VIII
EL ENGAÑO DE LAS CRISIS
Cada vez que cae un Gobierno, yo experimento un sentimiento de liberación. El aire me parece más puro; las mujeres, más guapas; los manjares, más sabrosos.
—Trabajillo ha costado—exclamo—; pero, al fin, somos libres. Ya no tenemos Gobierno. Hemos realizado nuestro ideal...
Desgraciadamente, está en nuestra naturaleza el no poder nunca darnos cuenta de la felicidad presente. Por esto, la felicidad es inasequible, y por esto, acaban resolviéndose todas las crisis ministeriales. Al cabo de dos o tres días, el Gobierno caído es siempre sustituido por otro, y de nuevo hay que dedicarse a la tarea de demolerlo. Totalizando las diferentes crisis que, poco a poco, logramos obtener, apenas si España llegará a vivir al año un mes entero sin Gobierno. ¡Un mes entre doce! No vale la pena.
Por mi parte, yo no ayudaré ya nunca a echar abajo a ningún Gobierno, como no me garanticen que luego no van a sustituirlo con otro. Mucho más cuando al otro es seguro que ya habíamos tenido también que echarlo abajo anteriormente. No veo en qué puede convenirle a un hombre soltero, que ejerce una profesión liberal, el que le gobiernen el Sr. Dato o el señor Maura, el Sr. García Prieto o el Sr. Sánchez de Toca. Probablemente, les interesa mucho más a estos señores gobernarme a mí de lo que pueda nunca interesarme a mí el que me gobiernen ellos.
Y si un pueblo no puede vivir sin Gobierno—premisa a la que no le concederé ningún valor mientras, como ocurre ahora, tampoco pueda vivir con él—; si un pueblo no puede vivir sin Gobierno, y si los gobiernos constituyen «un mal necesario», entonces, por lo menos, debemos exigir que las crisis duren un poco más. Una crisis de tres o cuatro días no compensa el esfuerzo necesario para arrancar del banco azul a estos ministros que parecen lapas.
(...)
IV
EL BOLCHEVISMO, ENFERMEDAD INFECCIOSA
Cuando los primeros poilus penetraron en territorio alemán, muchos franceses se alarmaron.
—Alemania—decían—está apestada de bolchevismo. A ver si nuestros soldados lo cogen y lo extienden luego por aquí...
Y es que para la inmensa mayoría de las gentes, el bolchevismo no pasa de ser una enfermedad infecciosa. Los Gobiernos más serios lo tratan como una nueva forma de gripe. Creen que se propaga por contagio, igual que la gripe española, y, a fin de combatirlo, forman cordones sanitarios en las fronteras. A los casos reconocidos los aíslan cuidadosamente, metiéndolos en las cárceles, y, dentro de poco, prohibirán el derecho de reunión, para evitar los hacinamientos.
A mí, esto de combatir el bolchevismo con medidas sanitarias me parece algo así como si se hubiera pretendido combatir la gripe reformando la Constitución. No creo que las medidas sanitarias hayan sido nunca muy útiles contra las epidemias, y, desde luego, creo que serán perfectamente inútiles contra el bolchevismo.
Porque, para mí, el bolchevismo no es un problema sanitario, sino un problema social, y, en el estado actual de la Ciencia, me parece absurdo pretender que nadie cambie de religión o de política sometiéndolo a un tratamiento médico. Acaso el agua bendita haya resuelto algunos problemas sociales; pero, probablemente, el agua oxigenada no resolverá ninguno. Y la prueba de que el bolchevismo no es una enfermedad, es que mientras las enfermedades sólo ponen en peligro a los enfermos, el bolchevismo constituye un peligro únicamente para aquellos que no son bolchevikis.
Pero si, a pesar de todo, seguimos considerando el bolchevismo como una enfermedad, ¿qué vamos a hacer con los otros sistemas políticos? ¿Con qué curaremos el maurismo, pongo por caso? El bolchevismo vendría a ser algo así como un enorme trastorno gástrico, mientras la mayoría de las sectas políticas representarían deficiencias mentales imposibles de combatir.
(...)
IX
UNA POLICÍA FILOSÓFICA
Si la Policía no encuentra nunca a los autores materiales de los atentados contra los patronos, ¿cómo va a encontrar a los autores morales? Si no descubre, ni por casualidad, la mano que mata, ¿cómo va a descubrir el cerebro que sugiere la idea de matar? Habría que crear una Policía filosófica que fichase las ideas y fuera siguiéndoles la pista de libro en libro, porque yo creo que a la Policía actual esta labor le resultaría demasiado molesta. El camino de una idea, desde que nace hasta que se convierte en cinco tiros de pistola, es largo y sinuoso. Claro que en España hay muy pocas ideas. Generalmente, los hombres que tienen alguna están fichados ya; pero, de todos modos, la tarea del nuevo organismo policíaco tropezaría con dificultades insuperables.
Yo estoy de acuerdo con la prensa conservadora en creer que los autores materiales de los atentados contra los patronos no son más que instrumentos; pero ¿instrumentos de quién? Probablemente, la prensa conservadora cree que de Pestaña, del Noy del Sucre, de Indalecio Prieto o de Marcelino Domingo. Yo creo que de Platón. Marcelino Domingo, Indalecio Prieto, el Noy del Sucre y Pestaña hablan, escriben, agitan y crean contra los patronos un estado de opinión sin el cual tal vez no se cometiesen tantos atentados; pero de aquí a suponer que esos señores son responsables, hay una gran diferencia. Esos señores no son responsables. Esos señores son instrumentos.
¿Por qué vamos a suponer que el hombre que habla es más consciente de lo que hace que el hombre que tira tiros? Si Carlos Marx no hubiese escrito El Capital, los oradores socialistas, o no dirían nada, o dirían unas cosas muy distintas de las que dicen. Los oradores socialistas no son más que autores materiales de sus discursos, y Carlos Marx es uno de los autores morales; pero, aquí se nos vuelve a presentar el mismo problema, ¿hasta qué punto se puede hacer a Carlos Marx responsable de El Capital? Si otros hombres no hubiesen trabajado con anterioridad en el mismo orden de ideas, ¿dónde hubiese encontrado el ilustre economista alemán los materiales necesarios para construir su obra?
Indudablemente, Carlos Marx no tiene culpa ninguna de lo que ocurra en Barcelona ni en Bilbao. La culpa, como digo, es de Platón, a quien le comunicó las malas ideas el señor Sócrates.
Y como el señor Sócrates ya se tomó la cicuta, resulta que ya están castigados, no sólo todos los asesinatos de patronos que van perpetrados hasta la fecha, sino los que puedan perpetrarse en el corto porvenir que le queda a la clase patronal.
(...)
X
ASESINOS MANUALES Y ASESINOS INTELECTUALES
El otro día he recibido la visita de un joven que tenía el rostro asimétrico, la frente huida y la mandíbula prognata.
—Perdone usted—me dijo este hombre extraño, con voz cavernosa—. Vengo a verle porque me han dicho que es usted un intelectual.
—Exageraciones, calumnias de mis enemigos, que tienen, sin duda, ganas de verme en la Cárcel Modelo—le contesté—. ¿Es usted de la Policía?
—No. De momento, no—dijo el hombre con una sonrisa helada—. Soy un modesto asesino, para servir a usted...
Il n'y à pas de sot métier, como dicen los franceses. La profesión de asesino, desde que ha entrado en vigor esta ley de las ocho horas, puede, con poco esfuerzo, producir ingresos suficientes para cubrir todas las necesidades de un buen padre de familia.
—¿Conque asesino?—exclamé yo, con una amabilidad que quizá no fuese completamente espontánea—. Muy interesante. Ustedes matan a algunos hombres; pero le dan de vivir a muchos más. Siéntese usted y dígame en qué puedo serle útil. ¿Quiere usted, quizá, que le recomiende algunos amigos? Lo haré con mucho gusto...
Mi visitante se dejó caer en una butaca.
—Yo venía en busca de un intelectual—exclamó—y usted niega serlo. Esto me contraría considerablemente. Necesito un intelectual a todo trance...
—Si es para asesinarlo—le dije—me parece absurdo. Aunque llevara usted luego su pelleja al Ministerio de la Gobernación, no creo que el asesinato de un intelectual pudiese producirle siquiera lo necesario para cubrir gastos. Los intelectuales, en este país, se cotizan a menos que los conejos.
—Pero, en fin—repuso el hombre, que parecía dominado por una idea fija—. Aunque usted no sea completamente un intelectual, por lo menos tendrá usted un cerebro...
Yo me rasqué instintivamente el cráneo.
—¡Hombre! ¡Un cerebro! ¿Quién no tiene un cerebro? Claro que son muy pocas las personas que lo usan; pero todo el mundo tiene un cerebro. Usted mismo tiene uno de esos magníficos cerebros de criminal nato que ha estudiado minuciosamente, en Italia, el profesor Lombroso.
—Yo carezco de cerebro, señor mío—respondió el asesino—. ¿Es que no lee usted la prensa conservadora? Los asesinos no somos más que brazos, instrumentos que ejecutan las ideas de otros hombres. En tiempos del señor Lombroso teníamos, en efecto, unos cerebros especiales, y cuando queríamos trabajar, buscábamos, de acuerdo con nuestros gustos particulares o según la inspiración del momento, un hacha, un cuchillo, un revólver o una maza. Hoy, en cambio, buscamos un cerebro. El cerebro es nuestra herramienta. ¿Comprende usted mi situación? Yo quiero asesinar a un frutero de los Cuatro Caminos; pero, antes de ponerme a la obra, necesito un cerebro que me sugiera la idea de este asesinato. Por eso venía a verle a usted...
Yo me disculpé como pude; pero el asesino no se convenció.
—Usted me engaña—me dijo—. Usted podría perfectamente sugerirme la idea que yo le pido. Mil veces, de seguro, habrá tenido usted en su vida intenciones asesinas. Lo que ocurre es que no quiere usted complacerme. Es usted un Tartufo.
—¡Caballero!
—Un Tartufo, sí, señor. ¡Ah! ¡Si alguien pudiera sugerirme la idea de asesinarle a usted!... ¡Cómo me vengaría yo entonces de su hipocresía! Pero yo soy un pobre asesino, incapacitado por mi profesión para matar a nadie, y por eso usted se permite abusar de mí. ¡Adiós, señor mío! Voy a revisar unas colecciones de periódicos a ver si algún artículo de un adversario suyo me inspira la intención de estrangularlo a usted. Hasta la vista.
Y el extraño visitante se fue por donde había venido.
0 Comentarios:
Publicar un comentario