Partí
a explorar el reino de mi padre, pero día a día me alejo más de la ciudad y las
noticias que me llegan se hacen cada vez más escasas.
Comencé
el viaje apenas cumplidos los treinta años y ya más de ocho años han pasado,
seis meses y quince días de ininterrumpida marcha. Cuando partí, creía que en
pocas semanas alcanzaría con facilidad los confines del reino; sin embargo, no
he cesado de encontrar nuevas gentes y pueblos, y en todas partes hombres que
hablaban mi misma lengua, que decían ser súbditos míos.
A
veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha vuelto loca y que, creyendo ir
siempre hacia el mediodía, en realidad quizá estemos dando vueltas en torno a
nosotros mismos, sin aumentar nunca la distancia que nos separa de la capital;
esto podría explicar por qué todavía no hemos alcanzado la última frontera.
Más
a menudo, sin embargo, me atormenta la duda de que este confín no exista, de
que el reino se extienda sin límite alguno y de que, por más que avance, nunca
podré llegar a su fin.
Emprendía
el camino cuando tenía ya más de treinta años, demasiado tarde quizás. Mis
amigos, mis propios parientes, se burlaban de mi proyecto como de un inútil
dispendio de los mejores años de la vida. En realidad, pocos de aquellos que
eran de mi confianza aceptaron acompañarme.
Aunque
despreocupado -¡mucho más de lo que soy ahora!-, pensé en el modo de de poder
comunicarme durante el viaje con mis allegados y, de entre los caballeros de mi
escolta, elegí los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros.
Creía,
ignorante de mí, que tener siete era incluso una exageración. Con el tiempo
advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, y eso que ninguno de
ellos ha caído nunca enfermo ni ha sido sorprendido por los bandidos ni ha
reventado ninguna cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una
devoción que difícilmente podré nunca recompensar.
Para
distinguirlos con facilidad, les puse nombres cuyas iniciales seguían el orden
alfabético: Alejandro, Bartolomé, Cayo, Domingo, Escipión, Federico y Gregorio.
Poco
habituado a estar lejos de mi casa, mandé al primero, Alejandro, la noche del
segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. Para
asegurarme la continuidad de las comunicaciones, la noche siguiente envié al
segundo, después al tercero, luego al cuarto, y así de forma consecutiva hasta
la octava noche del viaje, en que partió Gregorio. El primero aún no había
vuelto.
Éste
nos alcanzó la décima noche mientras nos hallábamos plantando el campamento para
pernoctar en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido
inferior a la prevista; yo había pensado que, yendo solo y montando magnífico
un corcel, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que
nosotros, sin embargo, sólo había podido recorrer la equivalente a una vez y
media; en una jornada, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él
avanzaba sesenta, pero no más.
Lo
mismo ocurrió con los demás. Bartolomé, que partió hacia la ciudad la tercera
noche del viaje, volvió la décimoquinta. Cayo, que partió la cuarta, no regresó
hasta la vigésima. Pronto comprobé que bastaba multiplicar por cinco los días
empleados hasta el momento para saber cuándo nos alcanzaría el mensajero.
Como
cada vez nos alejábamos más de la capital, el itinerario de los mensajeros
aumentaba en consecuencia. Transcurridos cincuenta días de camino el intervalo
entre la llegada de un mensajero y la de otro comenzó a espaciarse de forma
notable; mientras que antes veía volver al campamento uno cada cinco días, el
intervalo se hizo de veinticinco; de este modo, la voz de mi ciudad, se hacía
cada vez más débil; pasaban semanas enteras sin que tuviese ninguna noticia.
Pasados
que fueron seis meses - habíamos atravesado los montes Fasanos-, el intervalo
entre una llegada y otra aumentó a cuatro meses largos. Ahora me traían
noticias lejanas; los sobres me llegaban arrugados, a veces con manchas de
humedad a causa de las noches pasadas al raso de quien me los traía.
Seguimos
avanzando. En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban por
encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia, de que el cielo de la
ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que tenía sobre mí, que el
aire era el mismo, igual el soplo del viento, idéntico el canto de los pájaros.
Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros me aparecían
verdaderamente cosas nuevas y diferentes, y yo me sentía extranjero.
¡Adelante!
¡Adelante! Vagabundos que encontrábamos por la llanura me decían que los confines
no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, sofocaba las
expresiones de desaliento que nacían en sus labios. Cuatro años habían pasado
ya desde mi partida; qué esfuerzo más prolongado, La capital, mi casa, mi
padre, se habían hecho extrañamente remotos, apenas me parecían reales.
Veinte
meses largos de silencio y de soledad transcurrían ahora entre las sucesivas
comparecencias de los mensajeros. Me traían curiosas cartas amarillentas por el
tiempo y en ellas encontraba nombres olvidados, formas de expresión insólitas
para mí, sentimientos que no conseguía comprender. A la mañana siguiente,
después de sólo una noche de descanso, cuando nosotros reanudábamos el camino,
el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que
hacía tiempo yo había preparado.
Sin
embargo, han pasado ocho años y medio. Esta noche, estaba cenando solo en mi
tienda cuando ha entrado en ella Domingo, que, aunque agotado de cansancio, aún
conseguía sonreír. Hacía casi siete años que no lo veía. Durante todo este
larguísimo período no ha hecho otra cosa que correr a través de los prados,
bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura, para
traerme ese mazo de sobres que todavía no he tenido ganas de abrir. Él se ha ido
ya a dormir y volverá a marcharse mañana mismo al alba.
Volverá
a marcharse por última vez. Con lápiz y papel he calculado que, si todo va
bien, yo continuando mi camino como lo he hecho hasta ahora y él haciendo el
suyo, no podré volver a ver a Domingo hasta dentro de treinta y cuatro años.
Para entonces yo tendré setenta y dos. Pero comienzo a sentirme cansado y es
probable que la muerte me lleve antes. Po tanto, no podré volver a verlo nunca
más.
Dentro
de treinta y cuatro años (antes más bien, mucho antes) Domingo vislumbrará de
forma inesperada, las hogueras de mi campamento y se preguntará cómo es que
entre tanto he recorrido tan poco camino. Igual que esta noche, el buen
mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarilleadas por los años, llenas
de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; sin embargo, al verme inmóvil
tendido sobre el lecho, con dos soldados flanqueándome con antorchas, muerto,
se detendrá en el umbral.
¡Aún
así, marcha, Domingo, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la
ciudad donde nací. Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaña
fuera también mío. Los últimos mensajes me han hecho saber que muchas cosas han
cambiado, que mi padre ha muerto, que la corona pasó a mi hermano mayor, que me
dan por perdido, que allí donde antes estaban los robles bajo los cuales solía
jugar han construido altos palacios de piedra. Pero sigue siendo mi vieja
patria.
Tú eres el último vínculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipión, que me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a marchar porque no le daría tiempo a volver. Después de ti, Domingo, el silencio, a no ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo, cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera.
Tú eres el último vínculo con ellos, Domingo. El quinto mensajero, Escipión, que me alcanzará, si Dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a marchar porque no le daría tiempo a volver. Después de ti, Domingo, el silencio, a no ser que encuentre por fin los ansiados confines. Sin embargo, cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera.
No
existe, sospecho, frontera, al menos en el sentido que nosotros estamos
acostumbrados a pensar. No hay muralla que separen ni valles que dividan ni
montañas que cierren el paso. Probablemente cruzaré el límite sin advertirlo
siquiera, e, ignorante de ello, continuaré avanzando.
Por
esta razón pretendo que, cuando me hayan alcanzado de nuevo, Escipión y los
otros mensajeros que le siguen no partan ya hacia la capital, sino que marchen
por adelantado, precediéndome, para que yo pueda saber con antelación aquello
que me aguarda.
Desde
hace un tiempo, se despierta en mí por las noches una agitación insólita, y no
es ya nostalgia por las alegrías abandonadas, como ocurría en los primeros
tiempos del viaje; es más bien impaciencia por conocer las tierras ignotas
hacia las que me dirijo.
Día
en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, voy notando - y hasta
ahora a nadie se lo he confesado- cómo en el cielo resplandece una luz insólita
como nunca se me ha aparecido ni siquiera en sueños, y cómo las plantas, los
montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de
aquella de nuestra tierra, y el aire trae presagios que no sé expresar.
Mañana
por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia
esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez
más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece en
el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.
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