Fotografía: Alberto Valeriano Apaza |
Mientras escribo esto, se ha cerrado una puerta. Alguien
ha dado vuelta a la página, se ha arrepentido o no por la compra de un libro. Un
tercero busca o no algo en sus bolsillos. Estoy en La Paz pero vengo de El Alto,
cruzo de una ciudad a otra, acompañado, como un ciego que cruza al otro lado de
la avenida.
Ni perdón ni olvido.
Suena Me
gustas tal como eres de Coco Guillen. Tengo un libro en manos y otros en el
bolso, vengo de la feria Dieciséis de Julio. Llevo zapatos siendo que, por lo
general, no visto zapatos. Llevo zapatos que llevan barro seco. Rutina de
jueves y domingo que vengo practicando y practicando hace más de dos años;
empolvando mis dedos, ensuciando mis manos. Hoy, lo crean o no, compré un libro
que dentro de sus páginas resguardaba un billete de doscientos. Así es, no
miento, compré un libro que dentro de sus páginas resguardaba un billete de
doscientos bolivianos.
La feria te da sorpresas, sorpresas te da
la feria.
Meses atrás, por citar otro ejemplo,
conocí a Don Jorge. Don Jorge que, para pagar una deuda, llevó a la feria cajas
y saquillos de yute que contenían tesis de licenciatura y libros; hoy sigue
haciéndolo. Hace dos semanas le compré un par de libros y, por segunda vez, le
pregunté si podía visitar su depósito. Al día siguiente, previa confirmación, y
aún sin poder creerlo, estuve allí. Así me enteré que, trabajando en Kimberly Bolivia,
él rescató libros y revistas que tenían por destino convertirse en papel
higiénico; bibliotecas enteras que hoy ya no existen. Don Jorge puso a mi disposición
dos cajas empolvadas que años atrás fueron compradas a ochenta centavos el
kilo, una de ellas escondía a La Guerra con el Paraguay de Julio Diaz Arguedas,
libro dedicado y autografiado que perteneció a la Biblioteca de Ismael
Sotomayor; libro que ahora pertenece a la mía. Me mostró también, de entre los
libros que no pensaba vender, la revista ENFOQUES en que hay una nota sobre la
visita que Carlos Palenque hizo a Ekklesia semanas antes de su muerte. Hablamos
de muchas cosas aquel día; hablamos dentro de aquel depósito lleno de cajas, libros,
pósters y polvo; lleno de aparatos electrónicos descompuestos y polvo; lleno de
un montón de cosas que no viene al caso clasificar. Sólo visité su depósito una
vez, pero espero volver a hacerlo. Cada que puedo me acerco a saludarlo y a
husmear entre los libros que expone en la feria. Cada que puedo, cada que
quiero.
Ahora que lo pienso bien, he respetado el
orden en que hago mi recorrido. Cruzo la pasarela que está sobre la avenida Seis
de Marzo y colinda con el Teatro Andino, ingreso a “La riel” y me detengo antes
de aquella iglesia emplazada por Sebastian Obermaier, saludo a Don Jorge y si
me antojo me detengo frente a la iglesia, es decir, me detengo frente al puesto
que cubre un sector del enrejado de la iglesia; sector en que como pejerrey o
Ispi “Barato y bien servido, casero”. Retomo el camino y me acerco cada vez más
a la avenida Ballivián, uno de los lugares donde comienza y termina la feria,
la fer... ¿Puede acaso alguien decir dónde empieza y termina una feria?
Ciudad de El Alto, feria eterna. Ciudad
que se extiende, que se aleja de sí misma.
Los megáfonos anuncian productos de
medicina natural, cargadores y accesorios para teléfonos móviles, materiales
escolares, herramientas a precios de desayuno popular y prendas íntimas
accesibles para todo el público; los megáfonos reproducen anuncios grabados que
se repiten cíclicamente, semana tras semana, amenazando con el infinito; ese
infinito que durará lo que la mercadería.
Frente a mí hay dos senderos, uno que ya
está asfaltado, está de subida, y otro que no. Elijo el segundo. Encuentro a
Don Willy. Me avisa que ya vendió el libro de Wittegenestein que le había
encargado. Allí está, lleva libros en su mochila pero no los muestra, sólo deja
ver los que están expuestos sobre un metro de plástico no tan transparente que
no ha sido utilizado para forrar cuadernos. Casi ya no le compro nada, pero
sigo esperando que algún día se digne a llamarme para decirme que encontró
alguno de los libros de la lista que le dejé el año pasado. Supongo que no, que
nunca lo hará; ya sabe que soy librero.
Nuevamente el camino se bifurca, tomo el
que baja y, para cuando escribo esto, está siendo adoquinado. Estoy al borde de
una ciudad que es sólo precipicio. Aquí las cosas son baratísimas y a veces se encuentra
libros interesantes. Paso por el puesto en que encontraré un billete de
doscientos. La señora de rostro empolvado y quebradizo habla con su hija de
rostro empolvado y quebradizo; ambas visten pantalón de tela, gorro y
zapatillas deportivas. Tomo en manos Viaje
a los mundos imaginarios, antología
de cuentos realizada por Ernesto Sabato, decido llevármelo. Levanto un manual
de bolsillo que lleva por título El
marketing; no, no tengo la intención de comprarlo, pero me dirijo al índice
y en el intento hallo a Franz Tamayo. Disimulando mi sorpresa, dirijo mi vista
a los ojos de la comerciante que sigue conversando con su hija; no, no se ha
dado cuenta. Pregunto por el precio de ambos y me dice que “A diez bolivianos
cada uno”. Evalúo el coste de la pérdida en caso de que el billete sea falso. No
es mucho, a lo más un almuerzo. Cínicamente, pido rebaja. Recibo una negativa
tajante por respuesta. Pago con un billete de cien, es el billete de corte más
chico que tengo. Podría extraer uno de doscientos, pero no es momento para abusar
del humor negro, no lo es. Espero mi cambio, ya que es la hija la que me hace
el cobro, ya que es ella la que deja el lugar para hacer cambiar el billete,
para fraccionarlo. Guardo los libros en mi bolso, no pienso volver a hojearlos
si no es estando lejos de allí. Recibo mi cambio. Agradezco y me voy. Agradezco
y lamento la existencia de personas que no revisan lo que venden, que no saben
lo que venden, y me voy.
Llego al puesto de Don Edgar. Llego al
puesto de una de las pocas personas que leen parte de los libros que expone. Todos
ellos están dentro de cajas de manzana chilena, cajas viejas que han sido
reforzadas con cinta adhesiva una y otra vez. Muchos títulos que no se han ido,
que llevan años acompañándolo. Entre tantos libros malos a veces se esconden
los buenos. Aún recuerdo la vez en que hallé allí a la primera edición de Felipe Delgado de Jaime Sáenz, la del
79; la vez que yo le ofrecí el doble mientras el comprador le pedía rebaja; la
vez que me miraron con odio y se llevaron el libro pagando lo pedido. Esta vez
sólo tomo La encrucijada de Ovidio Urioste.
Me despido de Don Edgar.
Dos señoras que visten pollera, pero no
sombrero, se gritan, se remiten a un pasado comercial que desconozco, comparan su
accionar y el de sus maridos; sus voces opacan a la cumbia chicha que sale de
no sé dónde. Hay señoras y señores que voltean, yo acelero el paso, prosigo,
meto las manos en los bolsillos.
Paso de largo por los puestos que venden cajas
de televisores, ropa, cestería, trofeos, cubiertos de bronce, teclados de
computadora, cajas de CD, juguetes rotos y envases de metal, plástico y vidrio.
Dejo libros que son amontonados como si fuesen piedras, libros que forman una
montaña que se va haciendo chica y desaparece; la montaña que hoy no está y de
la que sólo quedan restos entremezclados entre cajas de CD, juguetes rotos y
envases de metal, plástico y vidrio; la montaña que sí encontraré en una
próxima visita y de la que me llevaré Rodolfo
el descreido de David S. Villazón, Estancias
de José Eduardo Guerra, la Primera antología poética de Gesta Bárbara y La pianola de Kurt Vonnegut, Jr.
Estoy por llegar a la avenida Ballivián, dejo
aquel sector de la feria que se vaciará con la llegada del medio día. Doy un
giro de trescientos cincuenta grados y piso sobre las pocas ferrovías que esperan
la llegada de algún tren. Me detengo a tomar un jugo de naranja, pero es un
rato no más. Prosigo caminando sobre las vigas, intentando no pisar tierra o
barro, dejando caer mis pies sobre estos viejos pedazos de hierro. A mi
izquierda está una ciudad que no se precipita; está el tipo que fui hace unos
minutos, disipándose de mi memoria, recorriendo todo ese trecho ya contado. A
la derecha, si miro abajo, si miro dos o tres metros abajo, están los muebles
usados que buscan un nuevo hogar para confirmar su estado de vejez. Pie tras
pie, camino con firmeza, apuro el paso y no me entretengo, dibujo un rostro
poco amigable y lleno de desconfianza; aquí el que pasea es posible víctima de
robo. Bajo allí donde están los muebles, piso terreno asfaltado, estoy casi a
la altura de la calle Jorge Carrasco y me detengo para meter mis manos en el
puesto más grande de libros de la feria. Hay muchos libros en inglés y alemán.
Hay muchos autores que no me interesan. Encuentro el Homenaje al IV Centenario de la Fundación de La Paz del Boletín
de la Sociedad
Geográfica de La
Paz y lo separo. Reconozco que aquí encontré libros que
llevaba tiempo buscando. El que no olvido data de hace más de dos años, la
primera edición de El pez de oro de
Gamaliel Churata; libro que con bastante dolor vendí a unos antropólogos
chilenos; libro que no he leído; libro que debo leer. Encuentro a Doña María y
Don Carlos que todavía no saben mi nombre, que no lo sabrán hasta que, semanas
después, pregunte yo por el suyo.
Recibo un empujón, me repongo y, sin
querer, doy otro. Gritos. Un par de ojos hacen contacto con los míos, otro par
los rechaza. Miradas que se pierden entre sombreros, polleras, pantalones,
paraguas, zapatillas y abarcas. Miradas atrás mío.
Los carros de carga son empujados por
personas vestidas de overol, se anuncia la llegada de alguien más. La
mercadería, por orden del dueño, sale y entra del depósito. Los hijos de los
comerciantes abren/cierran cajas y saquillos. Hay alguien atendiendo una
consulta y alguien que no; alguien reorganizando su mercadería, hablando mal
del que se ha ido; alguien en este lugar que, el próximo jueves o domingo,
puede ya no ser suyo. La feria muta, se reorganiza. Es una feria que responde a
un orden más allá del establecimiento de sectores para uno u otro producto.
Ésta es la feria que muta, que se organiza y reorganiza cada jueves y domingo.
Llego por fin donde Don Carlos, el puesto
en que he hallado muchos libros interesantes y caros. Conversando con Freddy,
colega y amigo librero, me enteré del método de compra de Don Caros: Publica
anuncios de compra de muebles en el periódico (y cuando hace la visita se fija
no en los muebles sino en los libros que termina comprando a precios de revista).
Detrás de su puesto está su depósito, está una cortina de metal que sube y baja
cuando lo ve necesario. Por lo general, Don Carlos, no hace rebajas ni deja
revisar en su depósito. Dentro, todavía se halla una lista de libros que le
dejó un tal Max Tupa. Cuando le llevé unos libros, para negociar un trueque, me
enteré de que además tiene una sala de proyección de vídeos en el “Barrio Chino”;
estaba entrevistando a una señorita que quería trabajar allí. No, no podría
decir que yo haya conversado con él, con Don Carlos. A más hemos intercambiado
palabras en el caso de que se haya concretado una transacción. Una vez le oí
decir que, lo ha decidido, venderá libros hasta que se muera. Me parece raro
que tales palabras salgan de alguien que no lee lo que tiene, pero sí sabe
manejar un negocio; me parece raro, pero le creo. Media hora revisando entre
libros que alguna vez ya estuvieron en mis manos, que alguna vez ya vi. Meto en
mi bolso Cinco de Rodrigo Hasbún, La piedra imán de
Jaime Sáenz, Corazón de perro de Mijail
Bulgákov y Yo,
Claudio de Robert Graves.
Hay alguien acercándose de un puesto a
otro. No parece, pero es un acercamiento paulatino. No parece, pero es el mismo
hombre, acercándose más, acercándose menos; el mismo, con diferente rostro, con
diferente nombre y apellido. Ese hombre recorre todos los puestos, a veces sólo
con la mirada, preguntando, callando.
Uno toma en manos un producto en oferta,
revisándolo de arriba a abajo. Otro recibe un billete, revisándolo, también, de
arriba a abajo.
Me detengo, nuevamente, en el puesto de
unas señoras grotescamente gordas que tratan a sus clientes como a basura. Doy
una mirada rápida. Son los mismos libros de siempre, llenos de polvo,
haciéndose polvo. Supongo que renuevan una o dos veces al año. Una vez me llevé
muchos Ibros buenos, sigo esperando a que tal cosa se repita.
Camino sobre adoquines calientes que
queman la planta de los zapatos, sofocan mis pies. Camino y veo tarimas de fierro
y madera que se suceden, que están cubiertas por tela, lona, yute o plástico;
tarimas que me recuerdan a mi infancia, a las veces que madrugué en jueves y
domingo para sacar cajas de libros que pesaban mucho; tarimas que no protegieron
mis pies en tiempos de lluvia; tarimas que han usado, que seguirán usando, mi
padre y mi madre para vender textos universitarios y de colegio sobre la avenida
Alfonso Ugarte de esta feria en la que hoy me encuentro.
Prosigo.
Ahora estoy donde Don Jaime, le pido que
me pase un libro, uno tras otro. Él lo hace mientras le pregunto su nombre;
mientras me cuenta que los sábados por la mañana hay feria de libros en Ciudad
Satélite y me recuerda que el alcalde de la ciudad, Edgar Patana, es también
librero y mantiene su puesto en la feria de la dieciséis; mientras me hace
saber que las diferentes asociaciones de expositores de libros se han reunido
con el alcalde, pero sin concretar resultados; mientras me informa que los
feriantes de Satélite pertenecen a la asociación llamada Chasquis, misma que no
lleva buenas relaciones con las otras tres asociaciones de El Alto: Tupac
Katari, Rincón Cultural, Kollasuyo; mientras me repite que él y sus compañeros
están abiertos a realizar trueques y me reitera la invitación de sábado;
mientras revisa los libros que le llevé para trocar y me dice que apenas le
interesa uno; mientras me cobra el monto finalmente acordado por los libros que
me llevo: Diccionario humorístico de
Jorge Síntes Pros (recopilador), Novelas
escogidas de Frans Ëemil Sillanpää, Obras escogidas de Sully Prudhomme, El indio en la novela de América de Aída
Cometta Manzoni y Discovering literature
de Hans P. Guth y Gabriele L. Rico.
Intento sumarme a
una fila que va contra corriente. Avanzamos lentamente, esperando que pase el
que viene en dirección contraria. Obviamente son más lo que vienen que los que
se van, pero en horas más ya no será así.
Esta vez no
pasaré cerca de los relojes detenidos que llevan un cuarto de siglo embolsados,
un cuarto de siglo enumerados con letra gótica, cartulina y marcador negro. No
veré ganar a nadie jugando a la suerte con/sin blanca. No escucharé un “¿Dónde
está la bolita?” No veré a los ganadores de siempre, a los cómplices del
árbitro del juego y la fortuna. Tampoco controlaré mi peso ni escucharé las
palabras cautivantes del pajpaku. Ya lo hice, fue hace años, ¿para qué arruinar
tantos recuerdos?
Llevo el bolso
repleto y una bolsa de plástico negra. Mis cejas retienen al sudor que corre
por mi frente. Paso un pedazo de papel higiénico sobre mi piel húmeda, me sueno
la nariz con otro. Desciendo mientras hago uso de estas gradas. Reviso
titulares de periódicos. Noto que, antes de llegar a la autopista, sobre estas
gradas que conectan a la feria con los que están fuera de ella, paso por el
lugar en que ya no está aquel joven que, vestido de negro, vendía libros
difíciles de encontrar, libros impresos en papel bond y a pedido; el joven que,
según Rolando Barral, está en el penal de San Pedro por haber brindado información
a la policía sobre el probable paradero de los asesinos de Loui Oporto Almaraz:
el estudiante de antropología que fue hallado enterrado en la habitación de la
casa de uno de sus amigos.
Cruzo la pasarela.
Estoy por tomar el vehículo que me llevará a La
Paz. Está por cerrarse una puerta; está la
primera vez en que visité la feria Dieciséis de Julio y la primera vez que
visité la feria de Alto Lima, la de los lunes y viernes, a la que llaman Sajra
Qhatu; está mi barrio y está allí Don Freddy, miércoles y sábado, llamando a
casa, preguntando por mí, diciéndome que tiene novedades literarias; está la
feria del sábado de la que me habló Don Jaime, a la que iré por primera vez en días
más. Están todos los otros lugares en los que compro libros, pero cada una de
ellos es otra historia.
Total: Alguien ha dado
vuelta a la página. Alguien no.
Publicado en Fuentes, Nro. 30, en febrero de 2014
Alexis: muy buena crónica. En la feria 16 de Julio encuentras de todo y a los libros hay que saberlos buscar.
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