II. Sixtina

GHERARDO PERINI

El Maestro me dijo:

-Este es el hito que señala el cruce de caminos, aproximadamente a dos millas de la Puerta del Pueblo. Ya estamos tan lejos de la Ciudad que los que de ella parten, cargados de recuerdos, cuando llegan aquí ya se han olvidado de Roma. Pues la memoria de los hombres se parece a esos viajeros cansados que, a cada alto que hacen en el camino, van deshaciéndose de unos cuantos trastos inútiles, de suerte que llegan al lugar en donde van a dormir con las manos vacías, desnudos, y se encontrarán, cuando llegue el día del gran despertar, como niños que nada saben del ayer. Gherardo, aquí está el hito. El polvo de los caminos blanquea los escasos árboles que hay por el campo como miliares de Dios; cerca de aquí hay un ciprés cuyas raíces se hallan al descubierto y al que le cuesta vivir. Hay también una posada, y a ella acuden las gentes a beber. Supongo que las mujeres ricas, a las que tienen vigiladas, vendrán aquí entre semana para entregarse a sus amantes y que los domingos, las familias de obreros pobres considerarán una fiesta poder comer en ella. Supongo todo esto, Gherardo, porque en todas partes ocurre lo mismo.

No voy a ir más lejos, Gherardo. No te acompañaré más porque el trabajo apremia y yo soy un hombre viejo. Soy un viejo, Gherardo. En ocasiones, cuando quieres ser conmigo más tierno que de costumbre, llegas a llamarme padre. Pero yo no tengo hijos. Jamás encontré a una mujer que fuera tan hermosa como mis figuras de piedra, a una mujer que pudiera permanecer inmóvil durante horas, sin hablar, como algo necesario que no precisa actuar para ser, que me hiciera olvidar que el tiempo pasa, puesto que ella sigue ahí. Una mujer que se dejara mirar sin sonreír ni ruborizarse, por haber comprendido que la belleza es algo grave. Las mujeres de piedra son más castas que las otras y sobre todo más fieles, sólo que son estériles. No hay fisura por donde pueda introducirse en ellas el placer, la muerte o el germen del hijo, y por eso son menos frágiles. A veces se rompen y su belleza permanece por entero en cada fragmento de mármol, igual que Dios en todas las cosas, pero nada extraño entra en ellas para hacer que les estalle el corazón. Los seres imperfectos se agitan y se emparejan para complementarse, pero las cosas puramente bellas son solitarias como el dolor del hombre. Gherardo, yo no tengo hijos. Y sé muy bien que la mayor parte de los hombres tampoco tienen de verdad un hijo: tienen a Tito, o a Cayo, o a Pietro, y no es la misma alegría. Si yo tuviese de verdad un hijo, no se parecería a la imagen que me habría formado de él antes de que existiera. De ahí que las estatuas que yo hago sean diferentes de las que había soñado en un principio. Pero Dios se ha reservado para sí el ser creador conscientemente.

Si tú fueras mi hijo, Gherardo, no te amaría más de lo que te amo, sólo que no tendría que preguntarme el porqué. Durante toda mi vida busqué respuestas a unas preguntas que quizá no tengan contestación, y excavaba en el mármol como si la verdad se encontrara en el corazón de las piedras, y extendía unos colores para pintar unas paredes, como si se tratara de tocar simultáneamente unos acordes con un fondo de silencio demasiado grande. Pues todo calla, incluso nuestra alma, o bien es que nosotros no oímos.

Así que te vas. Yo no soy ya lo bastante joven para darle importancia a una separación, aunque sea definitiva. Demasiado bien sé que los seres a quienes amamos y que más nos aman nos abandonan sin que nos demos cuenta a cada instante que pasa. Y así es como se separan de sí mismos. Aún estás sentado en ese mojón, y crees estar todavía aquí pero tu ser, vuelto hacia el porvenir, ya no se adhiere a lo que fue tu vida, y tu ausencia ha comenzado ya. Ciertamente, comprendo que todo esto no es sino una ilusión, como todo lo demás, y que el porvenir no existe. Los hombres que inventaron el tiempo han inventado después la eternidad como contraste, pero la negación del tiempo es tan vana como él. No hay ni pasado ni futuro, tan sólo una serie de presentes sucesivos, un camino perpetuamente destruido y continuado por el que avanzamos todos. Tú estás sentado, Gherardo, pero tus pies se apoyan ante ti en el suelo con una especie de inquietud, como si iniciaran ya un camino. Estás vestido con esas ropas de nuestra época que resultarán horrorosas o simplemente extrañas cuando haya pasado este siglo, pues los ropajes no son sino la caricatura del cuerpo. Yo te veo desnudo. Poseo el don de ver, a través de la ropa, el resplandor del cuerpo y supongo que de esa misma manera verán los santos a las almas. Es un suplicio, cuando los cuerpos son feos: cuando son hermosos, es un suplicio también pero diferente. Tú eres hermoso, con esa belleza frágil asediada de todas partes por la vida y el tiempo, que acabarán por apoderarse de ti, pero en este momento, tu belleza es tuya y tuya seguirá siendo en la bóveda de la iglesia donde pinté tu imagen. Incluso si algún día, sólo te presentara tu espejo un retrato deformado en el que no te atreves a reconocerte, siempre habrá, en algún sitio, un reflejo inmóvil que se te parecerá. Y de esa misma manera inmovilizaré yo tu alma. Ya no me amas. Si consientes en escucharme durante una hora es porque se suele ser indulgente con aquellos a quienes pensamos abandonar. Tú me ataste y ahora me desatas. No te censuro, Gherardo. El amor de un ser es un regalo tan inesperado y tan poco merecido que siempre debemos asombrarnos de que no nos lo arrebaten antes. No estoy inquieto por los que aún no conoces y hacia los cuales vas, que quizá te estén esperando: el hombre a quien ellos van a conocer será distinto del que creía conocer yo y al que imagino amar. Nadie posee a nadie (ni siquiera los que pecan llegan a conseguirlo) y al ser el arte la única posesión verdadera, es menos gratificante apoderarse de un ser que recrearlo. Gherardo, no te confundas respecto a mis lágrimas: más vale que aquellos a quienes amamos se vayan cuando aún nos es posible llorarlos. Si te quedaras, puede que tu presencia, al superponerse, debilitara la imagen que deseo conservar de ti. Así como tus ropajes no son más que la envoltura de tu cuerpo, tú no eres para mí sino la envoltura del otro, del que yo he extraido de ti y que te sobrevivirá. Gherardo, tú eres ahora más hermoso que tú mismo.

Sólo se posee eternamente a los amigos de quienes nos hemos separado.

TOMMAI DEI CAVALIERI

Soy Tommai dei Cavalieri, un joven señor a quien apasiona el arte. Por hermoso que yo sea, es mi alma, no obstante, más hermosa, de suerte que mi cuerpo, pintado en la bóveda de una iglesia, no es sino el signo geométrico de la rectitud y de la fidelidad. Estoy sentado con la mano en la rodilla, en la postura de quien encuentra fácil levantarse. El Maestro que me ama me ha pintado, dibujado y esculpido en todas las posturas que nos imprime la vida, pero yo me esculpí a mí mismo antes de que él me esculpiera. ¿Qué hacer? ¿A qué Dios, a qué héroe, a qué mujer voy yo a dedicar esta obra maestra: yo?

¿Qué hacer? La perfección es un camino que sólo conduce a la soledad: en los hombres no veo más que escalones ya superados. El Maestro, cuya genialidad le hace superior a mí, no es en mi presencia sino un pobre hombre que no se domina y Miguel Angel trocaría su ardor por mi serenidad. ¿Qué hacer? ¿He afilado yo mi alma para no tener sino una espada que nunca blandiré?... El Emperador demente deseaba que el universo tuviera una sola cabeza para así poder cortarla. Por qué no existirá un único cuerpo, para que yo pueda abrazarlo, una única fruta para que yo pueda cortarla y un único enigma para que yo lo resuelva, por fin... ¿Me apoderaré de algún imperio? ¿Construiré un templo? ¿Escribiré algún poema que perdurará aún más? La acción, al dividirse, me quita la ilusión de actuar y cada victoria se convierte en un espejo roto, en donde no me veo de cuerpo entero. Hacen falta demasiadas ilusiones para desear el poder, demasiada voluntad para desear la gloria. Puesto que me poseo, qué riqueza suplementaria iba a traerme el universo... y la felicidad no vale más que yo.

Los hombres, cuando contemplan mi imagen, no se preguntarán lo que fui ni lo que hice: me alabarán por haber sido. Estoy sentado en el capitel de una columna, como en la cumbre de un mundo, y soy yo mismo una coronación. ¡Oh, vida, vertiginosa inminencia! Aquel para quien todo es posible no necesita ya intentar nada.

CECCHINO DEI BRACCHI

Yo, Miguel Angel, escultor, he dibujado en esa bóveda la imagen de un joven florentino que me era muy querido y que ya murió. Está sentado en una postura huraña y sus brazos doblados parecen tratar de esconder su corazón. Mas puede que los muertos guarden un secreto que no quieren que sepamos. Amé primero mis sueños, pues no conocía otra cosa. Luego amé a mi familia (y era, cuando lo pienso, como si me amase a mí mismo), y a los amigos que venían a mí cargados con tanta belleza que me sentía a la vez humillado y feliz. Finalmente, amé a una mujer. Murieron mis padres; mis amigos, mis amados se fueron: unos me dejaron para vivir y los otros quizá me traicionaron con el sepulcro. De los que aún me quedan dudo; y aunque mis sospechas puede que no estén justificadas, sufro tanto como si lo estuvieran, ya que dentro de nuestro espíritu es donde todo sucede. La mujer a quien amaba se marchó también de este mundo, al igual que una extranjera cuando se percata de que se ha confundido y de que su casa está en otro lugar. Entonces volví a amar únicamente a mis sueños porque ya no me quedaba nada más. Pero los sueños también pueden traicionarnos y ahora estoy solo.

Amamos porque no somos capaces de soportar la soledad. Y es por esa misma razón por lo que le tenemos miedo a la muerte. Cuando alguna vez dije en voz alta el amor que me inspiraba una criatura, vi a mi alrededor guiños y meneos de cabeza, como si los que me escuchaban se creyeran mis cómplices o se permitieran ser mis jueces. Y los que no nos acusan tratan de encontrarnos alguna disculpa, lo que es todavia más triste. Por ejemplo, yo amé a una mujer. Cuando digo no haber amado más que a una sola mujer, no hablo de las otras, las de paso, que no son mujeres sino únicamente la mujer y la carne. Amé a una sola mujer a quien no deseaba e ignoro -cuando lo pienso- si era debido a que no fuera lo suficientemente hermosa o bien porque lo era con exceso. Pero la gente no entiende que la belleza pueda ser un obstáculo y colme por anticipado el deseo. Incluso aquellos a quienes amamos no lo entienden, o no quieren entenderlo. Se sorprenden, sufren, se resignan. Después mueren. Entonces, nosotros empezamos a temer que nuestra renuncia haya pecado contra nosotros mismos y nuestro deseo, ahora sin remedio, transformado en irreal y obsesivo como un fantasma, adquiere el aspecto monstruoso de todo lo que no ha sido. De todos los remordimientos del hombre, tal vez el más cruel sea el de lo no realizado.

Amar a alguien no es sólo interesarse porque viva, sino también sorprenderse porque deje de vivir, como si no fuera natural morir. Y sin embargo, el existir es un milagro más sorprendente que el no existir; pensándolo bien, es ante los que viven ante quienes debiéramos descubrirnos y arrodillarnos como ante un altar. La naturaleza, supongo, se cansa de oponerse a la nada, como el hombre de oponerse a las solicitaciones del caos. En mi existencia, sumida a medida que voy haciéndome más viejo en unos períodos cada vez más crepusculares, he visto continuamente formas de vida perfectas propender a borrarse ante otras, más sencillas, más cerca de la humildad primitiva, a la manera en que el barro es más antiguo que el granito; y el que talla unas estatuas no hace, después de todo, sino apresurar el desmenuzamiento de las montañas. El bronce de la tumba de mi padre se está llenando de cardenillo en el patio de una iglesia de pueblo; la imagen del joven florentino se irá descamando en las bóvedas que yo pinté; los poemas que escribí para la mujer que amaba dentro de pocos años, nadie los entenderá, lo que, para los poemas, es una manera de morir. Querer inmovilizar la vida es la condena del escultor. Y es por lo cual, quizá, toda mi obra va contra naturaleza. El mármol, en donde creemos fijar una forma de la vida perecedera, vuelve a ocupar a cada instante su puesto en la naturaleza, mediante la erosión, la pátina y los juegos de luz y de sombra sobre unos planos que se creyeron abstractos pero que son, sin embargo, la superficie de una piedra. Así es como la eterna movilidad del universo constituye sin duda el asombro del Creador. Besé, antes de que la metieran en el ataúd, la mano de la única mujer que, para mí, daba un sentido a toda la vida, pero no besé sus labios y ahora lo siento, como si sus labios hubieran podido enseñarme algo. Ni tampoco besé al joven de Florencia, ni sus manos, ni su blanco rostro. Sólo que no lo siento. Era demasiado hermoso. Era perfecto como aquellos a los que nada puede conmover, pues los muertos son todos impasibles. Y he visto a muchos muertos. Mi padre, devuelto a su raza, no era más que un Buonarroti anónimo: había depositado la carga de ser él; desaparecía, en la humildad del óbito, hasta no ser más que un nombre en una larga serie de hombres; su linaje ya no terminaba en él, sino en mí, su sucesor, pues los muertos no son más que los términos de un problema que se plantean, alternativamente, cada uno de sus continuadores vivos. La mujer a quien yo amaba, tras la agonía que la sacudió como para arrancarle el alma, conservaba en los labios una dura y triunfal sonrisa como si, victoriosa de la vida, despreciara en silencio a su adversaria vencida, y yo la vi enorgullecerse de haber cruzado el umbral de la muerte. Cecchino dei Bracchi, mi amigo, era simplemente hermoso. Su belleza, a la que tantos gestos y pensamientos habían despedazado en vivo para convertirla en expresiones o en movimientos, volvía a estar intacta, a ser absoluta y eterna: se hubiera dicho que, antes de abandonarlo, había recompuesto su cuerpo. He visto sonrisas que levantaban las comisuras de unos labios exangües, que se filtraban bajo los párpados cerrados, que ponían en un semblante lo equivalente a la luz. Los muertos descansan, satisfechos, en una certidumbre a la que nada puede destruir porque ella misma se va anulando a medida que se realiza. Y por haber ellos superado a la ciencia, yo supuse que sabían.

Pero tal vez los muertos no sepan que ellos saben.
"El tiempo, gran escultor" de Marguerite Yourcenar (traducción de Emma Calatayud).

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