Yo, señor mío, escribo con la sangre de
mi corazón, no con tinta neutra, mis pensamientos, muchas veces contradictorios
entre sí, mis dudas, mis anhelos, mis sedes y hambres del espíritu; no redacto
conclusiones, como cualquier secretario de cualquier comisión.
Yo,
señor mío, como no hago oposiciones a ministro de la Corona, no tengo por qué
medir mis palabras para no comprometer mi porvenir, que jamás hipoteco, ni
necesito decir frases prometedoras de actos porque mis frases sn ellas de por sí
actos, y actos de hoy, del momento, de ahora y de siempre, aparte de sus
consecuencias.
Porque
el que escribe con la sangre de su corazón escribe para siempre . “para siempre”,
dijo Tucídes, gracias al cual vive todavía Pericles. Y no olvido la otra frase
del poeta Keats, de “que una cosa de belleza es un goce para siempre”
“A thing of beaty is a joy for ever”
Y sé que todo pensamiento escrito con sangre del corazón es una cosa de
belleza, digan lo que quieran los artistas de la forma.
¿Y
qué es la forma, señor mío? ¿Sabría usted decirme lo qué es la forma? Yo creo
que no me sabría usted decir.
Aristóteles
–y sigo pedante a Dios gracias-, dijo que el alma es la forma sustancial del
cuerpo, su entelequia. Y, en efecto, la forma sustancial de algo, de un
pensamiento, es su alma, no su vestido. Y yo, señor mío, quiero encarnar
pensamientos y no vestirlos. Cuanto más desnudos me salga, mejor. Porque sé que
esos supuestos pensamientos vestidos de hopalandas y túnicas retóricas no son más
que esqueletos de pensamiento, cosas muertas, sin carne palpitante y dolorosa. Y
pensamiento que no nos duele, no es más que pensamiento muerto, un esqueleto de
tal. No hay vida sino donde hay dolor. Y a mí, señor mío, me duelen las ideas y
por eso me retuercen y se me encrespan en las contorsiones del conceptismo.
[…]
Y si
a uno le está doliendo siempre, siempre, si su conciencia consiste en el sordo
dolor de un trágico pensamiento inquieto, ¿a cuánto ha de aguardar para
desahogarse y cumplir así su destino, haciendo llorar a sus hermanos, aunque sólo
sea por dentro?
[…]
Tu
vas, lector, por el mundo como los vencejos por el aire; volando con la boca
abierta a la caza de los mosquitos que te salgan al paso. Y las ideas que así
cazas, se te indigestan. Y entonces te duelen. Pero no es ese el dolor que
salva, el dolor que hace vivir.
Sí,
ya sé, señor mío, que hay quien habla del placer de pensar, de la alegría de
pensar. Pero, aparte de que las cuerdas del placer y del dolor están tan juntas
en el fondo del alma, que no cabe herir la una sin que la otra suene, como decía
mi amigo Kierkegaard, lo placentero, lo gozoso en engendrar pensamiento, pero
no criarlos. Y yo los crío, no me limito a engendrarlos. Engendrar un hijo de
carne, simplemente engendrarlo, es placentero sin duda, pero no lo propio de un
padre. Lo propio de un padre es criarlo, y criar un hijo es algo doloroso. Y lo
mismo cabe gozar engendrando, casi inconscientemente, una idea, más bien una
frase, para echarla luego al Hospicio o al arroyo.
[…]
No, señor mío, no; le han engañado a usted. Yo no me
he propuesto nunca ser original y adquirir fama de originalidad. Le digo a
usted que le han engañado. Si no me propusiese más que llamar la atención y que
me tengan por original, a cualquier precio, no sabe usted bien la de atrocidades
estridentes y abracadabrantes que habría escrito. Le habría dado tres y raya a
todos los que alardean de escritores brutales y que no se casan con nadie. Pero
yo me he casado con la sinceridad. Y si alguna vez me contradigo, me contradigo
sinceramente.
¡No,
señor mío, no!; no he tenido nunca prisa de eso que llaman llegar, y me he
pasado años y más años repitiendo unos pocos temas fundamentales y dejando que
los mentecatos motejen de paradojas a los pensamientos dolorosos, que no sólo
he engendrado, sino he parido entre penas de agonía espiritual, y he criado. Yo
no me importa que algunos desgraciados que trepan, a eso que llaman llegar, me
digan que estoy de vuelta, rodando por las cuestas abajo del Olimpo. Sé que
quien piensa con el corazón, dolorosamente, crea pensamientos para siempre,
aunque no lleven luego su nombre, sino el de cualquier otros que los robe y los
bautice y les vista de arlequines para fiesta.
Vivo,
señor mío, gracias a Dios, lejos de cotarros de la feria de vanidades y no
tengo ni que hacer cosquillas a los buenos burgueses para que se rían, ni que
hacer como que les asusto, rugiendo con una careta de bárbaro, para que se rían
también. Yo no te hablo más que a ti, lector, a ti sólo, y cuando más sólo estés,
cuando esté no más que contigo mismo. Yo no quiero ser, lector, sino, el espejo
en que te veas a ti mismo. ¿Qué el espejo es cóncavo o convexo y de tal especie
concavidad o convexidad que no te reconoces y te duele verte así? Pues
conviene que te veas de todos los modos posibles. Es la única manera de que
llegues a conocerte de veras. Si nunca te has visto sino en reflexión normal,
tal como te retratas en la lista sobrehaz de una charca tranquila, donde ni la
más leve brisa riza las aguas, entonces no sabes quién eres. No sabrás quién
eres hasta que, al verte un día de tal modo deformado por el espejo, te
preguntes: “¿Pero este soy yo?”, y empieces a dudar de tu existencia real y
sustancial. Aquél día empezarás a vivir de veras. Y si eso me lo debieras, podría
yo decir, lector, que te habría criado. Lo que es mucho más que haberte
engendrado. ¿Me entiendes?
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