Cuando llamaban a la puerta, normalmente eran vendedores ambulantes o
mendigos. Si eran vendedores ambulantes, mamá no descorría la cadena, sino que
compraba alguna chuchería, lo bastante pequeña para que pasara por la rendija
de la puerta, las más de las veces cordones de zapato o postales de Artis
mutis; mamá decía que le partía el corazón que hubiera personas que tenían que
pintar postales con los pies o con la boca, pero Wasa decía: las compra mitad
por compasión, mitad por miedo a que si no compra algo, el vendedor vaya a
regresar y nos hunda la puerta. Con los mendigos la cosa resultaba más difícil
que con los vendedores ambulantes porque mamá no quería darles dinero por nada
del mundo, aunque habría sido lo único que hubiera pasado por la rendija de la
puerta, pero mamá nos explicaba que no quería dar dinero a ningún mendigo para
que no lo gastara en alcohol. Lo que pasa es que eso no quitaba que quisiera
darles algo, por compasión o para que no nos hundieran la puerta, tanto da, y a
ésos mamá los engañaba con un truco. Primero echaba un vistazo con la puerta
entreabierta y si veía que era un mendigo joven, entonces a través de la
rendija le decía: bueno, joven, tiene usted un aspecto fuerte y sano, me parece
que no me equivoco si lo que usted necesita es un empleo. Sí, decía entonces el
mendigo, así era, pero por desgracia no tenía ningún empleo, por eso mismo era
mendigo y venía a pedir una limosna por el amor de Dios; y ya está: ya había caído
en la trampa, pues mamá no se chupaba el dedo y sabía muy bien que el que busca
trabajo lo encuentra, al fin y al cabo las cosas ya no son como cuando la
inflación, decía mamá; hoy en día cualquier persona joven y fuerte que disponga
de dos brazos y dos piernas sanos puede encontrar trabajo, basta con que arrime
usted el hombro; y entonces mamá, sin darse con rodeos, le proponía arrimar un
poco el hombro y poner orden en la parte del sótano comunitario que nos
correspondía y que estaba patas arriba porque a ninguno le apetecía poner orden
allí. En nuestro compartimiento del sótano había un montón de trastos viejos traídos
del Este, no había luz y estaba lleno de telarañas, ninguno de nosotros se
atrevía a entrar allí. Y cuando haya usted terminado con el sótano, entonces tendrá
lo que se merece, decía mamá, y había ganado la partida, porque el mendigo no
sabía qué responder a eso y por lo general se largaba rezongando entre dientes;
después de todo era un mendigo y no tenía por qué arrimar el hombro. Ahora
bien, si resultaba que el que estaba en la puerta no era un mendigo joven y de
aspecto sano, entonces solía ser uno que no tenía dos buenos brazos ni dos
buenas piernas para ganarse el pan, porque había perdido por lo menos un brazo
o una pierna en la guerra, y mamá ya veía que no era cuestión de hacerle
arrimar el hombro y ponerlo a limpiar el sótano, sino que lo consideraba
completamente inofensivo. Pero por si las moscas a éstos tampoco les daba
dinero, y es que mamá ya había visto a más de uno sin las cuatro extremidades
al completo, tomándose una cerveza o una copita de aguardiente en un puesto de
bebidas, lo que pasa es que como los mendigos de este tipo eran inofensivos y
no había que temer, mamá le decía: espere un momento; cerraba la puerta para
descorrer la cadena y dejaba entrar al mendigo al interior del piso y una vez
en la cocina le daba una rebanada de pan con mantequilla y un vaso de leche, o
un plato de alubias que había sobrado a mediodía a causa de nuestro apetito y de
los grumos de grasa, y porque de las judías verdes colgaban unos hilillos o
gusanillos que siempre se nos quedaban atravesados la garganta y nos impedían
tragar.
A nosotras no nos
entraba en la cabeza que esta clase de mendigos pudiera pasar a la cocina. Si
alguien pierde un brazo o una pierna en la guerra, lo más probable es que haya
sido soldado, nos decíamos, y entonces lo más probable es que haya matado a unas
cuantas personas o quizá incluso a un montón de personas, y nos parecía un poco
absurdo que mamá precisamente no dejara entrar en casa a los mendigos que
probablemente aún no habían matado a mucha gente o que, bien mirado, aún no
habían matado a nadie, mientras que los que probablemente ya habían matado a un
montón de gente, a ésos los dejaba entrar después de descorrer la cadena, y
encima podían pasar a la cocina, y eso que mamá tenía un miedo atroz a que
pudieran violarnos y asesinarnos. Una vez le preguntamos a mamá: pero, ¿por qué
lo haces?, y dijo que eran lisiados de guerra, pero nosotras nos quedamos igual
durante mucho tiempo. Nos daba mala espina.
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