La traducción es un yunque

¿Qué es lo que hace que un autor tan apreciado por quienes hablamos español sea un autor de segunda o tercera fila, cuando no un absoluto desconocido, entre quienes se comunican en otras lenguas? El caso de Quevedo, recordaba Borges, tal vez sea el más flagrante. ¿Por qué Quevedo no es un poeta vivo, es decir digno de relecturas y reinterpretaciones y ramificaciones, en ámbitos foráneos a la lengua española? Lo que lleva directamente a otra pregunta: ¿por qué consideramos nosotros a Quevedo nuestro más alto poeta? ¿O por qué Quevedo y Góngora son nuestros dos más altos poetas?

Cervantes, que en vida fue menospreciado y tenido por menos, es nuestro más alto novelista. Sobre esto no hay casi discusión. También es el más alto novelista, según algunos el inventor de la novela, en tierras donde no se habla español y donde la obra de Cervantes se conoce, sobre todo, gracias a traducciones. Estas traducciones pueden ser buenas o pueden no serlo, lo que no es óbice para que la razón del Quijote se imponga o impregne la imaginación de miles de lectores, a quienes no les importa ni el lujo verbal ni el ritmo ni la fuerza de la prosodia cervantina que obviamente cualquier traducción, por buena que sea, desdibuja o disuelve.

Sterne le debe mucho a Cervantes y en el siglo XIX, el siglo novelístico por excelencia, también Dickens. Ninguno de los dos, es casi una obviedad decirlo, sabía español, por lo que se deduce que leyeron las aventuras del Quijote en inglés. Lo portentoso -y sin embargo natural en este caso- es que esas traducciones, buenas o no, supieron transmitir lo que en el caso de Quevedo o de Góngora no supieron ni probablemente jamás sabrán: aquello que distingue una obra maestra absoluta de una obra maestra a secas, o, si es posible decirlo, una literatura viva, una literatura patrimonio de todos los hombres, de una literatura que sólo es patrimonio de determinada tribu o de un segmento de determinada tribu.

Borges, que escribió obras maestras absolutas, ya lo explicó en cierta ocasión. La historia es así. Borges va al teatro a ver una representación de Macbeth. La traducción es infame, la puesta en escena es infame, los actores son infames, la escenografía es infame. Hasta las butacas del teatro son incomodísimas. Sin embargo, cuando se apagan las luces y comienza la obra, el espectador, Borges uno de ellos, vuelve a sumergirse en el destino de aquellos seres que atraviesan el tiempo y vuelve a temblar con aquello que a falta de una palabra mejor llamaremos magia.

Algo similar sucede con las representaciones populares de la Pasión. Esos voluntariosos actores improvisados que una vez al año escenifican la crucifixión de Cristo y que emergen del ridículo más espantoso o de las situaciones más inconscientemente heréticas montados en el misterio, que no es tal misterio, sino una obra de arte.

¿Cómo reconocer una obra de arte? ¿Cómo separarla, aunque sólo sea un momento, de su aparato crítico, de sus exégetas, de sus incansables plagiarios, de sus ninguneadores, de su final destino de soledad? Es fácil. Hay que traducirla. Que el traductor no sea una lumbrera. Hay que arrancarle páginas al azar. Hay que dejarla tirada en un desván. Si después de todo esto aparece un joven y la lee, y tras leerla la hace suya, y le es fiel (o infiel, qué más da) y la reinterpreta y la acompaña en su viaje a los límites y ambos se enriquecen y el joven añade un gramo de valor a su valor natural, estamos ante algo, una máquina o un libro, capaz de hablar a todos los seres humanos: no un campo labrado sino una montaña, no la imagen del bosque oscuro sino el bosque oscuro, no una bandada de pájaros sino el Ruiseñor.

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