Lo vi por primera vez en una lechería del barrio de Palermo. Un establecimiento de esos “atendido por sus dueños”, que abren —subrepticiamente— hasta los días de elecciones. Justo. Al atardecer de un día de elecciones. El lugar importa poco. Lo que se quiere es una siento, descnsar después de dos horas de plantón, frente a una escuela, para “depositar”  el voto, saturada de escepticismo y de llovizna.
            Me gustó el hombre. Me interesó. Quiero decir, como persona, con su chaqueta de cuero raído llena de bolsillos. Más que prenda de vestir parecía un bargueño, un “secretaire”, compartimientos, gavetas, gayolas. Sí, me gustó. Estaba absorto. Dibujaba en una servilleta de papel.
            Se me van los ojos tras la mano de un dibujante. Costumbre del tiempo en que era crítica de arte de “El Hogar”. Por el trazo puedo calificar al artista. Este apretaba un trocito de carbonill, de la buena, “Wotan”, de la que ya no va quedando en plaza, esa aterciopelada que se derrite y acaricia, sin rayar el papel.
            Me dije: “Línea segura. Espontaneidad en el movimiento. Algo inspirado en la escuela sumi-e que continúa la emoción estética en la línea del lápiz o los pinceles.”
            ¿Un cisne? No. Orejas. ¿Un camello? No. Lomo redondo. El anca resbalada. La cola (iba siguiendo el dibujo) la cola gruesa en el arranque terminante en un mechón. Finas, estilizadas las patas. Para la carrera, para el salto. Y partiendo del vientre, como flámulas tensas al viento, listas que parecían ceñirle los flancos.
             ¿Y el hombre? ¿El dibujante? ¿Un globbe-trotter? Parecía el depositario de una secreto maravilloso. Como si entre una multitud de ateos cruzase llevando el Santísimo en su seño. Dejó el dibujo. Miraba lejos, mucho más allá de las paredes; alto, mucho más alto que el techo.
            Y de pronto, se puso de pie —un metro ochenta y cinco más o menos— arrojó unas monedas sobre la mesa y salió.
            ¡Eh, oiga! —lo alcancé a cinco puertas del bar—. Se dejó esto.
            —Ouh… ¡ah!...
            ¿Qué acento? Todos los acentos. Guardó el papel que yo le alargaba en uno de los compartimientos del chaquetón. Dio talón contra talón, se inclinó.
            —Gracias. Janos Kader.
            Como hubiera dicho: “Gracias Napoleón”. O “Gracias Alejandro”.
            La tarde de jacintos húmedos se hacía espesa, fofa, como de hongos.
            Barrio con mala iluminación. Tránsito escaso. Y por primera vez en mi vida oí, entonces, hablar del okapi.
            El eslabón entre la cebra, el corzo y la jirafa. Bello, absurdo, fúgido animal.
            En 1900 fue avistado por el naturalista Hans Homero Steen. Como algunas banderas (pocas) nunca ha sido capturado. Se trata de una bestia rauda y tímida; perfumada y gentil.
            —Un sueño —punté groseramente.
            Sentí en mi piel el frío de su corazón, su dolor.
            —Ahu… Vd. No entiende. —Y pareció desalentado.
            Protesté:
            —Entiendo. Es… una ideación. Algo que puede ser.
            —Que es.
            Me arrastró hasta la luz de un escaparate y comenzó a rebuscar en sus bolsillos.
            —Vea. Tomadas con teleobjetivo, sí, pero…
            Fotografías. Una borrosa mancha negra al fondo de un borroso paisaje gris.
            —Los pigmeos de Kanos —la ciudad de barro— tienen piees… Yo no quiero morir sin sentir “a” mi “mexilla”, el perfumado aliento de okapi.
            —Y ¿el móvil de tan apasionado interés? ¿Científico? ¿Deportivo?
            —Comercial; ahu, puramente comercial.
            A la legua se veía que estaba mintiendo. Se defendía de cualquier sospecha de frivolidad o sentimentalismo.
            —Vd. Sabe. Zoológicos del mundo pagar millones por pareja de okapis. Además, gran estudio. Libro mucho venta sobre aclimatación, costumbres, reproducción en cautiverio. Yo tengo permisión del gobierno belga. Además, reyes locales grandes amigos. Captura, sólo captura; nunca matanza…
            Comprendí que hablaba para sí, para reafirmarse, para oírse. Y recomenzó la loanza de la bestia gentil, cuyo aliento y cuyo paso —por alimentarse preferentemente de hierbas aromáticas y dormir, preferentemente en lechos de musgo— deja tras sí en los bosques congoleños una estela de perfumes.
            Hablaba para sí; pero yo empecé a enamorarme del okapi. ¿Y qué? Francisco Iro se enamoró , así, de oído, de Françoise de Foi.
            —Sólo Vd., acá, en ciudad, no puede comprender…
            ¿Qué sabía él si yo comprendía o no? ¿Acaso cada cual no va detrás de algo? ¿Fama, dinero, okapi, amor? Soñaba.
            Vino a traerme a la realidad la palabra “capitales”. Comenzó a rodar por la conversación. Porque instalar un campamento para la captura de animales, en las selvas del Congo, no es empresa para un hombre solo. Y más cuando persigue un…
            —¿Ideal?
            —Objetivo. Propósito. Bueno, claro, mientras llega la realización del objetivo uno captura gorilas, pitones, kinotrus, búfalos, hienas… Abastecimiento para zoológicos y otros… Año 58 vendido por valor de 58 000 dólares.
            A otro perro con ese hueso de la ambición; al menos transferida en dólares. Ambición, sueño, ideal… Capitales.
            La tarde disolvió sus últimos vestigios de luz. Y en el pizarrón negro de la calle Cabello, James Kader se detuvo y comenzó a pintar a su antojo (con la palabra, claro) la “Iturri’s foresto f Congo”, poblada de ojos que espían, de gritos que amedentran, de roces que hielan entre espesuras de helechos arbóreos, entre fieras, animálculos, medusas, espumas, conjuros. No sé si en medio de todo había un sofá de terciopelo castaño, pro el cuadro resultaba de un puro estilo Aduanero:
           
            Yadwgha tranquilamente adormecida
            goza de un bello ensueño.
            Oye al encantador de serpientes
            que tocala flauta
            mientras, cascada uminosa entre el follaje,
            resbala el plateado reflejo de la luna
            y selváticas sierpes fascinadas
            oyen el mágico son…

Okapi. Okapi. Okapi
            Capitales. Capitales. Capitales.
            Eran otros tiempos. Se venía a la Argentina, en busca de capitales.
            Eran otros tiempos, también para mí. Amigos influyentes. Podían llevarlo hasta otros más influyentes que lo introducirían hasta lo que suele llamarse “altas esferas”.
            Obtenida la ayuda oficial los capitalistas hicieron cola. Janus Koder exhibía credenciales, del “mwami” de Ruanda. Mutara III.
            —¿El “mwami”?
            —Sí. Charles, León, Pierre Rudahigwa. Un joven watusi de 2,10 metros (toda la raza watusi es gigantesca, ¿oriunda del antiguo Egipto?) dominaba sobre Ruanda y Urundi desde el siglo XVI, sobre los autóctonos bahutus* convertidos en esclavos sojuzgados desde cuatro siglos por los señores que, posesionándose de las tierras son por derecho propio principes gobernadores.
            —Como vosotros, argentinos —explicó— una aristocracia de terratenientes pastores… Oh, sí, grandes terratenientesorgullosos y despreciativos… Como vosotros.
            No tuve más remedio que enterarme de muchas cosas:
            Por ejemplo, los watusis no sólo son altísimos sino delgados. Odian la gordura, considerada como signo de plebeyez. Sus mujeres, parecen modeladas con cepillo de carpintero.
            Hombres y mujeres siguen un régimen desnutricio de té, cigarrillos y cuajada. Los más ricos estudian en Oxford; los más inteligentes recitan a Shakespeare ya a Molière. Sus súbditos, los bahutus, en cambio, son achaparrados y fuertes y gozan de un promedio de vida por lo menos diez años superior al de sus amos. También se reproducen más abundantemente.
            Pocos hijos y muerte prematura son signos de aristocracia. ¿Estructura política? Monarquía absoluta con división de clases; feudalismo. Todo watusi es señor; todo bahutu es esclavo (esto se remonta a tiempo atrás, no mucho, algunos años).
            Janos tenía en el compartimiento, arriba izquierda, una foto dedicada. Reproducía la imagen de Mutara III en el umbral de su palacio. Un apolo de bronce con traje de “golfer”. La dedicatoria ponía:

            A mon cher Janus Kader. Moi aussi je crois….
                                   Votre Charles León Pierre.

            El banquete de despedida se sirvió en el “roof” del Eutikes Hotel. Toda la lira: Manto estrellado, omelette, soufflé, etcétera.
            Frente a mí un Janos desconocido, no sólo por el smoking celeste, sino por la amplitud de los proyectos.
            Ellas —las capitalistas consortes— lo oían con arrobamiento, con grititos de aprobación.
            —… pero, gracias a un fortuito encuentro con la encantadora, inteligente, comprensiva…
            ¡Cielos! Me sentí de pronto completamente actinizada. Las flechas de trece ojos —una de las capitalistas consortes era bizca— me traspasaron como a San Sebastián. Trece ojos más o menos mágicos me contemplaron, me sopesaron, me tasaron, con la escasa benevolencia de los profesionales compra-venta. Libertad y Corrientes.
            A cada adjetivo mi situación se tornaba violenta y precaria. Me alegró que los contratos estuvieran ya firmados.
            Y sin embargo, señoras mías, juro que mis relaciones con Janos Kader no traspusieron nunca los lindes de la más desabrida honestidad.
            En el aeropuerto, fue aún peor. Porque, ya sin miramientos, en un arranque que podría calificarse del estribo. Janos Kader me abrazó como si yo fuese un okapi capturado: con transporte.
            Once meses más tarde recibí su primera noticia. Una foto del Campamento Buenos Aires a orillas del lago Kivu, a 1455 metros de altitud.
            Me informaba al mismo tiempo en una nota que componían el campamento, además de su persona, diez fornidos bahutus cedidos por el mwami de Ruanda, a saber: tres armadores de trampas, dos peones de carga, dos monteros, dos ojeadores y un topógrafo. A todos los cuales consideraba y trataba como a colaboradores a los que pensaba beneficiar proporcionalmente en las ganancias no solamente materiales, sino científicas de la empresa. Magna empresa.
            Todo se presentaba magníficamente. Janos Kader rebosaba de optimismo..
            Al cabo de un año, recibí una postal suya fechada en Lieja. Estaba allí —me decía— organizando en colaboración con el sabio naturalista Jacobo Ortiius, el zoológico de la ciudad, mientras trataba de interesar en su empresa africana al industrial más importante de la región del Mosa, principal accionista de la Liege Namus Compagnie del cual esperaba amplia protección y ayuda financiera ya que los cambios de gobierno de “ese gran país vuestro tan inquieto, en nada han favorecido mi trabajo congoleño”.
            Dedicaba a nuestra amistad conceptos encantadores y decía más adelante: “Estoy completamente cierto —así me lo ha predicho el brujo— sabio de la tribu bahutu, hombre más que centenario y extraordinario vidente —que algún día el aliento dulce del okapi acariciará mis mejillas. Y esto será para mi la compensación de todo”.
            También me enviaba la traducción de un antiguo poema, escrito originalmente en lengua protocamística que según su interpretación estaba dedicado por un ignoto poeta, al animal más bello creado por la naturaleza y bendecido por Dios: el okapi.

            Huyendo… la cabeza nimbada por mariposas áureas,
                                                                                  [laminadas
            del sol batido como la hoja de oro.
            Huyendo.
            A las pasturas de las flores perfumadas
            hacia la laguna a beber las estrellas.
            Y ganas a la flecha y al viento, tu cuello de cisne
y anca de guitarra.
Tu salto como el abrir y cerrar del abanico,
Detrás de ti la estela
aroma de ti mismo.
Te persiguen hasta el oculto
escondido rincón de las lilas salvajes
los rebaños de muertes; huye ladrón de vientos,
peinador de cometas, segador de miosotis y de hierbas.
Escóndete, bastezuela de sueño, que para ti es la vida,
el olvido, el secreto,
el fuego de la sangre, el resorte de acero
de la rodilla sin fatiga y el aliento
y el lomo tan flexible, el ala traicionada
y salto cierto.

            Y después nada directo de James Kadler.
            En enero de 1959 en toda el África comenzó a serpear la inquietud. Y estallaron revueltas. En el Congo y las zonas confinantes se extendieron el error y la vehemencia. La libertad tornábase anarquía; la política, intriga; el ideal, venganza y crímenes; el fervor, fanatismo.
            Poblaciones enteras fueron arrasadas. La grande, fatigosa obra espiritual y material de los misioneros, religiosos y laicos, quedaba anulada en horas. La obra de cincuenta años y, a veces de más tiempo aún. La prensa universal reveló, comentó la rebelión de los bahutus, las terribles represalias de los esclavos contra los señores watusis de Ruanda y Urundi. Y supe aquí —tan lejos— del destronamiento y muerte del mwami Mutara III, el Apolo gigante que sabía bailar con ondulaciones de agua, que vestía como un dandy. Guardé páginas de algún diario: “Clima de horrores y rivalidad”. “Abatido por los bahutus el orgulloso pueblo camita altanero, despreciativo, presuntuosamente inteligente, vencido y ultimado por la aplastante mayoría de los esclavos, legítimos y naturales dueños de la región. Un mundo arrogante y caballeresco que muere en el corazón de África”.
            Durante largo tiempo, las Hermanas de la Misión de San José —con casa principal en Uganda— pudieron eludir los ataques a que los blancos eran sometidos por los nuevos gobernantes, gracias a la necesidad que éstos tenían de sus cuidados, medicinas, alimentos, material sanitario y guardería de criaturas desamparadas.
            En febrero de 1964, una revista inglesa reprodujo la dramática aventura de las mencionadas hermanas josefinas. Entrevistadas en la Casa Matriza de Torino (Italia) se lamentaban por haber sido obligadas por sus superiores los R.R. P.P. Ghessienger y Mercure.Merry a abandonar su amada misión.
            Después de atravesar, corriendo todos los riesgos, la provincia de Kivu infestada de rebeldes, las hermanas de San José disculpaban a los “muchachos” —como decían— muchos de ellos ex alumnos, bautizados y cristianos que al cabo de tenerlas tres días contra una pared, a punta de lanza, acabaron consintiendo canjearlas por alimentos.
            La reverenda madre Prudencia de Piccolomini comentaba al cronista:
            —Nunca nos hubiesen hacho daño a no ser por la órdenes que recibían.
            La misma madre Piccolomini aseverada por las otras hermanas y sacerdotes dijo en el reportaje o pequeña conferencia de prensa, que varias veces tuvieron que apartarse de la ruta prefijada, con objeto de evitar encuentros peligrosos con los “collares de piel de mono blanco”. En una de esas ocasiones de desvío advirtieron humo “que procedía de un campamento que el Rey, padre Ghessienger reconoció como el del naturalista Janos Kader, y quiso acercarse a ver si podría prestar un servicio o ayuda al popular cazador incruento conocido en toda la región como “El blanco bueno W.W.”
            Aún angustiada, la hermana Secundina —de la misión de Kigali, recogida al pasar —dijo que saltó del camión la primera. “…y vi un hombre caído en medio de bruces, herido de una lanzada en el costado ya completamente desangrado”.
            A poca distancia en una complicada trampa de tientos ella y so Rosángela, especializadas en ciencias naturales hallaron presa una extraña bestia que describió como “cuello de cisne, patas de corzo, de un bellísimo color caoba y con cintas blanquecinas ciñéndole el cuerpo.”
            Mientras los sacerdotes cavaban una fosa para dar sepultura al difunto y las hermanas rezaban por la salvación de su alma, Rosángela y Secundina destrozábanse las uñas para desatar los nudos y liberar al animal. Pero “debía de llevar varios días de cautiverio porque cruelmente herido y debilitado apenas alcanzó a a dar veinte pasos y fue a caer de rodillas precisamente cerca del cadáver”.
            “Y dejando caer su cabeza exhaló el último aliento junto a la cara semioculta del cazador.”
            No lloré. Hace tiempo que no lloro por los muertos. Pero hubiese querido que el aliento del okapi hubiese perfumado la mejilla de Janos Kader antes de que la muerte la hiciese de piedra.


            *           Bahutus o Hutus: pueblo de raza negra perteneciente al grupo lingüístico cultural bantú.

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