxi prestó los muebles; el Jefe puso a su disposición las
líneas telefónicas de la empresa, por supuesto sin que la empresa supiera nada
de ello; don Julito montó la instalación eléctrica con sus propios materiales,
aunque ni en Belén ni en ninguno de los pueblos se conocía la electricidad; en
fin, todos dieron algo para su doctor y para su gringa.
A
los dos meses la casa habitación y la clínica estaban maravillosamente
montados. Las paredes pintadas, los pisos lustrados, las habitaciones
lujosamente amobladas.
En
una esquina del living —palabra rara que trajo la gringa— la sombrilla de Maxi
ostentaba sus flecos dorados.
Su
despensa era un alarde de prodigalidad. Los vecinos se preocupaban de que
estuviera siempre llena. Huevos, leche, quesillos, choclos, papas, legumbres;
el azúcar, el arroz, el té, el café, la crema Nestlé, los bombones ingleses y
las más finas conservas, eran abastecidas por la pulpería del ferrocarril,
aunque en forma misteriosa. Pero allí estaban.
El
doctor y la gringa eran felices. Pero habían perdido su independencia. Ahora
eran propiedad del pueblo. Los vecinos los habían enraizado. Eran su doctor y
su gringa.
Cuando
estuvo todo terminado, los vecinos dieron una fiesta para estrenar la casa y la
clínica. Fue una fiesta que despertó la envidia de los de Cerro Rico, de
Calamarca y de San Pedro. Nunca se había visto una cosa igual.
Pasaban
los días y uno que otro enfermo acudía donde el doctor; la mayor parte de ellos
sufría de dolores de cabeza, de neuralgia o de resfríos. Enfermedades vulgares.
Nadie enfermaba seriamente y la flamante clínica, con su gran mesa de
operaciones, hecha por el Tomás con indicaciones del doctor, ni siquiera era
mirada por los pacientes. Su doctor no tenía la oportunidad de demostrar sus
grandes conocimientos. Esto los tenía desasosegados, intranquilos, preocupados,
como cuando el río no se llevaba el puente.
Para
aumentar esta irritación, los de Calamarca y los de San Pedro, picados por lo
de la gringa y por la fiesta, venían intencionadamente a consultar al
evangelista, menospreciando así al Doctor.
Esto
obligó al Alcalde a reunir una noche a los vecinos para decirles:
—No
podemos tolerar por más tiempo estas cosas. Los de Calamarca y los de San Pedro
se están burlando de nosotros. Tenemos una clínica que es la última palabra en
medicina y sin embargo no lo podemos demostrar. Yo conozco las clínicas de la
ciudad y no hay allí nada parecido. Tenemos nuestro Doctor que es una eminencia
médica en los Estados Unidos y sin embargo nadie acude a él. Los calamarqueños
vienen a comprar aspirinas al evangelista sabiendo que nuestro doctor los
sanaría con sólo ponerles la mano. Ninguno de ellos se enferma de gravedad, ¿y
saben por qué? Por envidia. ¿Vamos a permitir que esto siga así?
—¡Nunca!
—rugieron todos.
—¿Vamos
a dejar que los calamarqueños sigan haciéndose la burla de nuestro doctor, de
nuestra clínica y de nuestra gringa?
—¡Nunca!
—Es
necesario, señores —siguió diciendo el Alcalde adquiriendo una pose y un tono
de orador parlamentario—, con hechos fehacientes que no admiten dudas —esto lo
sabía de memoria y lo decía sólo en las grandes oportunidades—, lo que
significa el viril pueblo de Belén en el desarrollo de la nacionalidad.
—¡Viva
el gran partido liberal! —vociferó el Tomás.
—No
se trata de partidos —prosiguió el Alcalde, volviendo a su tono natural y mirando
despectivamente a éste—. No se trata de partidos. Yo decía que debemos hacer
algo para que el Doctor demuestre sus conocimientos. ¿Cómo? —Paseó su mirada
por la concurrencia deteniéndose en cada uno de ellos—.¡Necesitamos un enfermo!
—añadió—: ¡Un enfermo grave!
Todos
se miraron unos a otros. Estaban gordos, rollizos, llenos de salud. La chicha
los tenía pletóricos.
Siguió
el Alcalde:
—Bien
saben ustedes que la clínica nos ha costado mucho; todos hemos aportado a su
instalación; hemos colaborado a la medida de nuestras posibilidades. Sólo uno
de los vecinos no ha dado nada.
—¡Yo!
—dijo el David levantándose todo ruboroso—. Pero yo no he aportado con nada
porque a todos consta que he estado ausente, en mis propiedades, durante estos
dos meses. Yo lo habría hecho con la mejor voluntad, igual que ustedes...
—No
se trata de eso —le cortó el Alcalde—. Sabemos que lo habrías hecho, pero no lo
has hecho. Pero ahora tienes la gran oportunidad. Tu aporte será el mejor de
todos.
—Francamente,
amigos —habló el David, —yo me siento acortado. Cuando vi la casa y la clínica
creí morir de vergüenza. Pero ahora voy a dar lo que quieran.
—¡Magnífico!
—vibró el Alcalde—. ¡Magnífico! ¡Tú serás el enfermo!
—¿Yo?
—¡Tú!...
¿No ves, Davicho —habló en tono suplicante— que se están riendo de nosotros?
¿No quieres salvar a tu pueblo?
—El
Doctor es un gran médico; ha hecho miles de operaciones en los Estados Unidos.
Sólo necesitamos que haga una operación aquí y entonces van a morir de envidia
los de Calamarca y de San Pedro. ¡Qué te cuesta! Te hace la operación y quedas
mejor que antes.
—¿Pero
qué operación?
—Cualquiera,
eso no importa.
—Pero
una operación es muy peligrosa.
—¡Va!
Para nuestro doctor hacer una operación es la cosa más sencilla.
—No,
no... —se resistió el David—. ¿Y si me matara?
—¡Cómo
te atreves a hablar así de nuestro doctor! —finalizó el Alcalde—. ¡Jesús, dí!
Intercedieron
los demás; se discutió el asunto en todos los tonos y al final el David
accedió:
—Bueno,
pues... ¡qué se va hacer!
Lo
abrazaron todos y comenzaron a circular los vasos de chicha. ¡Estaba salvado el
pueblo! Sólo el David permanecía serio, preocupado. Una hora después, al calor
de los vasos de chicha, volvió el tema. Ya el David con el licor se había
entusiasmado. Ya no le veía la cosa tan negra. A lo mejor hasta necesitaba una
operación. El era bien macho.
—¿Y
de qué lo va a operar? —preguntó el Lucas.
—De
eso vamos a tratar ahora —explicó el Alcalde—. Sírvanle más chichita al David.
Lo
rodearon. Todos querían tomar con él. Era el héroe del pueblo. Más chicha.
—He
oído hablar de una operación que se llama meningitis o una cosa así —apuntó el
Cura.
—¡Oh,
eso es muy fácil! —refutó al Alcalde—. Tiene que ser una operación difícil, una
operación que los haga morir de rabia a los de Calamarca y San Pedro.
—Y
que no se haya hecho nunca en la ciudad —añadió el Jefe.
—¡Claro!
—afirmó el Alcalde—. Si no, no valdría la pena.
—He
leído —intervino nuevamente el Cura—, he leído en un periódico de la ciudad que
hay un doctor Asuero que hace operaciones maravillosas tocándoles el trigémino.
—¡Ahí
está la cosa! —se entusiasmó el Tomás—. ¡Que le toque el trigémino!
—Davicho
—suplicó el Lucas—, ¡que te toque eso!...
Ya
estaban todos medio curados con la chicha. Hablaban fuerte y reían sin motivo.
—¡A
mi no me toca nadie nada! —vociferó el David—. ¡Que me opere si quiere, pero
nada de tocarme eso!
Siguieron
buscando la enfermedad que necesitaba operación en medio de las copiosas
libaciones. Se habló de eclamsia, de parálisis, de fiebres, pero nada
satisfacía al auditorio. Se resolvió que don Julito viajara a la ciudad y que
de allí, hablando con los médicos, trajera el nombre de la enfermedad que
necesitaba operación. Pero debía ser una cosa difícil; algo que no pudieran
hacerlo los médicos del país. Ojalá fuera de difícil pronunciación.
Se
disolvió la reunión al amanecer con la consigna de no hablar del asunto, y se
despidieron de don Julito que al día siguiente partía a la ciudad.
Por
acuerdo unánime y mientras volviese de la ciudad don Julito, se decidió que el
David guardase cama para dar la total impresión de que realmente estaba enfermo
cuando viniese a verlo el doctor. Así, una tarde, cuando los demás jugaban su
acostumbrada partida de sapo, el David se metió en cama.
—¿Qué
tienes David? —le preguntó su mujer alarmada. —¿Qué te pasa?
—Estoy
enfermo.
—¿Qué
te duele hijo?
—Nada.
—Pero
entonces...
—Estoy
enfermo, eso es todo.
—¡Dios
mío. Te prepararé un matecito...
—¡Qué
matecito!... Mi enfermedad es mucho más seria.
—¡Jesús,
David! —Le tocó la frente—. No tienes fiebre… ¿qué tienes hijo?
—No
sé, pues. Tengo que esperar a que llegue don Julito para saber.
Aquello
estuvo a punto de echar por tierra todo el plan. Felizmente la Julia antes de ir donde el
doctor fue donde el Alcalde.
—El
David está enfermo —le dijo asustada.
—¿Qué?
—se hizo el sorprendido— ¿Qué tiene?
—No
sé... está delirando. Dice que tiene que esperar a don Julito para saber qué es
lo que tiene. ¡Dios mío, Señor! ¡Qué hago! ¿O iré a llamar al doctor?
—¡Nunca!...
digo, no todavía. Mañana, hija, mañana.
Cuando
se fue la Julia
se frotó las manos satisfecho. ¡Aquello marchaba!
Aquella
tarde llegó de vuelta don Julito y al día siguiente se reunieron donde el
David. Mientras la Julia
preparaba la sajta hablaron del asunto.
—Bueno
—comenzó don Julito—. He traído una lista completa de enfermedades que
necesitan operación. Escuchen... Cáncer, adenitis, otitis, nefritis,
meningitis, hemorroides, apendicitis, peritonitis, cesárea, extirpación de los
ovarios...
—Pero
esa es enfermedad de las mujeres —interrumpió el Cura.
—Yo
creo que no vale la pena de seguir leyendo, todas terminan en "itis"
—prosiguió don Julito sin hacer caso de la interrupción. ¡Ah, pero debo
advertirles que ninguna de estas operaciones ha sido hecha en el país! Y
algunas ¡ni en el extranjero!
Estaban
contentos y sonrientes, aunque nerviosos. Solamente el David estaba pálido.
—¿Qué
les parece si elegimos una a la suerte? —apuntó el Jefe.
—¿No
hay alguna con nombre largo, difícil de pronunciar? Ese estaría bien —sugirió
el Lucas—. No, no hay; casi todos son “itis”.
—Entonces,
cualquiera. ¿Qué dices tú don Julito?
—Yo
diría éste.... apendicitis. Me han dicho que es muy difícil de operar.
—¡Ese,
pues!.
—A
ver ... esperen —revisó el papel que tenía en las manos y prosiguió—: Aquí
está. Apendicitis: inflamación del apéndice. Síntomas: dolor de estómago,
nauseas, vómitos. El apéndice está situado entre la ingle derecha y el ombligo.
Haciendo presión en este lugar se produce un agudo dolor. Debe operarse de
inmediato, pues puede derivar en una peritonitis que en la mayoría de los casos
es fatal.
—¡Ese!...
¡ese! —gritaron entusiasmados—. No busquemos más. Apendicitis. —Hay algo más
—prosiguió don Julito—. Escuchen: no se ha determinado hasta ahora para qué
sirve el apéndice en el ser humano. No le hace falta.
—¡Estupendo!
—dijo el Jefe—. ¡Eso se llama tener suerte!
—Bueno,
ya no se hable más —terció el cura—. A ver don Julito, explícale bien al David
lo que tiene que decir cuando lo vea el doctor.
—Mira
—le explicó al David acercándose junto a él y descubriéndole el estómago. Todos
se aproximaron. Parecía una clase de anatomía—. Mira: aquí está el apéndice.
Cuando te pregunte qué es lo que sientes, tú dices que tienes vómitos, que te
duele terriblemente el estómago, ¿oyes? Entonces te va a tocar aquí, ¿ves?
Aquí. Eso es todo.
—¿Comprendiste?
—inquirió el Alcalde.
—Claro
—susurró el David con una voz de ultratumba. Le temblaban los labios.
—Pero
no le vayas a decir que es apendicitis —aclaró el Jefe—. Eso tiene que
descubrirlo él.
—Por
supuesto —dijo don Julito—. El David no tiene que decir nada de apendicitis ni
ustedes tampoco.
—Ahora
vamos a ver si sabe —comentó el Tomás frotándose las manos.
—¡Cómo
no va a saber!
—Pero...
¿y si no sabe? Si no descubre qué es apendicitis, ¿qué hacemos?
Una
leve esperanza brilló en los ojos de David.
—En
ese caso no me opero —dijo.
Tocaron
la puerta y entró la Julita
con una jarrita de chicha y una canasta con vasos. Sirvió a todos menos a
David.
—La
sajta está lista —dijo—. Pasaremos.
Levantaron
sus vasos, alegres y entusiastas.
—¡A
tu salud, Davicho! —y salieron.
Por
la puerta entraba un delicioso aroma de perejil, de quilquiña y de locotos.
—¡Hermanitos!
—imploró el David incorporándose en la cama—. ¡Siquiera esta vez más comeré la
sajtita!... ¡Hermanitos!...
—¿Qué? —le atajó el Cura deteniéndose—. ¿Estás
loco? ¿No sabes que el picante es veneno para la apendicitis? ¡Mírenlo!
—Y
le cerraron las puertas.
Promediaba la mañana, una
mañana esplendorosa y ardiente, cuando llegaron los vecinos junto con el doctor
hasta la cama del enfermo. La
Julia había limpiado la habitación. Mientras conversaban de
generalidades el doctor extrajo algunos instrumentos de su maletín. Luego dijo:
—Voy
a examinarlo. Déjenme solo.
Se
trasladaron a la habitación de al lado y cerraron la puerta. Estaban nerviosos.
La Julia quedó
con el enfermo.
Cuando
quedaron solos, el doctor le hizo incorporarse. Le examinó los pulmones, el
corazón, le vio la garganta, le tomó el pulso y constató la temperatura. Todo
andaba normal; sólo el corazón latía apresuradamente.
—Ahora
dime ¿qué es lo que sientes?
—Nauseas.
—Nauseas.
¿Qué más?
—Vómitos.
—¿Te
duele el estómago?
—Sí.
—¿Dónde?
—Aquí
—se tocó la parte indicada.
—¿Te
ha dolido siempre?
—No
sé...
—¡Cómo!...
¿no sabes?
—No...
digo sí... sí.
—Vamos
a ver. Ponte de espaldas. Así ¿Te duele?
—No.
—¿Ahora?
—iba pasando la mano por la parte indicada.
—¡Ay!
—¿Ahí?
—Sí...ahí.
—A
ver, a ver...
Examinó
detenidamente la parte dolorida, unas veces presionando y otras golpeando sobre
sus propios dedos y recorriendo la mano por el abdomen.
—Bueno,
bueno —indicó después del examen—. Que entren.
Entraron
en puntas de pie, ansiosos e impacientes.
—¿Qué
tiene doctor? —preguntó el Cura.
—Bueno,
no hay por qué alarmarse.
—¡Cómo
que no, doctor! —imploró la
Julia—. Este David nunca se ha enfermado.
—Alguna
vez tiene que ser la primera —bromeó el doctor—. Pero no hay por qué asustarse.
Estas cosas les suceden a todos. Si no fuera así, ¿de qué viviríamos los
médicos? Los vecinos se miraron unos a otros. Estaba bromeando el doctor. No
conocía la enfermedad y estaba tratando de esquivar la respuesta. Sólo así se
explicaba su tranquilidad. ¿Se habían equivocado? ¿De dónde sacaron que era una
eminencia médica?... ¿quién les dijo?
—Pero
¿qué es lo que tiene, doctor? —intervino el Alcalde malhumorado. Se estaba
desmoronando su castillo.
—Bueno
—volvió a hablar el doctor lentamente—: Se trata de una apendicitis. Los
nervios les traicionaron y rieron ruidosamente.
—No
hay motivo para reír —manifestó el doctor mirándolos extrañado—. La apendicitis
es una cosa seria. Existe el peligro, si no se trata a tiempo, de provocar una
peritonitis. Nuevamente estallaron en risas.
No
podían controlar sus nervios. Estaban felices porque no se habían equivocado.
Su doctor era realmente un sabio.
—¡Dios
mío! —exclamó la Julia—. Y... doctor...
—¡Hay
que operar inmediatamente!
—Esta
vez estallaron en una tremenda carcajada. Sólo entonces se dio cuenta el galeno
que reían de nerviosidad. La enfermedad del amigo los tenía descontrolados.
—
Vamos a ver — pensó en voz alta mirando su reloj—. Son las once; no hay tiempo
hoy. Mañana lo operaremos a las siete de la mañana.
—¿Lo
operaremos? —preguntó el Lucas.
—Si,
lo operaremos.
—¿Nosotros
también?
El
médico rió sin contestar. Cuando se retiraba le acompañaron hasta la casa.
Estaban felices, alegres, contentos. Su doctor era un sabio ¿Qué irían a decir
los de Calamarca? Pronto tendrían que venir de rodillas a suplicar sus
servicios. Sus nervios estallaban en sonoras carcajadas. Necesitaban
exteriorizar su alegría, gritar, desahogarse; y se fueron donde la Hilaria. Por la
noche, antes de separarse, les recomendó el Alcalde.
—No
se olviden; mañana a las siete. Todos deben venir con su mejor traje. ¡Una
operación es una operación!
Antes
de la hora fijada estuvieron en la clínica. Los recibió la gringa, toda vestida
de blanco con un gorrito también blanco sobre la cabeza. Adentro esperaba el
doctor cubierto con un delantal blanco que le cubría hasta las rodillas. Tenía
un gorrito ajustado sobre la cabeza y una venda de gasa que le tapaba la nariz
y la boca.
Cuando
ingresaba a la habitación que hacía de sala de operaciones, el David, pálido y
desencajado, se volvió a los amigos.
—¡Hermanitos!
¡Hermanitos! —imploró casi llorando—: No se olviden de la Julia y de mi hijita.
En
ese solemne momento nada le importaba de él. Pedía protección para su mujer y
para su hijita. ¡Machazo el hombre!
Quedaron
en el patio, apretujados como un rebaño asustado. Estaban desencajados,
pálidos, temblorosos. No hablaban y tenían miedo de mirarse a los ojos. Sabían
que habían hecho mal; que el David podía morir. Después de todo... ¡qué les
importaba la clínica, ni el doctor, ni la gringa! Con el David se habían criado
juntos desde que nacieron. Todos ellos eran una sola familia, y el David, el
más bueno. Era ardiente la mañana y sin embargo temblaban. Poco a poco
comenzaron a humedecérseles los ojos. Tragaban con dificultad la saliva. Se
apretujaron aún más. Luego se abrazaron estrechamente, como para defenderse y
darse valor.
Dos
horas habían transcurrido en ese silencio cuando se abrió la puerta de la
clínica y apareció el doctor con el delantal salpicado de sangre y sin la venda
de gasa en la boca. Traía en la mano un frasco de vidrio, en él había un cuerpo
extraño.
—¡Miren!
—dijo acercándose y señalando el frasco, que lo mantenía en alto—. ¡Miren...
miren! ¡Podrido! Un día más y habría sido tarde! ¿Ven? Este es el apéndice.
Hemos operado el momento preciso. Como les digo, un día más, digamos mañana, y
la peritonitis habría infectado todo el organismo y el David hubiera muerto.
—¡Pero
entonces... ¿no ha muerto? —salió una voz de angustia desde el grupo.
—¡Ja
ja ja!... —rió el Doctor con toda su cara de sapo—. ¡Ja ja!... ¡De aquí a una
semana va a estar tomando chicha con ustedes! —luego se volvió hacia la clínica
y desde la puerta les hizo una seña, diciendo—: Entren... entren... vengan a
verlo, porque el David se va a quedar aquí una semana. Aquí tiene enfermera, y
además, ésta es la casa de ustedes, es la clínica de ustedes.
Los
condujo hasta la habitación y abriendo la puerta, les señaló.
—¡Ahí
lo tienen! ¡Pasen!
Allí
estaba el David, medio incorporado sobre la cama, sonriente, tal vez un poco
pálido, pero vivo. En la blancura de las sábanas y de las almohadas su cara
quemada por el sol resaltaba contenta. Junto a él, a la cabecera, con el
cabello suelto y ondulado, la gringa le acariciaba la frente.
Entraron
mudos como ovejas, empujándose unos a otros y se situaron alrededor de la cama.
Para ellos todo esto que estaba sucediendo no tenía sentido, era milagro. Las
palabras del doctor sobre la oportunidad de la operación no encontraban asidero
en la sencillez de sus pensamientos. Pero... ¿es que realmente estaba enfermo?
Y luego... ¿cómo era eso de que el David estuviera sonriendo, vivo, se diría
sano, cuando ellos sabían que después de una operación quedaban dormidos, como
muertos, deshechos, destrozados? ¡Santo Dios!. Aquello era milagro. ¡Milagro!
Tenía nomás que ser milagro.
Como
si adivinara sus pensamientos, el doctor les explicó:
—Hemos
operado bajo un sistema moderno. Ya no se necesitan anestésicos como el
cloroformo y el éter para cierta clase de intervenciones: da mejor resultado la
punción. Eso es lo que hemos hecho: una raquídea.
En
ese momento el David levantó ambos brazos y musitó:
—¡Hermanitos!...
Era
la nota que faltaba para derrumbar la fortaleza de aquellos hombres. Cayeron de
rodillas, le tomaron las manos y lloraron, rezaron y rieron. Sus sollozos les
hinchaban el pecho. Ahí estaban esos hombrotes fuertes y rústicos, gordos y
sencillos, buenos y generosos, llorando como niños. Su llanto era un
agradecimiento a Dios, un homenaje al doctor, una explicación de lo que no
comprendían.
Como
lo había predicho el doctor, a los doce días de la operación el David tomaba
sus primeras copitas. Estaba rozagante, fresco, rosado, animoso.
Esparcieron
la noticia por todos los medios de publicidad que entonces se conocía. Corría
el año de 1908. El Jefe avisó al Jefe de la próxima estación, éste al otro y
pronto un periódico de la ciudad publicaba el acontecimiento en letras de
molde. Hablaba la crónica de una maravillosa intervención quirúrgica llevada a
efecto por un pobre médico de pueblo y pedía que las autoridades sanitarias
tomasen cartas en el asunto y enviaran al autor de la hazaña a perfeccionar sus
grandes cualidades en universidades de los Estados Unidos.
Se
reunieron los médicos de la ciudad, alarmados por lo que creían que era un
ataque a su prestigio y a sus conocimientos, y publicaron a su vez un
comunicado en que expresaban que la tal "apendicitis" no se conocía
en esas regiones, y que ni en Europa se hacían tales operaciones que llevarían
indefectiblemente a la muerte a quien se sometiera a ellas; que se trataba de
una fantasía grotesca del cronista y que éste debería ser castigado.
Aquel
comunicado ahogó la inquietud que había despertado la noticia.
Pero
no contaron con los vecinos de Belén. ¿A ellos les iban a ganar con un
comunicado? ¿A ellos que ganaban las elecciones a fuerza de palos y de
machismo? ¡Ingenuos! Ahora les iban a demostrar lo que significaba Belén en el
desarrollo de la nacionalidad. ¿Con que no querían venir, no querían ver y
convencerse con sus propios ojos? Bueno, les harían ver a la fuerza. Les
meterían la verdad por los ojos. ¡A ellos no les iban a venir con florcitas en
el ojal!
Resolvieron
organizar un campeonato de sapo. Así tendrían que visitar los demás pueblos y
allí verían al doctor y al operado. Tenían buenas manos para el juego. El
Alcalde, el David, el Lucas. Y si a la postre perdían ¿qué importaba? Ellos no
lo hacían por el juego. Iban a hacer conocer al doctor y al operado. Hasta
llevarían el frasco con el apéndice.
—Tú
—le dijeron al Jefe— esta misma tarde hablas por teléfono con los Jefes de las
otras estaciones. Les dices que los desafiamos a un Campeonato de Sapo y que
nosotros iremos a cada uno de los pueblos.
—¿Y
si el doctor no quiere ir? —anotó el Tomás.
—Tiene
que ir. Se trata del prestigio de Belén. Ya no es solamente el asunto de la
operación. ¿Y si lleváramos a la gringa?. —intervino entusiasmado el Cura.
—¡Nunca! —Rugieron todos poniéndose de pie—.
¡Eso nunca! ¡La gringa no debe moverse de Belén.
—
Bueno, pero hay una cosa —dijo don Julito cambiando de tema—. El doctor no sabe
jugar.
—¡Oh,
eso no tiene importancia! Lo llevamos de suplente. Total, como no va a jugar...
La
comitiva partió cuatro días después de la conversación. El equipo lo componían
el Doctor, el Alcalde, el David, don Julito, el Tomás y el Lucas. La mitad de
la población.
Había
comenzado la época de lluvias.
Cuatro
semanas duró la excursión por los pueblos de Calamarca, San Pedro, La Florida, Talca y Vinto. El
Jefe seguía, por medio de las comunicaciones telefónicas, las incidencias de la
jira. Por la mañana corría donde el Cura y le hacía conocer los detalles.
—¡Ganamos
en Calamarca! No podía ser de otra manera. Parece que al David le ha sentado la
operación... ¡Qué mano, Dios Santo!...
—Bueno,
bueno... —cortaba el Cura impaciente—, eso no interesa. ¿Qué hay del doctor?
¿Se ha hablado de la operación?
—No
sé... no dicen nada. ¡Ah, no sabes una cosa! Los de Calamarca exigieron que
jugaran todos los de la delegación. Tuvo que jugar el doctor.
Mientras
la jira seguía triunfal. En San Pedro ganaron, lo mismo que en La Florida y Talca. En Vinto
no se jugó porque no estaba don Luis, pero farrearon de lo lindo. A las cuatro
semanas estaban de vuelta, invictos campeones.
Los
esperaban en la estación la gringa, la Encarna, la Maxi, el Cura y el Jefe. Todos ellos llevaban
sendas jarras de chicha.
Antes
de que se detuviera el tren avanzaron a su encuentro y el Cura emocionado, a
gritos, les dio la primera noticia:
—¡El
río se ha llevado anoche el puente!... Ha inundado las sementeras Caloma, se ha
llevado la línea en tres o cuatro sitios y se ha entrado a la finca de Pan
Duro. ¡Ese es río!
Se
abrazaron como si hubieran estado ausentes un año.
—Y...
¿qué tal? —preguntaron ansiosos los que se habían quedado.
—¿Qué
tal el Doctor?
—¡Magnífico!
—contestó el Alcalde—. ¡Estupendo... maravilloso!... En toda la quebrada no se
habla más que de él y del David. En San Pedro lo han levantado en hombros.
Todos querían verlo, tocarlo, tomar con él. ¡Ha adquirido un prestigio colosal!
El
Cura y el Jefe reían felices.
—¿Qué
más?... ¿Qué más?...
—El
Doctor y el David han sentado para siempre la fama de Belén. ¡Qué manos, Dios
mío! —contestó el Alcalde lleno de gozo. Luego tomó la mano derecha del doctor
y la besó frenéticamente—. ¡Esta es mano! ¡Mano bendita! ¡Esta mano es la que
nos ha dado el triunfo.
—¿Cómo?
—se sobresaltó el Cura—. ¿Y la operación?
—¿Qué
operación ni qué niño muerto! El doctor ha resultado el mejor jugador de toda
la quebrada. ¡Ha hecho siete sapos seguidos! ¿Se dan cuenta?... ¡Siete sapos
seguidos! Y el David cinco. ¡Esas son manos, Señor!...
Efectivamente
el prestigio del doctor había crecido como las avenidas, de repente. En los
cinco pueblos no se hacía más que hablar de él. De doce tejos había metido
siete al sapo. Era el campeón de toda la región. ¿La operación de apendicitis?
¡Tonteras! ¿Qué le importaba a nadie la operación de apendicitis? Pero hacer
siete sapos seguidos... ¡eso no se había visto jamás!
Bebieron
y brindaron por las manos del Doctor. ¡Mano Santa! ¡Mano bendita!...
0 Comentarios:
Publicar un comentario