I
Yo
soy Gimpel el Tonto. No me creo
tonto: todo lo contrario. Pero es lo que la gente me llama. Me pusieron el
nombre cuando todavía estaba en la escuela. Tuve siete nombres en total:
imbecil, borrico, alcornoque, mendrugo, badulaque, pelele y tonto. El último
fue el que quedó. ¿En qué consiste mi tontería? Yo era fácil de engañar. Decían
«Gimpel, ¿sabes que la mujer del rabino está de parto» Y yo faltaba a la
escuela. Bueno, pues resultaba que era mentira. ¿Cómo iba yo a saberlo? No se
le había hinchado la barriga. Pero yo nunca la miraba a la barriga. ¿De verdad
era tan tonto por eso? Los chicos se echaban a reír, saltaban, bailaban y
cantaban una oración de buenas noches. Y, en vez de las uvas que dan cuando una
mujer está de parto, me llenaban las manos de excrementos de cabra. Yo no era
ningún alfeñique. Si le pegara a alguien le haría ver las estrellas. Pero soy
pacífico por naturaleza. Pienso para mis adentros: «Dejémoslo correr.» Y así se
aprovechan de mí.
Volvía de la escuela a casa y oía ladrar a un perro. No
tengo miedo a los perros, pero naturalmente no quiero verme enzarzado nunca con
ellos. Alguno puede estar rabioso, y si te muerde no hay nadie en el mundo que
pueda salvarte. Así que me escabullía. Luego miraba a mi alrededor y veía a toda
la gente que había en la plaza del mercado riéndose a carcajadas. No era ningún
perro, sino Wolf-Leib el Ladrón.
¿Cómo iba yo a saber que era él? Parecía una perra aullando.
Cuando los bromistas y los guasones descubrieron que yo
era fácil de engañar, todos empezaron a probar suerte conmigo. «Gimpel, el zar
va a venir a Frampol; Gimpel, la luna ha caído a la tierra en Turbeen; Gimpel,
el pequeño Hodel Furpiece ha encontrado un tesoro detrás de la casa de baños.»
Y yo me lo creía todo como un bendito. En primer lugar, todo es posible como
está escrito en la Sabiduría
de los Padres, no recuerdo exactamente dónde. Y, en segundo lugar, tenía que
creer cuando toda la ciudad se me echaba encima. Si me atrevía a decir alguna
vez «¡estáis de guasa!», entonces venían los líos. La gente se enfadaba. «¿Qué
quieres decir? ¿Nos vas a llamar mentirosos a todos?» ¿Qué iba a hacer yo? Les
creía, y espero que eso les hiciera algún bien por lo menos.
Yo era huérfano. Mi abuelo, que fue quien me crió, estaba
ya con un pie en la tumba. Así que me pusieron de panadero, ¡y menudos ratos me
daban allí! Cada una de las muchachas o mujeres o mujeres que traían, para lo
que pusiera al horno, un montón de tallarines, tenía que embromarme una vez por
lo menos. «Gimpel, una vaca ha pasado volando por encima de los tejados y
dejaba caer huevos de bronce.» Un estudiante del yeshiva vino una vez a comprar un panecillo y dijo:
—Oye, Gimpel, mientras tú estabas aquí trabajando con tu
pala de panadero ha venido el Mesías. Los muertos han resucitado.
—¿Qué quieres decir? —respondí—. ¡No he oído a nadie
soplar el cuerno del carnero!
—¿Estás sordo? —exclamó él.
Y todos empezaron a gritar:
—¡Nosotros lo hemos oído, nosotros lo hemos oído!
Luego, entró Rietze, el cerero, y exclamó con su ronca
voz:
—Gimpel, tu padre y tu madre se han levantado de la
tumba. Te están buscando.
A decir verdad, yo sabía que nada de eso había ocurrido,
pero daba lo mismo, pues los demás seguían hablando. Me puse mi chaqueta de
lana y saló. Tal vez hubiera sucedido algo. ¿Qué podía perder con ir a mirar?
Bueno, ¡menudo pitorreo se armó! Y entonces hice promesa de no creer más. Pero
no sirvió de nada. Me embromaban de tal manera que no sabía por dónde andaba.
Fui al rabino para pedirle consejo. Me dijo:
—Está escrito que es mejor ser tonto durante todos los
días de tu vida que malo una sola hora. Tú no eres tonto. Son ellos los tontos.
Pues el que hace sentir vergüenza a su prójimo pierde para sí el Paraíso.
Sin embargo, la hija del rabino me engañó. Al salir de la
casa, me dijo:
—¿No has besado todavía la pared?
—No. ¿Por qué? —respondí.
—Es la ley —me dijo ella—- Tienes que hacerlo después de
cada visita.
Bueno, no parecía haber ningún daño en ello. Y ella soltó
la carcajada. Era una buena broma. Me hizo caer por completo.
Quise marcharme a otra ciudad, pero entonces, todo el
mundo se empeñó en buscarme novia para que me casara y se echaban los faldones
de la chaqueta en sus ansias por atraparme. Me hablaban hasta ponerme la cabeza
como un bombo. No era ninguna casta doncella la que me proponían, pero me
decían que lo hacía deliberadamente, por timidez. Tenía un hijo bastardo y me
decían que era su hermano pequeño.
Yo exclamé:
—Estáis perdiendo el tiempo. Nunca me casaré con esa
zorra.
Pero ellos dijeron indignados:
—¡Qué manera de hablar! ¿No te da vergüenza? Podríamos
llevarte ahora mismo al rabino y hacer que te multase por insultarla.
Comprendí que no podría escapar fácilmente de ellos y
pensé: «Están decididos a conseguir su objetivo. Pero cuando uno se casa, el
marido es el dueño, y si ella está conforme, también es agradable para mí.
Además, uno no puede pasar por la vida sin sufrir algún daño, ni esperar tal
cosa siquiera.»
Fui a su casa de arcilla, que estaba edificada sobre la
arena, y toda la pandilla vino detrás de mí con gran algazara. Se portaban como
si estuvieran dando una batida de osos. Cuando llegamos al pozo se detuvieron.
Tenían miedo de empezar nada con Elka. La boca de ésta se abría como si girase
sobre goznes, y tenía una lengua suelta. Entré en la casa. Había cuerdas
tendidas de una pared a otra, de las que colgaban ropas puestas a secar. Ella
estaba junto a la artesa, con los pies descalzos, haciendo la colada. Vestía
una raída bata de felpa. Llevaba el pelo recogido en trenzas de lado a lado de
la cabeza. Casi se me cortó la respiración.
Evidentemente sabía quién era yo. Volvió la vista hacía
mí y exclamó:
—¡Mira quién está aquí! Anda, coge una silla.
Se lo conté todo; no negué nada.
—Dime la verdad —dije—, ¿eres verdaderamente virgen y ese
pícaro Yechiel es de veras tu hermano pequeño? No me engañes, pues soy
huérfano.
—Yo también soy huérfana —respondió ella—, y cualquiera
que trate de burlarse de ti puede encontrar su merecido. Pero que no piensen
que pueden aprovecharse de mí. Quiero una dote de cincuenta florines y, además,
que hagan una colecta. Si no, que me besen ya sabes dónde.
Era muy clara hablando. Yo dije:
—Es la novia y no el novio quien da la dote.
Y ella replicó:
—No regatees conmigo. O sí, o no. Vete por donde has
venido.
Yo pensé: «Ningún pan saldrá jamás de esta masa.» Pero la
nuestra no es una ciudad pobre. Consintieron en todo y dispusieron las cosas
para la boda. Y ocurrió que hubo por entonces una epidemia de disentería. La
ceremonia se celebró a las puertas del cementerio, cerca de la choza destinada
al lavado de los cadáveres. Los asistentes se emborracharon. Mientras se
redactaba el contrato de matrimonio, oí preguntar al rabino:
—¿Es viuda o divorciada la novia?
Y la mujer del sepulturero respondió por ella:
—Viuda y divorciada a la vez.
Fue un momento negro para mí. Pero, ¿qué podía hacer?
Huir debajo del dosel nupcial?
Hubo
cantos y bailes. Una vieja comadre bailaba enfrente de mí acariciando un
trenzado de cala blanco. El maestro
de ceremonias hizo un panegírico de los padres de la novia. Los chicos de la
escuela lanzaron hurras, como en el día
de Tishe b’Av. Hubo muchos regalos después del sermón: una amasadera, escobas,
cucharas, un cubo, objetos caseros en abundancia. Luego vi a dos robustos
jóvenes que llevaban una cuna.
—¿Para qué necesitamos eso? —pregunté.
—No te devanes los sesos —respondieron—. Os vendrá bien.
Comprendí que iba a ser envuelto en alguna jugarreta.
Aunque, por otra parte, ¿qué podía perder? «Veré lo que pasa —reflexioné—. No
pueden volverse locos todos los habitantes de la ciudad.»
II
Por la noche, me acerqué adonde yacía acostada mi esposa,
pero ella no quiso dejarme entrar.
—Bueno, oye, ¿para esto no hemos casado? —dije.
—Me ha llegado la regla —respondió.
—Pero ayer te llevaron al baño ritual, y eso es después,
¿no?
—Hoy no es ayer —dijo ela—, y ayer no es hoy. Puedes
largarte si no te gusta.
En resumen, esperé.
Antes de que transcurrieran cuatro meses, ya estaba ella
de parto. La gente procuraba disimular la risa. Pero, ¿qué podía hacer yo? Ella
sufría dolores intolerables y arañaba las paredes.
—Gimpel —exclamó—. Me muero. ¡Perdóname!
La casa se llenó de mujeres. Por todas partes había
cacerolas de agua hirviendo. Los gritos llegaban hasta el cielo.
Lo que había que hacer era ir a la Casa de Oración a repetir
salmos. Y eso fue lo que hice.
A los vecinos, aquello les pareció bien. Yo estaba en un
rincón recitando salmos y oraciones, y ellos me miraban moviendo la cabeza.
—¡Reza,
reza! —me decían—. La oración nunca ha dejado embarazada a ninguna mujer.
Uno
de la congregación me puso una paja en la boca y dijo:
—Pasto
para las vacas.
También
para eso había algo. ¡Santo Dios!
Dio
a luz un chico. El viernes, en la sinagoga, el sacristán se puso en pie ante el
Arca, golpeó sobre la mesa de lectura y anunció:
—El
poderoso Reb Gimpel invita a la congregación a una fiesta en honor del
nacimiento de su hijo.
Toda
la Casa de
Oración estalló en risa. Me ardía el rostro. Pero no había nada que yo pudiese
hacer. Después de todo, yo era el único responsable de la circuncisión los
honores y los rituales.
Acudió
media ciudad. No cabía ni un alma más. Las mujeres llevaron garbanzos sazonados
con pimienta y había un barril de cerveza de la taberna. Comí y bebí tanto como
cualquiera, y todos me felicitaron. Luego tuvo lugar la circuncisión, y puse al
niño el nombre de mi padre, que en paz descanse. Una vez que se hubieran
marchado todos y quedé a solas con mi mujer, ella asomó la cabeza por entre las
cortinas de la cama y me llamó.
—Gimpel
—dijo—, ¿por qué estás tan callado? ¿Se ha hundido tu barco?
—¿Qué
quieres que diga? —exclamé. ¡Bonita cosa me has hecho! Si mi madre lo hubiera
sabido se habría muerto por segunda vez.
—¿Está loco o qué?
—¿Cómo
puedes poner en tal ridículo —dije— al que debería ser el dueño y señor?
—¿Qué
es lo que te pasa? —exclamó—. ¿Qué se te ha metido ahora en la cabeza?
Comprendí
que debía hablar clara y abiertamente.
—¿Crees
qué ésta es forma de tratar a un huérfano? —dije—. Has dado a luz a un bastardo.
—Quítate
esa estupidez de la cabeza —replicó ella—. El chico es tuyo.
—¿Cómo
puede ser mío? —alegué. Ha nacido diecisiete semanas después de la boda.
Me
dijo que era prematuro.
—¿No
es un poco demasiado prematuro? —exclamé yo.
Me
dijo que había tenido una abuela que sólo estaba embarazada durante ese tiempo,
y que ella se parecía a su abuela como una gota de agua a otra. Lo afirmaba con
tales juramentos que le habría creído uno a un aldeano en la feria si los
hubiese usado. A decir verdad, yo no le creí; pero cuando hablé de ello al día
siguiente con el maestro de escuela, éste me dijo que lo mismo le había
ocurrido a Adán u Eva. Subieron dos a la cama y bajaron cuatro de ella.
—No
hay una sola mujer en el mundo que no sea nieta de Eva —dijo.
Así
era la cosa; razonaban conmigo como si yo fuera un idiota. Pero, ¿quién sabe
realmente cómo son estas cosas?
Empecé
a olvidar mi tristeza. Quería con locura al chico, y él me quería también. En
cuanto me veía agitaba sus manecitas y quería que yo le cogiese, y cuando cogía
una rabieta yo era el único que podía calmarle. Le compré un chupete de hueso y
un gorrito dorado. Siempre estaba cogiendo mal de ojo de alguien, y entonces
tenía yo que ir corriendo a pronunciar alguno de esos abracadabras que le
librarían de él. Yo trabajaba como una mula. Ya sabéis como aumentan los gastos
cuando hay un niño en la casa. No hace falta que lo oculte; y Elka no me
desagradaba en absoluto, ya que vamos a eso. Me insultaba y me maldecía, y no
podía obtener bastante de ella. ¡Qué fuerza tenía! Con sólo una mirada le
quitaba a uno la facultad de hablar. ¡Y sus oraciones! Estaban llenas de
tinieblas y de azufre, y, sin embargo, se hallaban en cierto modo llenas
también de encanto. Ella, sin embargo, me inflingía crueles heridas.
Por
la tarde le llevaba una barra de pan blanoc y otra de pan negro, y también
bolillos aderezados que cocía yo mismo. Por causa de ella robaba todo a lo que
podía echar mano: macarrones, uvas, almendras, pasteles. Confío en ser
perdonado por robar de los pucheros que las mujeres llevaban los sábados a
calentar en el horno de la panadería. Cogía tajadas de carne, un pedazo de
tarta, una pata o una cabeza de pollo, unos cuantos callos, cualesquier cosa
que pudiera pispar rápidamente. Ella comía y se iba poniendo gorda y opulenta.
Yo
tenía que dormir fuera de casa toda la semana, en la panadería. Los viernes por
la noche cuando llegaba a casa, ella siempre ponía alguna excusa. O estaba
cansada, o tenía punzadas en un costado, o hipo, o jaqueca. Ya sabéis lo que
son las excusas de las mujeres. Yo pasaba muy mal rato. Era duro. Para colmo,
aquel hermanito suyo, el bastardo, se estaba haciendo mayor. Me tiraba pedazos
de carbón, y cuando yo quería pegarle ella abría la boca y me insultaba tan
furiosamente que se me ponía una nube verde delante de los ojos. Diez veces al
día me amenazaba con divorciarse. En mi lugar, otro hombre se habría despedido
a la francesa y habría desaparecido. Pero yo soy de los que aguantan y no dicen
nada. ¿Qué va a hacer uno? Las espadas son de Dios, y las cargas también.
Una
noche hubo un accidente en la panadería, reventó en el horno y casi tuvimos un
incendio. No había nada que hacer más que irse a casa, y eso es lo que hice.
«Disfrutaré por una vez —pensé— de la alegría de dormir en la cama entre
semana.» No quería despertar al pequeño y entre de puntillas en la casa. Al
entrar, me pareció que no oía el ronquido de una sola persona, si no, como si
dijéramos, un doble ronquido, uno bastante suave y el otro como el resoplar de
un buey en le matadero. ¡Oh, aquello no me gustaba! No me gustaba en absoluto.
Subí hasta la cama, y todo se volvió negro de repente. Al lado de Elka yacía la
forma de un hombre. En mi lugar, otro habría lanzado un rugido y armado un
escándalo que hubiera hecho levantarse a toda la ciudad, pero a mí se me
ocurrió la idea de que eso despertaría al niño. «¿Por qué asustarle por una
cosa como aquella?», pensé. Así que volví a la panadería, me eché sobre un saco
de harina y no pude pegar ojo hasta la mañana. Temblaba como si tuviese
malaria. «Basta de hacer el aso —me dije a mí mismo—. Gimpel no va a ser un
pelele toda su vida. Hay un límite hasta para la tontería de un tonto como
Gimpel.»
Por
la mañana, fui a pedir consejo al rabino, y eso causó una gran conmoción en la
comunidad. Inmediatamente avisaron a Elka, que llegó poco después con el niño.
¿Y qué creéis que hizo? Lo negó, ¡lo negó todo, lisa y llanamente!
—Está
loco —dijo—. Yo no sé nada de sueños ni adivinaciones.
Le
gritaron, la amonestaron, golpearon sobre mesa, pero ella se mantuvo en su
trece: era una falsa acusación, decía.
Los
carniceros y los traficantes en caballos se pusieron de su parte. Uno de los
chicos del matadero se acercó y me dijo:
—Te
hemos echado el ojo encima; eres un hombre marcado.
Entretanto,
el niño empezó a gemir y se ensució. En el tribunal rabínico había un Arca de la Alianza, y no podían
permitir aquello, así que ordenaron a Elka que se marchase.
Yo
dije al rabino:
—¿Qué
debo hacer?
—Debes
plantear el divorcio. Eso es todo lo que tienes que hacer.
Yo
dije:
—Bueno,
está bien, rabí. Déjame pensar en ello.
—No
hay nada en qué pensar —replicó—. No debes permanecer con ella bajo un mismo
techo.
—¿Y
si quiero ver al niño? —pregunté.
—Deja
marchar a la prostituta —dijo—, y a su prole de bastardos con ella.
La
sentencia que pronunció fue que yo no debía cruzar siquiera el umbral de su
casa, nunca más mientras estuviera vivo.
Durante
el día eso no importó mucho. No podía por menos de suceder, pensaba. El absceso
tenía que reventar. Pero por la noche, cuando me eché sobre los sacos me sentí
dominado por la amargura. Se apoderó de mí un fuerte anhelo por ella y por el
niño. Quería estar enfadado, pero ésa es precisamente mi desgracia: no puedo
enfadarme realmente. En primer lugar —así era como rodaban mis pensamientos—,
tiene que cometerse alguna equivocación a veces. Uno no puede vivir sin
errores. Probablemente el tipo que estaba con ella la andaba rondando y le
hacía regalos, y las mujeres suelen tener abundantes cabellos y escaso juicio,
y él la había seducido. Pero puesto que ella lo niega, ¿no estaré imaginando
cosas? A veces se tienen alucinaciones. Ve uno una figura o un maniquí o algo,
pero cuando uno se acerca no hay nada, nada en absoluto. Y si es así estoy
cometiendo una injusticia con ella. Al llegar a ese punto empecé a sollozar.
Lloré tanto que mojé la harina sobre la que yacía tendido. Por la mañana fui a
ver al rabino y le dije que había cometido un error. El rabino siguió
escribiendo con su pluma de ave y dijo que si era así habría que considerar
todo el caso. Hasta que hubiera terminado, yo no debía acercarme a mi mujer,
pero podía enviarle pan y dinero por medio de un mensajero.
III
Pasaron nueve meses antes de que los rabinos llegaran a
un acuerdo. Se cruzaron cartas y más cartas. Nunca hubiera yo imaginado que
podía haber tanta erudición acerca de un asunto como aquél.
Mientras tanto, Elka dio a luz de nuevo, esta vez una
niña. El sábado fui a la sinagoga en invoqué una bendición sobre ella. Me
llamaron a la Torá,
y puse a la niña el nombre de mi suegra, que en paz descanse. Los patanes y los
bocazas de la ciudad que entraban en la panadería se ensañaban conmigo. Todo
Frampol se regocijaba con mi pena y mi dolor. Sin embargo decidí creerme todo
lo que se me dijera. ¿De qué sirve no creer?
Hoy es tu mujer a la que no crees; mañana dudas hasta del mismo Dios.
Por un aprendiz, vecino de ella, le enviaba diariamente
algo de trigo o una hogaza de pan blanco, o un trozo de pastel, o bollos o,
cuando tenía oportunidad, un pedazo de tarta, o de pastel de miel… cualquier
cosa que encontrara. El aprendiz era un muchacho y más de una vez añadía algo
por su cuenta. Con anterioridad se había portado muy mal conmigo, tirándome de
la nariz y pegándome en las costillas, pero cuando empezó a visitar mi casa se
volvió amable y amistoso.
—Oye, Gimpel —me dijo—, tienes una mujer estupenda y dos
chicos encantadores. No te los mereces.
—Pero la gente dice cosas de ella —respondí.
—Bueno, tienen la lengua muy larga —dijo— y nada que
hacer más que mormurar. No hagas caso, lo mismo que no haces caso del frío del
invierno pasado.
Un día, el rabino me mandó a llamar y me dijo:
—¿Estás seguro, Gimpel , de que estabas equivocado acerca
de tu mujer?
—Completamente —respondí.
—Pero, bueno, ¡tú mismo lo viste!
—Debió de ser una sombra —dije.
—¿La sombra de qué?
—De una de las vigas, supongo.
—Puedes irte a casa, entonces. Debes estar agradecido al
rabino Yanover. Ha encontrado una oscura referencia en Mimónides que te
favorece.
Cogí la mano del rabino y se la besé.
Deseaba irme inmediatamente a casa. No es ninguna
tontería estar separado tanto tiempo de la esposa y el hijo. Luego, reflexionó:
Será mejor que vaya ahora a trabajar y me dirija a casa por la noche. No dije
nada a nadie, aunque, por lo que afectaba a mi corazón, era como uno de los
Días Sagrados. Las mujeres me importunaban y reñían como todos los días, pero
yo pensaba: «Seguid, seguid con vuestra boba charla. La verdad ha salido a la
superficie, como el aceite sobre el agua. Maimónides dice que está bien y, por
lo tanto, ¡está bien!»
Por la noche, después de cubrir la masa para dejar que se
hinchara, tomé mi ración de pan y un pequeño saco de harina y me dirigí a casa.
Había luna llena y relucían las estrellas, lo que infundía cierta misteriosa
sensación de pavor. Apreté el paso y mi sombra se alargaba ante mí. Era
invierno, y había caído una ligera nevada. Se me ocurrió la idea de cantar,
pero ya era tarde y no quería despertar a los vecinos. Luego, me dieron ganas
de silbar, pero recordé que no debe uno silbar de noche porque eso atrae a los
demonios. Así que guardé silencio caminando lo más rápidamente que podía.
Los perros de los patios cristianos me ladraban al pasar,
pero yo pensaba «¡Ladren hasta echar los dientes! ¿Acaso sois vosotros más que
unos simples perros? Yo, en cambio, soy un hombre, el marido de una esposa
excelente, el padre de unos hijos prometedores.»
Al aproximarme a la casa, mi corazón empezó a latir como
si fuese el corazón de un criminal. No sentía miedo, pero mi corazón hacía:
¡pom! ¡pom! Bueno, no había que retroceder. Levanté suavemente el pestillo y
entré. Elka estaba dormida. Miré a la cuna de la niña. La contraventana estaba
cerrada, pero la luz de la luna se filtraba por las rendijas. Vi la carita de
la recién nacida y amé, nada más verla, cada uno de sus diminutos huesecillos.
Luego, me acerqué a la cama. Y lo que vi fue nada menos
que al aprendiz acostado al lado de Elka. La luna se ocultó en seguida. Quedó
todo a oscuras, y yo empecé a temblar. Me castañearon los dientes. El pan cayó
de mis manos, y mi mujer despertó y dijo:
—¿Quién está ahí?
Murmuré:
—Soy yo.
—¿Gimpel? —exclamó— ¿Cómo has venido aquí? Creí que
estaba prohibido.
—El rabino lo ha dicho —contesté, y me estremecí como si
tuviera fiebre.
—Escúchame, Gimpel —dijo—, sal al cobertizo y mira si la
cabra está bien. Parece que ha estado enferma.
He olvidado decir que teníamos una cabra. Al oír que no
estaba bien, salí al patio. La cabra era una buena criatura. Sentía por ella un
cariño casi humano.
Con pasos vacilantes, me dirigí al cobertizo y abrí la
puerta. La cabra estaba allí sobre sus cuatro patas. La palpé por todas partes,
la tiré de los cuernos, examiné sus ubres y no encontré nada malo.
Probablemente, había comido demasiadas cortezas.
—Buenas noche, cabrita —dije—. Que sigas bien.
Y el animal me contestó con un «maa», como si quisiera
darme las gracias por mis buenos deseos.
Regresé. El aprendiz se había desvanecido.
—¿Dónde está el chico? —pregunté.
—¿Qué chico? —respondió mi mujer.
—¿Qué quieres decir? —exclamé—. El aprendiz. Estabas
durmiendo con él.
—¡Ojalá ocurran todas las cosas que he soñado esta noche
y la anterior —dijo—, y caigas muerto en cuerpo y alma! Un espíritu malo ha
entrado dentro de ti y te ofusca la vista —su voz se alzó excitada—.
¡Despreciable criatura! ¡Monstruo! ¡Demonio! ¡Grosero! ¡Lárgate, o gritaré
hasta hacer salir de la cama a todo Frampol!
Antes de que yo pudiera moverme su hermano salió detrás
del horno y me dio un golpe en la nuca. Creí que me había roto el cuello. Sentí
que había en mí algo profundamente equivocado y dije:
—No armes escándalo. Lo único que me falta es que la
gente me acuse de atraer espíritus y dybbuks
—pues eso era lo que ella había querido decir—. Nadie tocará el pan de mi
hornada.
Por fin logré calmarla.
—Bueno —dijo ella—, está bien. Acuéstate, y que te lleven
los diablos.
A la mañana siguiente llamé al aprendiz.
—Escucha, amigo —dije, y etcétera, etcétera—. ¿Qué puedes
decirme?
Se me quedó mirando como si me hubiera caído un tejado o
algo.
—Te aseguro —respondió— que harías bien en ira que te
viese un médico. Me temo que tienes flojo un tornillo, pero no se lo diré a
nadie.
Y así quedó la cosa.
Resumiendo en pocas palabras una larga historia, viví
veinte años con mi mujer. Me dio seis hijos, cuatro chicas y dos chicos.
Sucedieron toda clase de cosas, pero yo no vi ni oí. Creí, y eso es todo. El
rabino me dijo no hace mucho: «El creer es en sí mismo beneficioso. Está
escrito que el varón justo vive por su fe.»
De pronto, mi mujer cayó enferma, Empezó con una
insignificancia, un pequeño bulto en el pecho. Pero, evidentemente, no estaba
destinada a vivir mucho tiempo. Gasté una fortuna con ella. He olvidado decir
que para entonces yo tenía una panadería de mi propiedad y era considerado en
Frampol como un hombre rico. Diariamente venía el médico, y se mandó a llamar a
todos los curanderos de los alrededores. Decidieron emplear sanguijuelas y,
después de eso, probar con ventosas. Llamaron incluso a un doctor de Lublin,
pero era demasiado tarde. Antes de morir, me hizo ir junto a su lecho y me
dijo:
—Perdóname, Gimpel.
Yo exclamé:
—¿Qué hay que perdonar? Has sido una esposa buena y fiel.
—¡Ay de mí, Gimpel! —dijo—. Ha sido horrible cómo te he
engañado durante todos estos años. Quiero presentarme limpia ante mi Creador, y
por eso tengo que decirte que los niños no son tuyos.
Si me hubieran dado un estacazo en la cabeza no me habría
quedado más aturdido.
—¿De quién son, pues? —pregunté.
—No lo sé —respondió—. Hubo muchos… pero no son tuyos.
Y mientras hablaba volvió la cabeza a un lado, se le
enturbiaron los ojos, y todo terminó para Elka, En sus pálidos labios quedó
flotando una sonrisa.
Yo me imaginaba que, muerta como se hallaba, estaba
diciendo: «Te engañé, Gimpel. Ése ha sido el significado de mi breve vida.»
IV
Una noche, terminado ya el periodo de luto, mientras yo
yacía tendido sobre los sacos de harina soñando, vino el Espíritu del Mal y me
dijo:
—Gimpel, ¿por qué duermes?
Yo respondí:
—¿Qué debería hacer? Comer kreplach?
—Todo el mundo te engaña —dijo—, y tú deberías engañar al
mundo.
—¿Cómo puedo engañar a todo el mundo? —le pregunté.
Respondió:
—Podrías acumular un cubo de orina todos los días y
verterlo de noche en la masa. Que coman inmundicia los sabios de Frampol.
—¿Y el juicio en el mundo futuro? —dije.
—No hay ningún mundo futuro —contestó—. Te han estado
mintiendo y te han inducido a creer que llevabas un gato en el vientre. ¡Qué
bobada!
—Bueno —dije—, ¿hay un Dios, entonces?
Respondió:
—Tampoco hay ningún Dios.
—Entonces, ¿qué hay?
—Un inmenso cenagal.
Se hallaba en pie ante mis ojos, con barba de cabra,
cuernos, largos dientes y rabo. Al oír tales palabras quise cogerle del rabo,
pero tropecé, caí de los sacos de harina y casi me rompo una costilla. Luego,
sucedió que tuve que responder a la llamada de la naturaleza y, al pasar, vi la
hinchada masa que parecía decirme: «¡Hazlo!» Me dejé convencer.
Al amanecer llegó el aprendiz. Amasamos los panes,
espolvoreamos sobre ellos simientes de alacaravea, y yo me quedé sentado junto
al horno sobre un montón de trapos. «Bueno, Gimpel —pensé—, ya te has vengado
de ellos por toda la vergüenza que han derramado sobre ti. »
Afuera brillaba la escarcha, pero hacía calor junto al
horno. Las llamas me calentaban la cara. Incliné la cabeza y caí en un profundo
sopor.
En seguida, vi en sueños a Elka, vestida con su mortaja.
Exclamó dirigiéndose a mí:
—Qué has hecho, Gimpel?
Le dije:
—Tú tienes la culpa —y me eché a llorar.
—¡Necio! —exclamó—. ¡Necio! ¿Porque yo era falsa va a ser
falso todo también? Nunca engañé a nadie más que a mí misma. Estoy pagándolo
todo, Gimpel. Aquí nada te es perdonado.
La miré a la cara. La tenía negra. Me sobresalté y
desperté bruscamente. Permanecí inmóvil y silencioso. Tenía la impresión de que
todo estaba en la balanza. Un paso en falso, y perdería la Vida Eterna. Pero Dios me
concedió su ayuda. Empuñé la larga pala, saqué los panes, los llevé al patio y
empecé a cavar un hoyo en la tierra helada.
Mi aprendiz regresó mientras lo hacía.
—¿Qué estás haciendo, patrón? —dijo, y se puso pálido
como un muerto.
—Yo sé lo que me hago —respondí y lo enterré todo delante
de sus mismos ojos.
Me fui a casa, saqué mis ahorros del lugar en que los
tenía escondidos y los repartí entre los chicos.
—He visto esta noche a vuestra madre —repuse—. Se ha
vuelto negra, la pobrecilla.
Estaban tan asombrados que no pudieron pronunciar una
sola palabra.
—Sed buenos —dije—, y olvidad que alguna vez existió un
tal Gimpel.
Me puse mi abrigo corto, calcé un
par de botas, cogí en una mano la bolsa que contenía mi velo de oraciones y en
la otra mis provisiones y besé el mezzuzah.
Cuando la gente me vio en la calle quedaron muy sorprendidos.
—¿A dónde vas? —dijeron.
—Al mundo —respondí.
Y me alejé así de Frampol.
Vagabundeé por el país, y las buenas
gentes no me abandonaron. Al cabo de muchos años envejecí y mis cabellos se
tornaron blancos; oí muchas cosas, muchas mentiras y falsedades, pero cuanto
más vivía más claramente comprendía que no existen realmente mentiras. Lo que
no sucede realmente se sueña de noche. Le sucede a uno si no le sucede a otro,
mañana si no hoy, o dentro de un siglo, si no es el año que viene. ¿Qué
diferencia puede haber? A menudo, oía cosas de las que decía: «Bueno, eso es
algo que no puede suceder.» Pero antes de que hubiera pasado un año resultaba
que había ocurrido realmente en alguna parte.
Yendo de un lugar a otro, comiendo
en mesas extrañas, sucede a menudo que relato historias fantásticas —cosas
improbables que jamás podrían haber ocurrido— acerca de demonios, magos,
molinos de viento y otras por el estilo. Los niños corren detrás de mí
diciendo: «Abuelo, cuéntanos un cuento.» A veces me piden cuentos determinados,
y yo procuro complacerlos. Un regordete muchachuelo me dijo una vez: «Abuelo,
es el mismo cuento que nos has contado antes.» El pequeño tunante tenía razón.
Pasa lo mismo con los sueños. Hace
muchos años que me marché de Frampol, pero tan pronto como cierro los ojos
estoy allí de nuevo. ¿Y a quién creéis que veo? A Elka. Está de pie junto a la
artesa, como en nuestro primer encuentro, pero su rostro resplandece y sus ojos
son tan radiantes como los ojos de un santo, y me dice cosas extrañas en algún
idioma desconocido. Cuando despierto lo he olvidado todo. Pero mientras el
sueño dura me siento confortado. Ella responde a todas mis preguntas, y lo que
resulta es que todo está bien. Yo lloro y suplico «Déjame estar contigo.» Y
ella me consuela y me dice que tenga paciencia. La hora está cada vez más próxima.
A veces, me acaricia y me besa y llora sobre mi rostro. Cuando despierto,
siento el sabor de sus labios y fusto la sal de sus lágrimas.
No hay duda de que el mundo es por completo un mundo
imaginario, pero solamente una vez es arrancado del verdadero mundo. A la
puerta de la choza en que me hallo tendido está el madero en que son llevados
los muertos. El sepulturero judío tiene lista su azada. La tumba espera, y los
gusanos se hallan hambrientos; están preparadas las mortajas, las llevo en mi
zurró de mendigo. Otro shnorrer está
aguardando para heredar mi lecho de paja. Cuando llegue la hora marcharé
alegremente. Cualquier cosa que sea lo que allí haya, será algo real, sin
complicación, sin ridículo, sin decepción. Alabado sea Dios: allí ni siquiera
Gimpel puede ser engañado.
QUE LINDO CUENTO ME GUSTO LEERLO GRACIAS ME HICISTE FELIZ
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