Conocemos a Atanasio Camuflay
Era el 12 de
noviembre y acababan de dar las doce en el reloj de Ralph Word, pocero en
activo de Glasgow.
Claro que míster
Ralph no tiene nada que ver en la presente historia; pero eso no impide que en
su reloj hubieran dado las ocho.
En Londres eran
las ocho y dos minutos. Holmes se entretenía en quemar en la chimenea algunos
números atrasados del Daily Telegraph
y yo me paseaba por el pasillo de su casa contando el número de rosas de té que
aparecían dibujadas en el papel que cubría las paredes. En aquel momento,
cuando llegué a la rosa de té número dos mil trescientos cincuenta y seis, llamaron a la puerta. Abrí
tirando del pestillo, costumbre muy frecuente en Inglaterra, y un hombre con
cara de apisonadora, entró, pasó a la habitación de Holmes y perdió un chanclo
en el pasillo.
Era Atanasio
Camuflay.
Al verle llegar Sherlock
siguió en su tarea de quemar periódicos. Atanasio, algo desconcertado, quedó a
su lado, de pie, y súbitamente el detective, como si conociera a aquel hombre
de toda su vida, levantó el rostro y dijo:
—¿Verdad que es
muy divertido quemar periódicos?
A lo que repuso
Atanasio:
—Sí. Pero es más
divertido embalsamar chimeneas.
—All right!—murmuró Holmes. Y estrechando
la mano del recién venido, agregó: —Hable usted Es usted un hombre interesante.
Escuchemos a este caballero, Harry.
Y sentados sobre
una escribanía que era la postura habitual en Sherlock y en mí, pues al fin y
al cabo yo estaba a sus órdenes, nos aprestamos a escuchar a Atanasio Camuflay.
Camuflay contó lo
que sigue.
La historia espantosa que nos colocó Atanasio
—Yo—dijo—vivo en
Newspaper, y en el castillo de Rock, porque he decidido no pagar al casero. Y
en el castillo, que es propiedad de lord Rock, habito gratis, gracias a que
pertenezco a la servidumbre.
—¿A qué se
dedica?—indagó Holmes.
—Todas las tardes
corro y descorro las cortinas del salón grande.
—Adelante. Siga
usted.
—En el castillo
viven, además de lord Rock, su bella y delgada hija Syli; el marido, Horacio
Warren; el suegro, míster Richard, del mismo apellido que su hijo; su esposa,
la noble dama francesa, madame Lucille Duclos; el arquitecto Arthur Sheridan;
su hija Sally; su hermano Evans; la mamá, Evelina; el doctor Edgar Brown y su
hijo Peter.
—¿No hay nadie
que se llame William?—preguntó Holmes— ¡Es extraño!
—Sí; es
extraño—repetí yo sin saber por qué.
—¿Extraño? ¿Por
qué es extraño que no haya nadie que se llame William?—preguntó Atanasio.
—Porque casi
todos los ingleses se llaman William. En fin, explique lo ocurrido remató
Holmes.
—Los habitantes
del castillo se llevaban divinamente y vivían en la armonía más grande, cuando
la tragedia se ha cernido sobre la finca, y desde entonces, cada noche muere
misteriosamente una persona. Han fallecido ya Horacio Warren, madame Duclos y
el doctor Brown.
—Es raro…—susurró
Sherlock calándose en la órbita el monóculo—. ¡Es raro! ¿Y de qué forma mueren?
—De muy
diferentes maneras, caballero. Horacio Warren ha aparecido asfixiado y con el
manual de gimnasia en las manos; madame Duclos murió (en el instante en que
aspiraba el perfume de unas violetas) de un estacazo en la nuca; y el doctor
Brown falleció de un calambre.
—¿Dónde le dio el
calambre?
—En el vestíbulo
del castillo.
—Continúe usted.
—Poco me queda ya
que decir. Anoche, cuando el terror nos había hecho migas a todos, murió
también el hijo del doctor Brown.
—¿De qué?
—Durante la
comida, en el momento en que echaba limón en una ostra, cayó al suelo muerto.
Yo he pensado si moriría de aburrimiento.
—Lo de la ostra
es un dato, pero no debemos anticiparnos —dijo Holmes.
—Por eso he
venido a ver a usted—aclaró Atanasio—. Porque si usted no va al castillo y
evita aquel estado de cosas, los que no muramos asesinados, moriremos de
espanto.
Holmes alzó la
cabeza, brillantes los ojos de energía.
—Lárguese al
castillo hoy mismo —le aconsejó a Atanasio— y no tardaremos en vernos allí.
—Es que yo…
Atanasio fue a
decir algo, pero Sherlock Holmes, como se sabe, no era hombre que hablase más
de lo justo; así es que cogió a Atanasio en brazos, lo sacó a la escalera, le
dejó sentado en el suelo y cerró la puerta.
Desde aquel
momento dejamos de oír la voz de Camuflay.
Los habitantes del castillo
Al día siguiente,
Holmes y yo abandonábamos la casita de Baker Street y en un carro de mano, y
disfrazados de mariposas de vivos colores, nos dirigimos al castillo de Rock,
en el condado de Newspaper.
Llegamos algo
fatigados y con una rueda de menos. Yo juraba por el mal estado de las
carreteras, y Holmes se detenía en todas las casillas de peones camineros a
ponerse inyecciones de morfina en los hombros.
Al cabo nos dimos
de narices con el castillo de Rock. Entramos, sin que nos conociesen, bajo
nuestros disfraces de mariposas. Dentro del castillo olía a naftalina.
Lo recorrimos de
punta a punta, y Sherlock levantó catorce planos de otras tantas habitaciones y
fumó dieciocho pipas para disimular
Más tarde,
ocultos detrás de unos candelabros, nos dedicamos a observar a los habitantes
del castillo, que estaban reunidos en el comedor. Lord Rock, míster Richard,
Arthur Sheridan, Evans y Peter eran elegantes como otras tantas portadas del Pictorial Review. Syli, una encantadora
muchacha que hablaba arrugando un poco las manos. En cuanto a Sally y Evelina
se las notaba de lejos que sabían bailar foxes.
La lucha por la verdad
Sucesivamente,
Holmes registró las habitaciones particulares de todos. No encontramos más que
polvo, porque la servidumbre era apática y disfrutaba de verdadera vagancia
británica. El genial detective estaba desesperado.
— ¡Nunca me ha
ocurrido nada igual! Siempre he encontrado un indicio, una prueba… Cuando no he
hallado un pelo, he hallado un trocito de peine, una fotografía de Claudette
Colbert, una nuez; en fin, algo… ¡Y ahora, nada, nada!
Y mordía las
cornucopias con frenesí.
Entretanto, iban
pasando los días, y el misterio, lejos de aclararse, se oscurecía más, pues —de
un modo matemático— cada noche que pasaba moría un nuevo habitante del
castillo. Además de Warren, de Lucille y del doctor, habían fallecido ya míster
Richard, que apareció envenenado en la caseta del perro; Syli, que murió sin
decir ¡ay!, a pesar de que la muerte sobrevino en el instante en que entonaba
una romanza; Arthur Sheridan, que la diñó electrocutado cuando encendía la luz
de su alcoba, y Sally, que pereció a consecuencia de la rotura de un vaso al
sacar un helado a terraza de su mamá.
La impotente
rabia de Holmes había adquirido dimensiones de campo de fútbol. Iba de un lado
para otro tocando el violín y bebiendo tinta. Pero la claridad no surgía en su
cerebro.
En las dos noches
siguientes desaparecieron del mundo de los vivos Evans, que murió mirando un
armario de luna, y Evelina, que murió mirando la luna sin armario.
Al otro día
falleció Peter, atragantado por un hueso de melocotón. ¡Qué arcano tan irresistible!
Yo miraba a
Sherlock esperando verle enloquecer. Pero, con gran sorpresa, aquella vez
observé que sonreía.
—He dado con la
solución del misterio —me dijo lacónicamente—. Ya no quedaba más que un
habitante del castillo vivo: lord Rock. Si esta noche no muere también, es
indudable que él es el asesino.
La idea era tan
genial que me temblaron las piernas de impaciencia.
La solución
Pero a la
siguiente mañana, lord Rock apareció igualmente muerto en su cuarto.
—Ya no hay duda,
Harry —me dijo Sherlock al descubrir el hecho—. El asesino soy yo.
Y se detuvo a sí
mismo, entregándose a la policía.
Fue el último
éxito logrado por el maravilloso detective. Pero hay que convenir en que le
llevaron demasiado lejos sus deducciones.
Porque fue a
parar al presidio de Norfolk, que está donde Cromwell dio las tres voces.
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