Bajo la mortecina
luz de una tarde de otoño encapotada, Martin Stoner marchaba con paso laborioso
por trochas convertidas en pantanos y caminos surcados por carriles que
conducían a no sabía exactamente dónde. Más adelante, suponía, estaba el mar; y
hacia allí parecían decididas a llevarlo sus pisadas. Le habría costado
explicar por qué bregaba hasta el agotamiento por alcanzar aquella meta, a
menos que hubiera sido presa del instinto que en último extremo conduce al
precipicio al ciervo acorralado. En su caso, la jauría del destino sí que
acosaba con porfía implacable. El hambre, el cansancio y la desesperación
tenían embotado su cerebro, y a duras penas le alentaban las fuerzas para
preguntarse por el oculto impulso que lo hacía avanzar.
Stoner era uno de
esos infortunados individuos que parecen haberlo intentado todo; la imprevisión
y la holgazanería innatas siempre se habían interpuesto para malograr toda
posibilidad de éxito, así fuera moderado. Y ahora estaba en las últimas y no
había nada más que intentar. La desesperación no había despertado en él ninguna
reserva latente de energía; por el contrario, el sopor mental lo había ido
invadiendo a medida que declinaba su fortuna. Con la ropa que llevaba puesta,
medio penique en el bolsillo y ni un solo amigo o conocido a quien recurrir,
sin perspectivas de una cama para esa noche o de una comida para la mañana,
Martin Stoner proseguía su penosa marcha, entre setos mojados y bajo las gotas
de los árboles, la mente casi en blanco, a no ser por la vaga conciencia de que
más adelante estaba el mar. De vez en cuando se entremetía otra certeza: sabía
que tenía un hambre atroz. Al cabo se detuvo junto a un portillo abierto que
conducía a un huerto espacioso y bastante descuidado. No se notaban muchas
señas de vida, y la casa al otro lado del huerto parecía fría e inhospitalaria.
Sin embargo, empezaba a lloviznar; y Stoner pensó que allí quizás podría
guarecerse un rato y comprar un vaso de leche con la última moneda que le
quedaba. Entró con pasos lentos y cansinos al jardín y recorrió el caminito
empedrado hasta una puerta lateral. La puerta se abrió antes de que llamara, y
un viejo encorvado y de aspecto marchito se hizo a un lado, como dándole paso.
—¿Puedo entrar
mientras llueve? -comenzó a decir Stoner, pero el viejo lo interrumpió.
—Pase, amo Tom.
Sabía que usted regresaría un día de estos.
Stoner tropezó al
cruzar el umbral y se quedó allí, mirando al otro con asombro.
—Tome asiento
mientras le preparo algo de comer —dijo
el viejo, trémulo y obsequioso.
Las piernas de
Stoner se doblaron de puro cansancio, y se derrumbó en el sillón que el otro le
arrimara. En un minuto estuvo devorando la carne fría, el pan y el queso
puestos en la mesa del lado.
—No ha cambiado
mucho en estos cuatro años —prosiguió el viejo, con una voz que a Stoner le
pareció salida de un sueño, lejana e inconexa—; pero a nosotros sí nos va a
encontrar muy cambiados, ya lo verá. Aquí no queda nadie de los que había
cuando usted se marchó; nadie, aparte de mí y de su vieja tía. Iré a decirle
que usted vino; no lo va a recibir, pero va a permitirle que se quede, sin
problemas. Siempre dijo que si regresaba se podía quedar, pero que nunca
volvería a verlo o a dirigirle la palabra.
El viejo puso una
jarra de cerveza en la mesa que Stoner tenía al frente y salió rengueando por
un largo pasillo. La llovizna se había convertido en una tempestad furiosa que
azotaba con violencia puertas y ventanas. El vagabundo se estremeció al pensar
en el espectáculo de la costa bajo aquel aluvión y con la noche tragándoselo
todo. Remató la comida y la cerveza, y aguardó allí, aturdido, a que volviera
su extraño anfitrión. A medida que el reloj de péndulo marcaba los minutos, una
nueva esperanza empezó a titilar y a crecer en la mente del joven; se trataba
tan sólo de la ampliación de sus saciadas ansias de comida y un rato de
descanso, ahora convertidas en el anhelo de pasar la noche bajo el asilo de
aquel techo aparentemente hospitalario. El chancleteo de unos pasos por el
corredor anunció el regreso del viejo criado de la granja.
—La vieja ama no
lo va a recibir, amo Tom, pero manda decir que se quede. Con toda razón, ya que
la granja va a ser suya cuando a ella la entierren. La chimenea de su cuarto
está prendida, amo Tom, y la criada le tendió la cama con sábanas limpias. Ya
verá que nada ha cambiado allá arriba. A lo mejor está cansado y quiera subir
ya.
Sin decir
palabra, Martin Stoner hizo un esfuerzo para ponerse en pie y seguir a su ángel
servidor por el pasillo, por una escalera corta y rechinante y por otro pasillo
que daba a una alcoba espaciosa y alegrada por el fuego vivo del hogar. Había
pocos muebles, escuetos, anticuados y buenos en su género. Una ardilla disecada
en una urna y un almanaque de pared de hacía cuatro años eran casi los únicos
indicios de decoración. Pero Stoner tenía ojos para poca cosa fuera de la cama,
y le costaba aguantarse las ganas de arrancarse las prendas y arroparse en sus
cómodas entrañas con la sensualidad de aquel cansancio. Tal parecía que la
jauría del destino le había concedido una corta tregua.
A la fría luz de
la mañana, Stoner echó a reír tristemente mientras volvía a caer en cuenta de
la situación en que se había metido. Tal vez podría hacerse a un bocado de
desayuno en virtud de su parecido con el otro holgazán ausente y ponerse a
salvo antes de que alguien descubriera el fraude que se había visto obligado a
cometer. En el cuarto de abajo encontró al viejo encorvado, que ya tenía listo
un plato de huevos con tocineta para el desayuno del "amo Tom", al
tiempo que una criada entrada en años y de rostro adusto traía una tetera y le
servía una taza de té. Al sentarse a la mesa, un perrito de aguas se le arrimó
con muestras de amistad.
—Es el cachorro
de la vieja Bowker —explicó el anciano, a quien la criada adusta había llamado
George—. ¡Con el cariño que le tenía a usted! No volvió a ser la misma después
de que usted se fue para Australia. Murió hace como un año. Este es el
cachorrito.
Stoner encontró
difícil lamentar su fallecimiento; la perra habría dejado bastante que desear
como testigo de identificación.
—¿Desea dar una
vuelta a caballo, amo Tom? -fue la asombrosa propuesta que emitió el viejo a
continuación—. Tenemos una fina yegua
roana, buena para montar. A la vieja Biddy ya le están pesando los años, aunque
todavía anda bien; pero voy a hacer que ensillen a la roana y se la traigan a
la puerta.
—No tengo cosas
de montar —balbució el tránsfuga, al borde de la risa cuando miró su única muda
de ropas desgastadas.
—Amo Tom —dijo el
viejo con toda seriedad, casi con cara de ofendido—, todas sus cosas están
exactamente como las dejó. Bastará con orearlas un poquito frente al fuego. Le
servirá de distracción montar un poco y cazar por ahí de vez en cuando. Ya verá
que la gente por acá tiene opiniones duras y resentidas sobre usted. No han
olvidado ni menos perdonado. Nadie va a acercársele, así que lo mejor será que
usted se las apañe para distraerse como pueda con perros y caballos. Ellos
también son buena compañía.
El viejo George
salió a impartir sus órdenes, y Stoner, más que nunca sintiéndose en un sueño,
subió a inspeccionar el ropero del "amo Tom". Las cabalgatas eran uno
de sus placeres más entrañables; y si era cierto que ninguno de los antiguos
compañeros de Tom iba a concederle un escrutinio detallado, contaría con alguna
protección contra el descubrimiento de su impostura. Mientras el intruso se
ponía unos pantalones de montar tolerablemente ajustados, se preguntaba con
vaguedad qué clase de fechoría había cometido el verdadero Tom para que toda la
campiña se pusiera en su contra. Las sordas pero briosas pisadas de unos cascos
en la tierra mojada interrumpieron sus especulaciones. La yegua roana esperaba
frente a la puerta lateral.
"¡Hablando de
mendigos a caballo...!", pensó Stoner mientras trotaba con rapidez por las
empantanadas trochas que la víspera había recorrido en calidad de astroso
vagabundo; y, desechando con indolencia estas meditaciones, se entregó al
placer de andar a paso largo y sentado por la orilla enyerbada de un trecho
plano del camino. Frente a un portillo abierto cedió el paso a dos carretas que
entraban a un sembrado. Los muchachos que manejaban las carretas tuvieron
tiempo de dirigirle una larga mirada; y al pasar alcanzó a oír una voz excitada
que decía: "¡Es Tom Prike! ¡Lo reconocí ahí mismo! Conque otra vez
asomando la cara por aquí, ¿no?"
Era evidente que
el parecido que había engañado de cerca a un viejo decrépito servía también
para confundir desde cierta distancia a dos muchachos.
En el transcurso
de la cabalgata recibió abundantes pruebas que confirmaban la afirmación de que
los vecinos no habían olvidado ni perdonado el pasado delito que el Tom ausente
le había dejado por herencia. Torvas miradas, rezongos y codazos disimulados lo
saludaban al toparse con la gente. El cachorro de Bowker, que trotaba feliz al
lado suyo, parecía ser la única nota de amistad en ese mundo hostil.
Al desmontar
frente a la puerta lateral tuvo un vistazo fugaz de una mujer enjuta y entrada
en años que lo espiaba detrás de la cortina de una de las ventanas superiores.
Era claro que aquélla era su tía por adopción.
Durante la
copiosa comida del mediodía que lo aguardaba lista, Stoner tuvo tiempo para
reflexionar sobre las posibilidades de su extraordinaria situación. El
verdadero Tom, tras cuatro años de ausencia, podría aparecerse de improviso por
la granja, o en cualquier momento podría llegar una carta suya. ¿Además, en su
calidad de heredero de la granja, el falso Tom podría ser llamado a firmar
algún documento, cosa que lo pondría en un atolladero. O podría llegar algún
pariente que no imitara la actitud retraída de la tía. Cualquiera de estas
cosas lo desenmascararía ignominiosamente. Por otro lado, la alternativa eran
el cielo abierto y las trochas pantanosas que conducían al mar. La granja le
ofrecía, en todo caso, un refugio pasajero contra la miseria total; la
agricultura era una de las muchas cosas que había "ensayado", así que
estaría en capacidad de realizar ciertas faenas a cambio de esa hospitalidad a
la que no tenía gran derecho.
—¿Desea pernil
frío para la cena —le preguntó la criada de rostro adusto mientras quitaba la
mesa—, o prefiere que se lo calienten?
-Caliente y con
cebollas -dijo Stoner.
Fue la única vez
en su vida que tomó una rápida decisión. Y al dar la orden supo que tenía
intenciones de quedarse.
Stoner se
circunscribió estrictamente a las partes de la casa que parecían haberle sido
asignadas por un tácito tratado de deslinde. Cuando participaba en las tareas
de la granja, lo hacía como alguien que recibía órdenes, sin tomar nunca la
iniciativa. El viejo George, la yegua roana y el cachorro de Bowker eran sus
únicas compañías en un mundo que por lo demás se le mostraba frío, silencioso y
hostil. No veía a la dueña de la granja. Cierta vez, al enterarse de que había
ido a la iglesia, realizó una visita furtiva a la sala con el objeto de obtener
algún conocimiento fragmentario del joven cuyo lugar había usurpado y cuya mala
fama se había echado sobre sus espaldas. Había numerosas fotografías colgadas
en las paredes o pegadas en marcos austeros, pero la imagen que buscaba no
estaba entre ellas. Por fin, en un álbum escondido, encontró lo que buscaba.
Había una serie completa bajo el rótulo de "Tom": un niñito regordete
de tres años, con una túnica de fantasía; un desgarbado muchacho de unos doce
años que sostenía, como si le repugnara, un bate de críquet; un joven de
dieciocho, bastante bien parecido, de pelo muy liso y partido a la mitad; y,
por último, un hombre joven, de semblante más bien hosco y atrevido. Stoner
miró con especial interés este último retrato; el parecido era innegable.
Por boca del
viejo George, que era harto parlanchín sobre la mayoría de los temas, trató una
y otra vez de enterarse acerca de la naturaleza de la ofensa que lo segregaba
como una criatura cuyos semejantes debían odiar y esquivar.
—¿Qué dice de mí
la gente de los alrededores? —le
preguntó un día mientras marchaban de regreso a casa desde un campo distante.
El viejo sacudió
la cabeza.
—Están
disgustados con usted; terriblemente disgustados. ¡Ay, es un triste lío, un
triste lío!
Y nunca pudo ser
inducido a decir nada más esclarecedor.
En una noche
despejada y fría, pocos días después de las fiestas de Navidad, Stoner se
encontraba en un rincón del huerto que dominaba una espaciosa vista de la
campiña. Aquí y allá podía divisar los destellos de lámparas y velas que
revelaban la existencia de moradas humanas en las que imperaban la buena
voluntad y el regocijo de la época. Tras él estaba la triste y silenciosa casa
donde nadie reía, donde hasta una riña habría parecido un acontecimiento
alegre. Cuando volvió la cabeza para mirar la larga y gris fachada del edificio
envuelto en las penumbras, una puerta se abrió y el viejo George salió
precipitadamente. Stoner oyó que llamaba su nombre adoptivo en un tono de
urgente ansiedad. Supo al instante que algo adverso había ocurrido, y en una
rápida inversión de perspectivas aquel refugio le pareció un lugar de paz y de
contento, de donde temía que fueran a expulsarlo.
—Amo Tom —dijo el
viejo en un ronco susurro—, tiene que perderse de aquí sin hacer bulla, por
unos cuantos días. Michael Ley volvió al pueblo y jura que le va a dar un tiro
si puede dar con usted. Y de veras es capaz; tiene mirada de asesino. Lárguese
al amparo de la noche. Es sólo por una semana o algo así; el no va a estar más
tiempo por acá.
—Pero, ¿adonde
voy a ir? —balbució Stoner, que se había contagiado del patente terror del
viejo.
—Vaya derecho por
la costa hasta Punchford y quédese escondido allá. Cuando Michael ande lejos,
yo llevo la roana al Green Dragón en Punchford. Cuando usted la vea en las
pesebreras del Green Dragon será la señal de que puede volver.
—Pero... —vaciló
Stoner.
—No se preocupe
por dinero —dijo el otro—; la señora está de acuerdo en que es mejor que usted
haga como le digo y me ha entregado esto.
El viejo sacó
tres libras esterlinas de oro y algunas monedas de plata.
Stoner se sintió
más tramposo que nunca cuando se escabulló esa noche por la puerta trasera de
la granja con el dinero de la anciana en el bolsillo. El viejo George y el
cachorro de Bowker se quedaron plantados en el patio, mirándolo en silenciosa
despedida. Le costaba imaginarse que regresaría alguna vez y sintió una punzada
de remordimiento por esos dos humildes amigos que esperarían con anhelo su
regreso. Quizás un día regresaría el verdadero Tom y entre aquellos sencillos
campesinos cundiría el asombro respecto a la identidad del oscuro personaje que
habían hospedado bajo su techo. En cuanto a su propio destino, no sentía
apremio alguno: tres libras duran poco cuando no hay nada que las respalde,
pero a un hombre que ha contado en peniques todo su capital le parecen un buen
punto de partida. Los caprichos de la fortuna le habían jugado una buena pasada
la última vez que recorriera aquellas trochas como un perdido aventurero, y
todavía había probabilidades de encontrar trabajo y empezar de nuevo. A medida
que se alejaba de la granja su ánimo subía más y más. Había cierta sensación de
alivio en recobrar la identidad perdida y dejar de ser el incómodo fantasma de
otro hombre. Difícilmente se tomaba la molestia de especular sobre el enemigo
implacable que había venido de los quintos infiernos a meterse en su vida. Ya que
esa vida había quedado atrás, un detalle irreal de añadidura no importaba mayor
cosa. Por primera vez en muchos meses empezó a tararear una melodía frívola y
alegre. Y entonces, de la sombra de un roble a la vera del camino, le salió al
paso un hombre armado con una escopeta. No había necesidad de preguntarse quién
podría ser; la luz de luna que le pegaba en la cara tensa y pálida revelaba una
mirada de odio feroz que Stoner no había visto jamás en ninguna de las
vicisitudes de su peregrinar. Saltó a un lado, en un desesperado intento de
atravesar el seto vivo que bordeaba el camino, pero las fuertes ramas lo
sujetaron con firmeza. La jauría del destino lo esperaba por aquellas trochas y
esta vez tendría que enfrentarla.
0 Comentarios:
Publicar un comentario