El día que decidí convertirme en ostra estaba consciente; sabía que dejaría mis arados, mi altiplano, mis llamas, mis compañeros de pueblo, mi gente; sabía que no podría ser nunca más el dirigente de la comunidad, que ya no hablaría con los gringos hasta volverlos locos; sabía que estaría lejos, por siempre, y aun sí lo decidí.
            El día que elegí volverme ostra, bajé desde mis tierras en las alturas hasta el pueblo mismo y le pedí al Corregidor que me diera todos los papeles en los que se decía que yo existía, para quemarlos o llevármelos al mar, como recuerdo; el Corregidor se despanzó de risa y me dijo: —indio ignorante, en vez de convertirte en ostra andate a la mierda—, pero la mierda es fétida y en cambio las ostras huelen bien.
            Después de ir con el Corregidor, me fui a la plaza para hablar con el curita y pedirle que me lo rece para que no suceda nada malo en el viaje, pero le curita no entiende nada si no está escrito, así que en su medio español y medio italiano, trató de explicarme en aymara que hacer tratos con el maligno es una tontera. Como yo ya sabía eso, salí de la iglesia triste y más decidido a convertirme en ostra porque, en definitiva, ellas sólo creen en la arena y en las algas, no se preocupan por convencer a nadie de que la arena de la orilla es mejor que la del fondo del mar.
            Al salir del templo me encontré con la Juliana. A ella sí que no le cuento nada porque si se entera de que yo quiero ser ostra ella se vuelve alga y si se enterara de que yo quiero ser abono ella se vuelve culo de vaca, así que, para no arriesgarme, la saludé y disimuladamente me di vuelta para irme corriendo hasta mi casa. Y es que las ostras aman calladitas y dejan que su amante, el agua, haga el amor con quien quiera, no evitan que sus olas besen arrecifes y, como así lo quieren, no tratan de cambiarlo.
            Ni bien llegué, vi cada una de mis llamas, mi madre me sirvió una sopa de chuño y puso en mi chuspa un poquito de coca. Esa fue su despedida porque al amanecer salí camino al mar. Y es que las ostras son libres mientras están dentro del agua y sólo libres pueden vivir.
            Caminé varios días, bajando del altiplano hasta la playa. Conocí la verdadera selva y el verdadero miedo, y entonces supe que ser ostra era en verdad la mejor decisión, porque, en definitiva, las ostras no caminan.
            Llegué al mar una noche, varios meses después, y respiré por primera y última vez el aroma marino con olfato de hombre, me recosté en la playa mirando el profundo azul del cielo; y una madrugada, la primera del año, entré al mar.
            Ahora soy feliz, feliz y calmado, sólo me quedan ganas de vivir, y de vivir bien, aunque a veces, cuando recuerdo mi pueblo y me duelen los recuerdos, lloro y sólo entonces hago una perla.

Del libro El coronado y otros cantos (1998)

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