Lee la segunda parte

La vida pasa rápidamente delante tus ojos y los ojos de los demás. Increíblemente, puedes vivir sin ser ya un niño, incluso sin haber concebido a un niño. Aprendes un par de tecnicismos y la gente te escucha con respeto. Pero de repente todo cae, la gráfica deja de estar en ascenso, el órgano que está entre tus piernas deja de funcionar, la velocidad con la que caminas tiende a disminuir, la piel te comienza a colgar, sientes cierta atracción por el suelo ni bien un tipo más joven te sugiere primero jubilación y luego, luego simplemente te despide. Caes.

El peso de los años. Solo recuerdo haber sentido un mareo al ver lo que sucedía en la calle desde la terraza de aquel edificio de catorce pisos, algo de vértigo justificado ante esa serie de sucesos ahogándome. Caí y según me contó mi hermano, caí sobre el cuerpo de una indigente, ella murió, yo acá sigo vivo. Irónico, a pesar de mi situación terminé estando sobre el otro literalmente hablando. Un sepelio humilde, ningún reclamo según me contaron. Yo salí mejor librado, terminé con el codo y el fémur fracturados, nada grave, fracturas cerradas un poco de yeso y sesenta días con sus horas en reposo.

Voy dejando de creer en la meritocracia, en la gente inteligente, ¿será que aquella pobre mujer haya merecido morir así?, ¿será que yo merezco vivir? Al final es cuestión de suerte, de eso o de tomar en su momento una decisión que marque el resto de tu existencia, o en última instancia la existencia de otro individuo. Aprendí muchas cosas inútiles. Dejé pasar oportunidades irrepetibles para aprovechar oportunidades mediocres, de esas que suceden a diario y a toda hora. Que envidia les tengo a quienes dejaron de inspirar, reprimir y exhalar aire con un rostro plácido, esbozando una sonrisa.

Sesenta años de vida y tan solo catorce minutos tuvieron que pasar para escribir esto. Nuevamente me veo invadido por el recuerdo de aquel profesor, de aquella mañana al aire libre. Al parecer para que dicha lección llegue a su fin es necesario que yo muera. Cerraré entonces los ojos, nuevamente contaré hasta diez; y ojala esta vez si halle a la muerte, algo me dice que está escondida en la azotea de este edificio de catorce pisos.

Esta claro, me llevaré muchas dudas a la tumba, pero quisiera al menos llevarme una certeza, la seguridad de que estas palabras serán leídas por un niño. Si es usted un niño, le agradezco la lectura; si es usted un adulto le ruego que pase estas páginas a un niño. El porque de esta mi última voluntad se sustenta en lo siguiente, soy un niño en el cuerpo de un anciano, lástima no poder ser un niño en el cuerpo de un niño, y ya que no puedo ser tal quisiera al menos ser un papel en las manos de un niño.

“El niño es un sonámbulo, solo descubre lo maravilloso del sueño en que vive cuando despierta”. Tal vez he aprendido la lección querido profesor. Tal vez usted querido lector nunca la aprenda.

Inicio… (Clic para leer la primera parte)

El presente cuento fue escrito y editado a tres manos por José Alfredo Fuentes, Luis Enrique Ramos y Alexis Argüello Sandoval; cada una de las tres partes que componen al cuento ha sido publicada en el blog de su correspondiente autor. Para leer la primera parte solo necesita presionar aquí, para leer la segunda parte aquí, y para leer la tercera parte aquí.

0 Comentarios:

Publicar un comentario