(7 DE OCTUBRE DE 2015)
La figura de una Contraferia del Libro hoy es anacrónica. Los espacios de acceso fácil o barato ya existen: el mercado Lanza, la feria 16 de julio, las fotocopiadoras de cada carrera universitaria, las mesitas de saldo de las librerías, las bibliotecas y, obviamente, Internet. Una Contraferia, hoy, máximo termina siendo una Feria en Condiciones Menores. Los participantes de iniciativas como la FLIAAA o Libro Qhatu lo saben. No sé si lo sepan los organizadores que, llenos de buenas intenciones, actúan de forma ingenua. El lector que busca libros objeto acude a otros espacios o merodea la mayor parte de su tiempo en todos. El que quiere leer lo hace sin importar el formato, pero no por ello compra o lee precisamente libros. ¿A qué viene todo lo anterior? La persona con la que hoy compartí mesa, durante la celebración de Libro Qhatu 2015, me sugirió que rebajara los precios de mis libros. No lo hice, obviamente, y apenas vendí un libro (mientras miraba cómo se vendían libros al lado). Pasé mi número de teléfono, eso sí, a cuatro personas interesadas en mis libros. Me sentí como cuando empecé a ejercer el oficio; alguien introduciéndose en un mercado en el que no era conocido; alguien preguntándose: si ya tengo mis clientes, y por ahora no tengo la intención de apropiarme de todo el mercado, ¿qué hago aquí?. Aquéllo, mientras noté la presencia de tres personajes gracias a que, bajo la figura del mercader, me hice invisible para ellos. Leí muy poco porque el viento, en más de una ocasión, intentó llevarse la carpa plegable. Leí casi nada. Recordé mis inicios, pero con algo de dinero ahorrado esta vez, lejos ya de ser aquél que compró sus primeros libros. Llevé parte de mí, allí, a la Feria en Condiciones Menores, quizá para demostrarme lo poco o mucho avanzado, para encontrar los mismos libros expuestos de siempre, para reconocer que las Contraferias ya son anacrónicas o, finalmente, que ya no estoy dispuesto a volver a empezar.

(1 DE NOVIEMBRE DE 2015)
Uno acude al diccionario en fechas como la de hoy y ve tantas palabras muertas, palabras hermosas, pero muertas, que nos conducen al uso de otras más vivas; tanto que, casi sin notarlo, nos hacen usarlas como si fueran locales, no extranjeras. Y uno vuelve de atrás o de adelante, recorre el diccionario y pronuncia palabras como: ebúrneo, desrabotar, lardón, ricafembra, tuátem y colombófila. Y se marea, uno se marea con tantas idas y venidas, y habla como borracho después de haber tomado tantas palabras. Y, necesitado de algo más que repostería, envalentonado, uno acude a la mesa del frente, deleznando nambiras y jupas, cae sobre poyos, y creyéndose plácido comienza a julepear a las mozas que se niegan a aceptar un souper y quitarse luego el leotardo, hasta que, ya sesgado y hecho un estropicio, uno, con suerte, se queda orante frente al miguero, sufriendo no carencia de falerno, sino midriasis... y odia un poquito, a manera de homenaje, a Fernando del Paso y Alejo Carpentier.

(5 DE NOVIEMBRE DE 2015)
—¿Me entregas los libros con moños?
—¿Moños? Jamás.
—Papel regalo no va. Igual sabes que es un libro. Una cinta le va mejor.
—¡Jamás! En esta casa adoramos al libro no forrado y estamos en contra del uso y abuso del papel regalo, el papel higiénico de doble hoja, los moños y las corbatas de gatito.
—Ash. Bien este eres. Ok. Así nomás.
—Pero podría darte una bolsita negra, reutilizada, que diga Gracias por su compra.
—¡Bolsa nylon seguro!
—Unos adoptan gatos o perros. Otros rescatamos bolsas negras de nylon para reutilizarlas y darles un hogar.


(11 DE NOVIEMBRE DE 2015) 
Hoy vino don Heberto Arduz Ruiz, buscaba a un escritor alteño mas no al librero. Le dije que estaba en el lugar correcto si buscaba al librero del mismo nombre. Abrió los ojos, más todavía, para tenderme la mano y luego decirme que leyó Hora boliviana, que le gustó mi crónica, y que hasta le dedicó un comentario en el suplemento Cántaro de El país online. Agradecido, no supe hacer cosa otra que sonrojarme, y lo hice. No contento con eso, don Heberto Arduz Ruiz me pidió que buscara el link del texto, y lo hice, hice tal cosa mientras él me dedicaba un libro suyo, el libro que ahora tengo en manos y lleva por título "Rastrojo de lecturas". Al final se despidió, don Heberto se fue dejándome su tarjeta de presentación y pidiendo que le envíe el catálogo. Eso es lo que haré precisamente ahora.

(20 DE NOVIEMBRE DE 2015)
Quiero creer ya no que la palabra ausente y el espacio blanco entre caracteres nos ciega, porque sabiéndonos importantes en días como hoy es que no prestamos atención a la llegada del día que todavía no es. Mirando el reflejo de lo que queda, dándole la espalda a la ventana, es que presionamos el interruptor, y no miramos cómo las luces de las viviendas colindantes son encendidas por la mano que nunca recorrerá el cuerpo que dice lo hasta aquí expuesto, escribiendo como si hacerlo valiera de algo, mientras la lengua se seca, el estomago reclama, el torso gira, y mi mano toma un libro de la pila de libros que cae, y cae, lo mismo que los días que no son.

(28 DE NOVIEMBRE DE 2015)
Hoy de madrugada, un estudiante de derecho borracho, con el torso frente a mi rostro, me despertó y lo hizo en el minibús en que dormía lo no dormido. "¡Devuélveme mi billetera!", dijo. Eran las 00:40. No entendía lo que pasaba; él o yo; ambos (?). Preguntó, casi gritando, por el retén policial más cercano. La vecina de asiento, usando el tono de quien no quiere tal cosa, le pedía que se calme. Me negué, primero, acepté, después, y, cerca ya del barrio, a unos pasos de la plaza que colinda con el retén policial, le dije "Bajemos". Pagué mi pasaje y, molesto, lo invité a salir. Él quería que todos bajen, que la exvecina de asiento baje, mientras el chofer lo único que quería era que paguemos el pasaje. Me puse frente al retén policial, su acompañante golpeó la puerta. El minibús se fue y quedamos los tres, que luego fuimos cinco, puesto que, cuatro intentos después, dos policías salieron. Hizo su reclamo y yo, interrumpido a ratos por el estudiante de derecho borracho, aclaré mi situación. "Usted puede retirarse", oí. Lo hice, me fui, mientras el estudiante intentaba sonar lógico a la hora de reclamar mi partida. Me iba, molesto aún, y me dio por pensar en la billetera y en su contenido, en los paranoicos, en la exvecina de asiento, en el número de placa del minibús, en lo dado por perdido y, ya calmado y hasta empático, en las monedas que sobraban en mis bolsillos... pero luego recordé que su acompañante dijo, mientras me iba, "Ni siquiera sabe dónde está su chamarra" y, entonces, ya en casa, yo me dije: ¡Que se joda!
 
(7 DE DICIEMBRE DE 2015)
Recibo una llamada de madre, me pide un favor, quiere que le ayude en el armado de las tarimas que, tanto ella como padre, junto a la Federación Departamental de Libreros, montarán y desmontarán durante una semana de feria. De Facto, no ciudad, me golpea. Dos jóvenes ebrios, mientras sostengo una llave inglesa, son interrogados por dos guardias municipales y por dos policías que revisan sus mochilas; los jóvenes no llevan más que trajes de danzas folclóricas y algo que parece más una cuchara que un cuchillo. Ajusto más pernos con la llave. Cubro la tarima con tela impermeable. Miro que los demás expositores ya están instalados en sus tarimas. Estamos cerca de la plaza del Benemérito... Estábamos. Los jóvenes desaparecen, igual los guardias municipales y los recolectores de basura, también yo. Sólo quedan los policías que saludan al conocido que viste una gorra de béisbol, sólo ellos, armados, rodeados por parte de la población que no mira lo que yo tampoco. Yo, que ya no estoy, que voy más bien camino a comprar una lámina de venesta y espero sobre avenida, no sobre acera. Los minibuses y los buses, a bocinazos, gritan. Dos choferes impiden el paso cedido por el semáforo; el trabajo de cebra, pienso, es ideal para pedófilos en la no ciudad, que imita mal todo lo que la otra no ciudad hace. Los ciruelos ruedan por este piso empolvado que huele a orín, una niña corre, intenta recogerlos, no sabe por dónde empezar, mientras su madre, que sí sabe, grita y tira de la trenza de la niña que ahora llora y, de cuclillas, avanza, recoge los ciruelos que se salieron de la caja de manzanas... de la que también salieron los libros que se mojaron al caer... lo recuerdo... ahí está mi padre atendiendo a otro señor que también viste chamarra de cuero, el señor que no compró nada, quién sabe si porque padre comenzó a gritarme ni bien vio que yo recogía los libros mojados... entonces tenía ocho años, casi la edad de la niña, y ahora tengo veintinueve bajo este cielo nublado. Dejo la lámina de venesta partida en tres; hago tal cosa treinta minutos después de inaugurada la feria de la Federación Departamental de Libreros, sesenta minutos después de haberme ido para volver en un vehículo empolvado... ir y venir, lo mismo que padre, nacido en 1957, que vino del campo a esta no ciudad a los quince años... cincuenta y ocho... ¿Será ese el tiempo que me llevó escribir esto?

(10 DE DICIEMBRE DE 2015)
Me interrumpo de vez en vez porque al alcance de mi mano siempre hay libros o vasos o una portátil o un control remoto o un teléfono móvil o cualquier cosa que pueda coger con las manos. Si soy parte del público es peor. ¿Qué hago aquí?, me pregunto, mas no hago nada para evitar que la persona que sostiene un micrófono se detenga, me detenga. No contento con escribirla, envío la frase en silencio: "Periodistas... esos escritores frustrados que maquillan, la mayor de las veces a la rápida, a los perdedores." Llegan las repercusiones; aquello que motiva la risa de unos no funciona en otros. A, molesta, me invita a compartir lo dicho con mis compañeros de mesa que, no habiendo terminado de desayunar, van en busca de otra ronda de masitas. Intento robarle una sonrisa, pero sólo logro que A se moleste más. ¿Qué hago aquí? Bien podría pararme y abandonar el salón, pero no puedo. Me comprometí a estar y estoy aquí para, una vez terminada la charla, llevar al tipo del micrófono a mi qhatu librero. Tecleo en el teléfono móvil otra respuesta y se la envío. ¿Qué hago aquí? Sostengo en mi estómago lo que todavía queda del desayuno gratuito, también lo dicho sobre los periodistas pues no me refiero a una persona en específico. Hago el intento pobre y silencioso de hacerme valer como público. Hago el ridículo, lo sé, pero eso no quita la poca capacidad que todos tenemos de reírnos de nosotros mismos. No hubiese servido de nada compartir lo dicho con la gente que compartió mesa conmigo, tampoco con todo el auditorio, es más, ni siquiera hubiese servido de algo decirlo a la directiva de la Asociación de Periodistas de La Paz o, si existe tal, al ente que representa a los periodistas a nivel mundial. ¿Quién sería el interlocutor en este caso?, me pregunto, y no hallo respuesta y, trece horas después, una vez terminada la charla, me hallo inútil porque me hicieron esperar en vano al tipo del micrófono, porque voy camino hacia el lugar que no es mi casa.

(21 DE DICIEMBRE DE 2015)
Ella revisa los cubiertos y, mientras esperamos la llegada de algo más que una ensalada, me muestra un cuchillo mal lavado y hace un comentario al respecto. Sugiero: "Llamemos a la mesera para que nos cambie tu cuchillo." "¿Qué te hace creer que es mi cuchillo?" Sonrío, le hablo del carácter de apropiación manifiesto en todo aquello a lo que se nombra por primera vez. Ella, nuevamente a la defensiva, me hace notar que no hizo uso del posesivo "mi" cuando lanzó el primer comentario. Pido a la mesera que traiga otro cuchillo mientras pienso en cómo responder. Ella, la mesera, actúa de inmediato. Cojo el cuchillo recién llegado y hago el ademán de lamerlo mientras ella, no, la mesera no, me mira sonriendo también. Me apropio del cuchillo, lo uso para tomar parte de las guarniciones y llevarlas a mi plato; hago lo mismo con más de un corte de carne; ¿disonancia cognitiva? La sonrisa se desdibuja en ambos. Comemos. Bebemos. Comemos nuevamente y escuchamos escuchar la radio cada que no la interrumpimos. Salimos. Nos despedimos.
¿Sobre qué plato estará ahora mi cuchillo?


(29 DE DICIEMBRE DE 2015)
No hay mejor incentivo que ver a tu enemigo caminando por la calle, en dirección opuesta a la tuya, el suéter demasiado grande, los hombros caídos, lo mismo que la montura de plástico negro de sus lentes, vacilando al verte, paso derecho en lugar de izquierdo. Escucho un "Huevon" quedito, apenas audible. Sonríe el lado irónico de mi rostro. 

(8 DE MARZO DE 2016)
Sobre la esquina, exactamente hace una semana, la veo entrar y decirme Ya hemos tenido esta conversación. Me veo tentado a tocar el abrigo viejo y empolvado que hace lo que puede para cubrir al maniquí sin cabeza, relleno, forrado de tela guinda, sostenido por una palo y una base metálica. ¿Está en venta su abrigo, case?, escucho. No, es sólo de muestra, escucho que responden. ¿Ves?, me dicen. Sobre aquel mostrador de vidrio veo recipientes de plástico llenos de caramelos y bolsas de frituras y pipocas, y, apenas, apenas, parte del anuncio impreso sobre un pedazo rectangular de lona: "SASTRERÍA". Más a mi izquierda, un rollo de papel higiénico es recibido junto a algunas monedas que no sé por cuánto tiempo quedarán en aquel bolsillo. Todavía más a la izquierda, detrás de aquellas manos que hacen aquel intercambio, hay algo que parece un planchador olvidado, apenas iluminado, igual que la plancha eléctrica que ya no sé si estuvo encima suyo; ojalá, junto a la tiza y la cinta métrica. Aparentemente, lo que alguna vez pareció ser la sastrería del barrio, aparenta ser ahora una tienda de barrio, local hecho a la medida de quienes la visitan para comprar al menudeo; a la medida del sitio por el que ya no pasa la gente que necesita trajes o abrigos a medida que no están de moda; a la medida de aquello que, lentamente, se resigna a perecer; a la medida de una necesidad compartida hecha pregunta y respuesta tímida... por ahora

(28 DE MARZO DE 2016)
Vengo de haber entrevistado a mi padre, de recordar, entre otras cosas, a la biblioteca privada de acceso público que ya no está en el barrio al que llamo mío, la biblioteca a la que conocí con el nombre de "cuarto de libros". Son ya 30 años de la trayectoria de un comerciante ("informal") de libros venido del pueblo de Yaco, provincia Ramón Loayza; 30 años reducidos en 45 minutos de grabación y 4 hojas de apuntes tomados a mano. Padre, quien en diciembre del presente cumplirá 60 años, reconoce que no fue el primer comerciante de libros de la feria 16 de Julio, quizá sí el segundo de El Alto. Cómo no reconocer a mi padre si el reconoce, brumosamente al menos, a quienes estuvieron antes que nosotros. Queda pendiente una segunda entrevista con él y una primera con aquellos expositores de libros asociados en Tupac Katari, Rincón Cultural, Chasquis, Kollasuyo, Antonio Paredes Candia, Mariscal Santa Cruz y otros a los que ya conozco o debería(mos re)conocer.

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