Idealización mediante el ejercicio del recuerdo.
Deleites retrofuturistas, placer, supeditación.
Hacerse de libros memorables, más allá del Canon, se
hace difícil. Hay tanto por leer y tantos prescindibles que siguen escribiendo.
Hay voces que seducen y voces que no. Voces que nos llegan a destiempo y voces
que no deberían habernos llegado nunca. La vida del lector está regida por un
proceso, por una secuencia de sucesos; o por la lectura, si así se quiere.
Antonio Tabucchi, en Un universo en una sílaba, nos recuerda que a diario evocamos
voces, hacemos memoria y, a través nuestras facultades sensoriales, digerimos
recuerdos. Entonces, ya no tengo dudas, comprar un libro es fácil; leerlo es
otra cosa. Leerlo depende de que lo incluya a la sección «Urgentes» de mi
agenda, depende de que al recorrer sus página me olvide de la agenda sin saber,
siquiera, que olvido la agenda… Seducción pura.
Quisiera evocar algo más que libros, quisiera evocar
imágenes que a la fecha no se borran. La del excremento de paloma cayendo sobre
mi cabeza, que finalizaba la lectura del Capítulo I de Teorías de la lectura de Luis H. Antezana J., por ejemplo; pero eso
es otra historia…
La primera impresión es lo que cuenta, entonces, hay
personas a las que no se puede criticar por leer novelas de superación
personal. Cual adolescente, un lector inicial, actúa con ingenuidad y termina
en los brazos de lo que aparenta ser cool;
es el tiempo quien nos demuestra que la lectura de determinado libro implica la
lectura de otro mayor, implica cada una de las lecturas realizadas por el
autor; lecturas que en algunos casos son sugeridas de forma explícita en el
libro de turno. Así una cosa lleva a la otra, lleva a identificar temáticas de
nuestro interés; a pensar que la primera impresión no siempre cuenta; a
renunciar con algunos libros que no merecen mayor esfuerzo que llegar hasta la
página cuarenta; a hacer una lectura rápida —introducción, nudo y desenlace— cuando
revisamos entre los saldos de algún librero; a gratos descubrimientos; a
entender que hay libros que requieren de cierta preparación, requieren de la
lectura de muchos otros libros; a leer los ensayos de nuestro escritor favorito
y descubrir, sólo así, su Canon Personal; a concluir, finalmente, que un
escritor no es más que el intermediario de otro escritor, que hay libros que
releemos porque nos recuerdan a alguien y que los únicos libros que realmente
merecen un espacio en nuestra biblioteca son los que son y serán releídos.
Los Don Juanes se las dan de seductores ignorando que
son ellos los seducidos; ya que es la dama la que elige, no ellos. En la
lectura, cosa similar. La lectura no es un acto pasivo, al contrario, el lector
es quien casi siempre termina ganando más que el que escribe. Roberto
Fontanarrosa, en Puto el que lee esto, lo sabe, sabe que el lector no es su
amigo y que los otros escritores quieren quitarle el pan de la boca a sus
hijos, que la mayor parte de los libros no duran ni un mes en el escaparate y,
sin previo aviso, pasan a la mesita empolvada de saldos. Un libro carece de
vida sin el lector, es el lector quien define su posición frente al mundo desde
sus lecturas, el que hace una lectura intertextual, el que establece relaciones
emotivas; es el lector el que encuentra una voz entre tantas voces. En fin, es
el lector el seductor y no el seducido, él, todo aquel que ha asumio a la
lectura como estilo de vida.
El intermediario es el seductor, el intermediario entre
libro y lectura, el lector y el lecto-escritor. El lector, aquel que salta de
cita en cita, de recomendación en recomendación, aquel que construye un camino
personal, unívoco y único para seducir y pervertir a los que vinieron y a los
que vendrán.
Complementariedad. Borges estaba de acuerdo en que no
existe libro si no existe lector, y viceversa.
Hay días en que uno se encuentra con un libro
vetusto, lleno de separadores de hojas y notas personales, uno de esos libros
que han pasado por más de ocho manos, uno de esos libros que te hacen una
invitación y no aceptan un NO por respuesta, de esos que dan vida nuevamente al
lector y al libro; en ocasiones como esas, se me viene a la mente lo dicho por
John Irving: «Por una sola cosa un lector continúa leyendo. Porque quiere saber
cómo termina la historia».
Es menester aclararlo, no existe una lectura
correcta, ni siquiera la lectura del autor es la correcta; para mí todas las
lecturas son incorrectas; espero estar en lo correcto. Y no sé si Rolf Hochhut,
al decir que «Los marxistas lo único que han hecho ha sido interpretar a Marx
de maneras distintas, pero de lo que realmente se trata es de cambiar su
doctrina» querrá decir lo mismo.
Se me viene a la mente la selección 13 libros que me marcaron en el año, lo
doloroso que se me hace elaborar esa lista. Pienso en lo que debo releer, en
los cien libros que trato de leer al año, en eso de que los libros malos les
pegan a los buenos; pienso en la remota posibilidad de que este texto vaya a
seducir a alguien, en las lecturas que me he perdido por escribir esto y en el
excremento de paloma cayendo sobre mi cabeza, pero eso, eso es otra historia…
Publicado en laletralibre, Año 4, Nº 121, en junio de 2012.
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