Un año, mi tío Melik emprendió un viaje de Freso a Nueva York. Antes de montar en el tren, mi tío Garro le hizo una visita y le habló de los peligros de todo viaje.
            —Cuando subas al tren —dijo el viejo—, escoge cuidadosamente tu sitio, siéntate y no andes mirando alrededor.
            —Sí, señor —dijo mi tío.
            —Poco después de arrancar e tren —dijo el viejo— vendrán dos hombres d uniforme por el pasillo y te pedirán el billete. No hagas caso. Son impostores.
            —¿Cómo sabré yo esto? —dijo mi tío.
            —Te darás cuenta —dijo el viejo—. Tu ya no eres un chiquillo.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Antes de que hayas recorrido treinta kilómetros, se te acercará un joven amable y te ofrecerá un cigarrillo. Dile que no fumas, porque el cigarrillo tendrá opio.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Cuando vayas al comedor, una mujer muy bonita tropezará contigo, de intento, y casi te abrazará —dijo el viejo—. Será muy seductora y cariñosa, y tu natural impulso será cultivar su amistad. Refrena tu natural impulso y vete a comer. Esta mujer no ha de ser más que una aventurera.
—¿Una qué? —dijo mi tío.
—Una zorra —gritó el viejo—. Vetee a comer. Pide para comer de lo mejor,  si hay mucha gente en el comedor y la mujer hermosa se sienta enfrente, en la misma mesa, no la mires a los ojos. Si habla, hazte al sordo.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Hazte el sordo —repitió el viejo—. Es el único modo de escapar.
—¿Escapar de qué? —dijo mi tío.
—Escapar de ese asunto impío —dijo el viejo—. Yo he viajado y sé lo que te estoy diciendo.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Y basta sobre esto —dijo el viejo.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—No hablemos más de esta materia —dijo el viejo—. Punto final. Yo tengo siete hijos. Mi vida ha sido una vida activa y decente. Tengo tierras, viñedos, árboles, ganado y dinero. Uno no puede tenerlo todo, salvo por un día o dos, a  la vez.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Cuando vuelvas del restaurante —dijo el viejo— pasarás al salón fumador. Allí te encontrarás con una partida de cartas. Los jugadores serán hombres de edad madura, con anillos, al parecer de valor, en los dedos. Ellos te saludarán cortésmente, y uno te invitará a entrar en la partida. Tú le dirás: “No hablo inglés.”
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Y nada más —dijo el viejo.
—Se lo agradezco mucho —dijo mi tío.
—Una cosa más —dijo el viejo—. Cuando te vayas a acostar, por la noche, saca el dinero del bolsillo y mételo dentro de un zapato. Pon el zapato debajo de la almohada, apoya la cabeza, Y NO DUERMAS.
—Sí, señor —dijo mi tío.
—Y nada más —repitió el viejo.

El viejo se marcó y al otro día monto mi tío Melik en el tren y cruzó toda América hasta Nueva York. Los dos hombres de uniforme no eran impostores; el joven del pitillo con opio no apareció, la hermosa mujer que debía sentarse al lado de la mesa en el restaurante, tampoco, y no había partida de cartas en el salón. Mi tío colocó su dinero en el zapato y puso el zapato debajo de la almohada y puso la cabeza en la almohada y no durmió la primera noche, pero a la segunda olvidó todo el ritual.
            Al día siguiente fue él mismo el que ofreció un pitillo a un joven, y el joven lo aceptó. En el restaurante, mi tío se levantó de donde estaba para sentarse a la mesa con una joven. Entabló una partida de póquer en el salón y mucho antes de llegar a Nueva York conocía a todo el mundo en el tren, y todo el mundo le conocía a él. Y un momento cuando el tren atravesaba los campos de Ohío, mi tío y el joven que había aceptado el cigarrillo y dos muchachas jóvenes que iban a Vasar formaron un cuarteto y cantaron: The Wabash Blues.

El viaje resultó muy divertido.
            Cuando mi tío Melik volvió de Nueva York, su tío Garro fue a hacerle una visita.
            —Veo que te ha ido muy bien —le dijo—. ¿Has seguido mis instrucciones?
            —Sí, señor —contestó mi tío.

El viejo se quedó con la mirada perdida.
            —Estoy satisfecho de que alguien haya aprovechado mi experiencia —dijo.

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