1
La primera vez, después de la
mudanza, lo acompañó su madre. En teoría para examinar al barbero. Como si la
frase “corto por detrás y a los lados, y rebaje un poquito en la coronilla”
pudiese significar algo distinto en aquel nuevo barrio. Él lo había puesto en
duda. Todo lo demás parecía igual: el sillón de tortura, los olores
quirúrgicos, el suavizador y la navaja plegada, no como una garantía, sino como
una amenaza. Sobre todo, el torturador jefe era el mismo, un chiflado con las
manos grandes que te empujaba la cabeza hacia abajo hasta que casi te partía la
tráquea, y que te apretaba la oreja con un dedo de bambú. “¿Inspección general,
señora?”, dijo, untuoso, cuando hubo terminado. Su madre se había sacudido los efectos
de la revista que estaba leyendo y se había levantado. “Muy bien”, dijo
vagamente, inclinándose sobre él, que olía a cosas. “La próxima vez vendrá él
solo.” En la calle, le había frotado la mejilla, mirado con ojos perezosos y
murmurado: “Pobre cordero esquilado.”
Ahora él iba a la barbería solo.
Al pasar por delante de la inmobiliaria, la tienda de deportes y el banco con
entramado de madera, se ejercitaba diciendo: “Corto por detrás y a los lados y
rebaje un poquito en la coronilla.” Lo decía muy deprisa, sin la coma; había
que recitar bien las palabras, como una plegaria. Llevaba un chelín y tres
peniques en el bolsillo; encajó el pañuelo más adentro para que no se salieran
las monedas. Le disgustaba que no se le permitiese tener miedo. En el dentista
era más sencillo: tu madre te acompañaba siempre y el dentista siempre te hacía
daño, pero después te daba un caramelo de fruta por haber sido un buen chico, y
al volver a la sala de espera fingías delante de los otros pacientes que
estabas hecho de una pasta dura. Tus padres estaban orgullosos de ti. “¿Has
estado en la guerra, compadre?”, le preguntaba su padre. El dolor te introducía
en el mundo de las expresiones adultas. El dentista decía: “Dile a tu padre que
vales para ultramar. Él lo entenderá.” Así que volvía a casa y su padre decía:
“¿Has estado en la guerra, compadre?”, y él respondía: “El señor Gordon dice
que valgo para ultramar.”
Se sintió casi importante al
entrar empujando la puerta con energía de adulto. Pero el barbero se limitó a
saludar con la cabeza, a señalar con el peine la hilera de sillas de respaldo
alto y a reanudar sus manipulaciones encorvado sobre un vejete de pelo blanco.
Gregory se sentó. La silla crujió. Le entraron ganas de hacer pis. Había a su
lado un cubo de revistas que no se atrevió a explorar. Miró los mechones en el
suelo, como nidos de hámster.
Cuando le llegó su turno, el
barbero deslizó un grueso cojín de caucho en el asiento. El acto pareció
insultante: Gregory llevaba pantalones largos desde hacía ya diez meses y
medio. Pero aquello era típico: nunca estabas seguro de las normas, nunca
sabías si torturaban a todo el mundo de la misma manera o si sólo era a ti.
Como ahora: el barbero estaba intentando estrangularlo con la sábana, se la
apretaba fuerte contra el cuello y luego le metía un paño dentro del cuello de
la camisa. “¿Qué se le ofrece hoy, joven?” El tono insinuaba que un insecto
ignominioso e impostor como Gregory se había colado en el local por una serie
imprecisa de motivos distintos.
Tras una pausa, Gregory dijo:
–Un corte de pelo, por favor.
–Bueno, me parece que has venido
al sitio apropiado, ¿no?
El barbero le dio un golpecito
con el peine en la coronilla; no un golpe doloroso, pero tampoco suave.
–Corto–por–detrás–y–a–los–lados–y–rebaje–un–poquito–en–la–coronilla.
–Marchando –dijo el barbero.
Sólo atendían a chicos a ciertas
horas de la semana. Había un anuncio que decía “Chicos: sábado por la mañana
no”. De todos modos, como el sábado por la tarde estaba cerrado, habría podido
decir que no admitían a chicos los sábados. Los chicos tenían que ir cuando no
iban los hombres. Por lo menos, los hombres con un trabajo. Él iba a veces
cuando los demás clientes eran jubilados. Había tres peluqueros, todos de
mediana edad, con batas blancas, que dividían su tiempo entre jóvenes y viejos.
Untaban de brillantina a los vejetes carrasposos, entablaban con ellos
conversaciones misteriosas y alardeaban de su habilidad con las tijeras. Los
vejestorios llevaban abrigo y bufanda incluso en verano, y dejaban propina al marcharse.
Gregory observaba la transacción con el rabillo del ojo. Un hombre le daba
dinero a otro, y en el apretón de manos secreto los dos fingían que no había
habido un intercambio.
Los chicos no daban propina.
Quizá por eso los barberos los odiaban. Pagaban menos y no daban propina.
Tampoco se estaban quietos. O, al menos, lo estaban si sus madres les decían
que se estuviesen quietos, pero esto no impedía que el barbero les aporrease la
cabeza con una palma tan sólida como la cara plana de una hacha, murmurando:
“Estáte quieto” Corrían rumores de que había chicos a los que les habían
rebanado la punta de las orejas porque no se estaban quietos. A las navajas las
llamaban degolladoras. Todos los barberos estaban chiflados.
–Novato, ¿no?
Gregory tardó un rato en
comprender que se dirigía a él. Luego no supo si mantener la cabeza, gacha o
mirar al barbero en el espejo. Al final mantuvo la cabeza gacha y dijo:
–No.
–¿Ya eres boy scout?
–No.
–¿Cruzado?
Gregory no sabía lo que
significaba. Empezó a levantar la cabeza, pero el barbero le dio un golpe con
el peine en la coronilla. “Estáte quieto, te he dicho.” Gregory tenía tanto
miedo del chiflado que no pudo responder, lo que el barbero interpretó como una
negativa.
–Una gran organización, los
cruzados. Piénsatelo.
Gregory pensó en que lo cortaban
curvas espadas sarracenas, en que lo ataban a un poste en el desierto y lo
comían vivo las hormigas y los buitres. Entretanto, se sometió a la fría
tersura de las tijeras, siempre frías aunque no lo estuvieran. Con los ojos
bien cerrados, sobrellevó el tormento de los pelos picajosos que le caían sobre
la cara. Sentado en el sillón, sin mirar, estaba convencido de que el barbero
debería haber dejado de cortar hacía siglos, pero como estaba tan chiflado era
probable que siguiera rapándolo hasta dejar a Gregory pelado. Todavía faltaba
pasar la navaja por el cuero para suavizarla, lo cual quería decir que iban a
rebanarte la garganta: la sensación seca y rasposa de la hoja junto a las
orejas y la nuca; el matamoscas que te metían en los ojos y la nariz para
barrer los pelos.
Éstos eran los toques que te
estremecían cada vez. Pero había siempre algo más espeluznante. Él sospechaba
que era algo vulgar. Las cosas que no conoces o que están hechas para que no
las conozcas suelen resultar vulgares. Como el poste del barbero: vulgar, a
todas luces. La barbería adonde iba antes sólo tenía una tabla vieja de madera
pintada, con colores todo alrededor. El de aquí funcionaba con electricidad y
no paraba de dar vueltas, como un remolino. Algo todavía más vulgar, pensó.
Luego estaba el cubo lleno de revistas. Seguro que algunas de ellas eran
vulgares. Todo era vulgar si querías que lo fuese. Era la gran verdad sobre la
vida que él acababa de descubrir. Tampoco le importaba. A Gregory le gustaban
las cosas vulgares.
Sin mover la cabeza., miró en el
espejo contiguo al jubilado que estaba dos sillones más allá. Había estado
cotorreando con esa voz alta que siempre tenían los vejetes. Ahora el barbero,
encorvado sobre él, le estaba cortando pelos de las cejas con un par de tijeras
pequeñas de punta redonda. Hizo lo mismo con los orificios nasales y luego con
las orejas. Le extraía de ellas grandes hebras. Qué asquerosidad. Por último,
el barbero empezó a untar de polvos con un cepillo la nuca del vejestorio.
¿Para qué eran los polvos?
El torturador jefe sacaba ahora la maquinita. Era otra de
las cosas que a Gregory no le gustaban. A veces utilizaban maquinitas manuales,
como abrelatas, que chirrían y rechinan alrededor del cráneo hasta que te abren
los sesos. Pero aquélla era eléctrica, todavía peor, porque te podían
electrocutar con ella. Se lo había imaginado centenares de veces. El barbero se
distrae parloteando, no se entera de lo que está haciendo, te odia, de todos
modos, porque eres un chico, te corta un cacho de oreja, la sangre fluye sobre
la maquinita, se produce un cortocircuito y te quedas electrocutado allí mismo.
Debe de haber sucedido millones de veces. Y el barbero siempre sobrevivía
porque llevaba zapatos con suela de goma.
En la escuela nadaban desnudos.
El señor Lofthouse llevaba un taparrabos y no se le veía la pinchila. Los
chicos se quitaban toda la ropa, se duchaban por si tenían piojos o verrugas o
cosas así, o porque olían mal, como en el caso de Wood, y se lanzaban a la piscina.
Dabas un gran salto hacia arriba y al aterrizar el agua te daba en las pelotas.
Como era algo vulgar, procurabas que el profe no te viera hacer esto. El agua
te ponía las pelotas muy duras, con lo cual la pinga sobresalía más, y después
todos se secaban con una toalla y se miraban unos a otros sin mirar, como de
reojo, como en el espejo de la barbería. Todos los alumnos de la clase tenían
la misma edad, pero algunos seguían siendo pelados ahí abajo; algunos, como
Gregory, tenían una especie de franja de vello en la parte de arriba, pero nada
en los huevos; y algunos, como Hopkinson y Shapiro, eran ya tan velludos como
un hombre, y con un vello de un tono más oscuro, más more no, como el de papá
una vez que había fisgado desde el mingitorio de al lado. Por lo menos él tenía
algo de vello, no como Hall y Wood y el lampiño de Bristowe. Pero ¿de dónde lo
habían sacado Hopkinson y Shapiro? Todo el mundo tenía pinchila, pero ellos dos
tenían ya un pedazo.
Tenía ganas de mear. No podía.
Tenía que pensar en otra cosa. Podía aguantar hasta que llegase a casa. Los
cruzados combatieron contra los sarracenos y liberaron del infiel la Tierra Santa. ¿Como
el infidel Castro, señor? Era uno de los chistes de Wood. Llevaban cruces en la
tela sobre la armadura. La cota de malla debía de dar calor en Israel. Tenía
que dejar de pensar en que ganaría una medalla de oro en un torneo de a ver
quién meaba más alto contra una pared.
–¿Vives aquí? –dijo de pronto el
barbero. Por primera vez, Gregory lo miró como es debido en el espejo. Cara
roja, bigotito, gafas, pelo del mismo color amarillento que una regla del colé.
Quis custodiet ipsos custodes, les
habían enseñado en clase. Entonces, ¿quién corta el pelo a los peluqueros? Se
veía a la legua que aquél, aparte de chiflado, era un pervertido. Todo el mundo
sabía que había millones de pervertidos sueltos. El instructor de natación era
uno de ellos. Después de clase, cuando todos estaban tiritando con la toalla
encima y las pelotas tiesas y las pinchilas y los dos pedazos que sobresalían,
Lofthouse recorría andando toda la longitud de la piscina, se subía al
trampolín, hacía una pausa hasta que todos k prestaban atención, con sus
músculos enormes y el tatuaje y los brazos extendidos, y el taparrabos atado
con cuerdas alrededor de las nalgas, respiraba hondo, se zambullía y buceaba un
largo entero. Veinticinco metros buceando. Tocaba la pared, emergía y todos
aplaudían –aunque lo hiciesen sin ganas–, pero él no se inmutaba y practicaba
diferentes estilos. Era un pervertido. Probablemente lo eran la mayoría de los
profesores. Había uno que llevaba anillo de boda. Eso demostraba que lo era.
Y éste también. “¿Vives en el
barrio?”, estaba diciendo otra vez. Gregory no iba a picar el anzuelo. El
barbero iría a verlo para que se alistase en los scouts o los cruzados. Luego
le preguntaría a mamá si podía llevarse a Gregory a una acampada en el bosque;
sólo que habría una sola tienda y le contaría a Gregory historias de osos, y
aunque en clase habían estudiado geografía y sabía que los osos se habían
extinguido en Gran Bretaña, allá por la época de las cruzadas, si el pervertido
le decía que había un oso él casi se lo creería.
–No por mucho tiempo –contestó
Gregory. Al instante se dio cuenta de que no era una respuesta muy sagaz.
Acababan de mudarse al barrio. El barbero le haría bromas cuando él siguiese
yendo a la barbería durante años y años. Gregory lanzó una mirada al espejo,
pero el pervertido no delataba nada. Estaba dando un último tijeretazo
distraído. Luego hundió las manos en el cuello de Gregory y lo sacudió para
asegurarse de que le cayese la mayor cantidad de pelo posible dentro de la
camisa.
–Piensa en los cruzados –dijo,
cuando empezaba a quitarle la sábana–. Podría interesarte.
Gregory se vio renacer debajo del
sudario, sin más cambios que en las orejas, ahora más salientes. Empezó a
deslizarse hacia delante sobre el cojín de caucho. El peine le golpeó la
coronilla, más recio ahora que tenía menos pelo.
–No tan deprisa, jovencito.
El barbero recorrió de un lado a
otro la estrecha barbería y volvió con un espejo oval como una bandeja. Lo bajó
para que Gregory se viese la nuca. Él miró al primer espejo, vio el reflejo en
el segundo, volvió a mirar el primero. No era su nuca. La suya no era así. Notó
que se sonrojaba. Tenía ganas de mear. El pervertido le estaba enseñando la
nuca de otra persona. Magia negra. Gregory miró y remiró, cada vez más
colorado, la nuca de otra persona, toda afeitada y esculpida, hasta que
comprendió que la única manera de volver a casa era seguirle el juego al
barbero, y entonces echó una última ojeada a aquel cráneo ajeno, alzó una
mirada intrépida hacia la parte superior del espejo, hacia las gafas
indiferentes del barbero y dijo, en voz baja: “Sí.”
2
El peluquero echó un vistazo, con
un desprecio cortés, y pasó un cepillo exploratorio por el pelo de Gregory:
como si, en el fondo de aquella maleza, pudiese haber una raya perdida hacía
mucho tiempo, como una senda de peregrinos medievales. Un displicente floreo
del cepillo desplazó la masa de pelo sobre los ojos de Gregory y hasta la
barbilla. Por debajo de aquella cortina súbita, pensó: Qué viejo de mierda.
Estaba allí únicamente porque Allie ya no le cortaba el pelo. Bueno, por el
momento, en todo caso. Evocó de ella un recuerdo apasionado: él en la bañera,
ella le lavaba el pelo y luego se lo cortaba mientras él estaba sentado. El
quitaba el tapón y ella le cepillaba los pelos cortados con el duchador,
jugando con el chorro, y cuando él se levantaba ella, la mayoría de las veces,
le chupaba la pija, así, como si nada, al mismo tiempo que le sacudía los
últimos pelos. Sí.
–¿Algún sitio... en especial...,
señor?
El tipo fingía que se daba por
vencido en su búsqueda de una raya.
–Córtelo hacia atrás.
Gregory dio un cabezazo vengativo
para que el pelo volviera a su sitio sobre la coronilla. Sacó las manos de la
fina sábana de nailon, se peinó con los dedos como estaba antes y luego se
ahuecó el pelo. Igual que lo tenía cuando entró en el local.
–¿Cómo de largo..., señor?
–Un palmo más abajo del cuello.
En los costados hasta el hueso, hasta aquí.
Señaló la línea con los
dedos.
–¿Y quiere un afeitado, ya que
estamos?
Un puto descaro. Eso es lo que es
un afeitado en estos tiempos. Sólo los abogados, los ingenieros y los guardas
forestales hurgaban en sus neceseres todas las mañanas y se abrían tajos en el
rastrojo de barba, como calvinistas. Gregory se colocó de costado ante el
espejo y se examinó con los ojos entornados.
–A ella le gusta así –dijo, a la
ligera.
–Casado, ¿eh?
Ojo, cabronazo. No me tomes el pelo.
No ensayes conmigo el juego de la complicidad. A menos que seas marica. No es
que yo tenga nada contra ellos. Estoy a favor de la libertad de elección.
–¿O está ahorrando para ese
suplicio? Gregory no se molestó en contestar.
–Veintisiete años de casado,
servidor –dijo el tipo, al dar los primeros cortes–. La cosa tiene altibajos,
como todo.
Gregory gruñó de un modo más o
menos expresivo, como en el dentista cuando tienes la boca llena de hierros y
el mecánico insiste en contarte un chiste.
–Dos hijos. Bueno, el chico ya es
mayor. La chica todavía vive en casa. Crecerá y se irá antes de que nos demos
cuenta. Al final todos ahuecan el ala.
Gregory miró al espejo, pero el tipo no le estaba buscando
la mirada: sólo cortaba, con la cabeza gacha. Quizá no fuese un mal tipo.
Aparte de ser un idiota. Y, por supuesto, su psicología sufría la deformación
terminal causada por decenios de complicidad en el nexo de la explotación entre
amo y siervo.
–Pero quizá usted no sea de los
que se casan, señor.
Ésta sí que es buena. ¿Quién
acusa a quién de ser marica? Siempre había aborrecido a los peluqueros, y aquél
no era una excepción. Puto marido provinciano con dos–coma–cuatro hijos, paga
la hipoteca, lava el coche y lo guarda en el garaje. Una bonita parcela de
jardín al lado de la vía del tren, mujer con cara de perro chato tendiendo la
ropa en uno de esos tendederos de metal, sí, sí, ya veo. Seguro que él juega de
arbitro los sábados por la tarde en alguna liga de mierda. No, ni siquiera de
árbitro, sólo de juez de línea.
Gregory se percató de que el tipo
hacía una pausa, como si aguardase una respuesta. ¿Quería una respuesta? ¿Qué
derecho tenía a pedirla? Vale, vamos a tratarlo con respeto.
–El matrimonio es la única
aventura accesible a los cobardes.
–Sí, bueno, seguro que usted es
más inteligente que yo, señor –contestó el peluquero, en un tono que obviamente
no era afable–. Por haber ido a la universidad.
Gregory se limitó a gruñir de
nuevo.
–No soy quién para juzgar, claro,
pero me parece que las universidades enseñan a los estudiantes a despreciar más
cosas de las que debieran. Al fin y al cabo, las pagamos con nuestro dinero.
Pero me alegro de que mi chico fuera a la politécnica. No le ha venido mal. Ahora
gana buena plata.
Sí, sí, suficiente para mantener
a los siguientes dos–coma–cuatro hijos y para tener una lavadora un poco más
grande y una mujer un poco menos perruna. Bueno, había gente así. Puta
Inglaterra. Pero todo aquello iba a ser erradicado. Y los primeros en
desaparecer serían estos locales retrógrados de amo y siervo, conversación
forzada, conciencia de clase y propinas. Gregory no era partidario de dejar
propina. Lo consideraba un refuerzo de la sociedad respetuosa, tan degradante
para quien la da como para quien la recibe. Degradaba las relaciones sociales.
De todas formas, el no se la podía permitir. Y, además, qué mierda iba a darle
propina a un tijeras que lo acusaba de ser un chupapijas.
Estos idiotas eran una especie en
extinción. Había sitios en Londres diseñados por arquitectos, donde ponían los
últimos éxitos en un equipo de sonido funky, mientras un esquilador te rebajaba
el pelo y lo adaptaba a tu personalidad. Costaba un riñón, por lo visto, pero
era mejor que esto. No era de extrañar que el local estuviese vacío. Una radio
de baquelita rajada en una estantería alta estaba emitiendo música de té.
Deberían vender bragueros, corsés ortopédicos y suspensorios. Acaparar el
mercado de prótesis. Piernas de madera, ganchos de acero para manos cercenadas.
Y pelucas, por supuesto. ¿Por qué los peluqueros no vendían pelucas? Al fin y
al cabo, los dentistas vendían dientes postizos.
¿Qué edad tendría aquel tipo?
Gregory lo miró: huesudo, con ojos despavoridos, un corte de pelo absurdamente
corto y alisado con gomina. ¿Ciento cuarenta años? Probó a calcularla.
Veintisiete años de casado. ¿Cincuenta, entonces? Cuarenta y cinco si la dejó
embarazada en cuanto se la ganó. Si es que alguna vez fue tan intrépido. El
pelo ya entrecano. Seguramente también el vello púbico. ¿Encanecía el vello
púbico?
El peluquero terminó la fase de
poda, dejó caer las tijeras, de un modo insultante, en un vaso de
desinfectante, y sacó otro par más pequeño y grueso. Chic, chic. Pelo, piel,
carne, sangre, todo tan cerca, mierda. Barberos–sangradores es lo que habían
sido en los viejos tiempos, cuando la cirugía significaba una carnicería. La
cinta roja alrededor del poste tradicional de los barberos indicaba la tira de
tela que te enrollaban en el brazo cuando te sangraban. En su enseña comercial
había también un cuenco, el cuenco donde caía la sangre. Ahora han abandonado
todo aquello y se han hecho peluqueros. Propietarios de un huerto, que sangran
la tierra en lugar de un antebrazo extendido.
Todavía no lograba comprender por
qué Allie lo había plantado. Dijo que era demasiado posesivo, que no la dejaba
respirar, que estar con él era como estar casada. No me hagas reír, dijo él:
estar con ella era como estar con alguien que salía con otra media docena de
tipos al mismo tiempo. Justo a eso me refiero, dijo ella. Te quiero, dijo él, con
súbita desesperación. Era la primera vez que se lo decía a alguien, y supo que
era un error. Uno lo decía cuando se sentía fuerte, no débil. Si me quisieras
me comprenderías, contestó ella. Bueno, entonces respira tranquila y vete a que
te rompan el culo, había dicho él. Sólo fue una pelea, nada más que una
estúpida y puta pelea. No tenía importancia. Excepto que habían terminado.
–¿Le pongo algo en el pelo,
señor?
–¿Qué?
–¿Algo en el pelo?
–No. No hay que alterar la
naturaleza.
El peluquero suspiró, como si en
los últimos veinte minutos la hubiese estado contaminando, y como si en el caso
de Gregory aquella injerencia absolutamente necesaria hubiera acabado en una
derrota.
El fin de semana por delante.
Corte de pelo, camisa limpia. Dos fiestas. Esta noche, compra comunitaria de un
barril de cerveza. Ponerse ciego y a ver qué pasa: es la idea que tengo de no
alterar la naturaleza. Ay. No. Allie. Allie, Allie, Allie. Átame el brazo. Te
extiendo las muñecas, Allie. Donde tú quieras. No con propósitos médicos, pero
clava la lanceta. Adelante, si lo necesitas. Sángrame.
–¿Qué ha dicho del matrimonio
hace un momento?
–¿Eh? Ah, que es la única
aventura accesible a los cobardes.
–Pues si permite que le diga
algo, señor, a mí el matrimonio siempre me ha ido muy bien. Aunque claro que
usted, como ha estado en la universidad, es más inteligente que yo.
–Era una cita –dijo Gregory–.
Pero lo tranquilizará saber que la autoridad que dijo eso era un hombre más
inteligente que nosotros dos.
–Tanto que no creía en Dios, me figuro.
Sí, tanto, quiso decir Gregory,
tan inteligente como eso. Pero algo lo contuvo. Sólo se atrevía a negar la
existencia de Dios cuando estaba entre escépticos como él.
–Y, si me permite preguntar,
señor, ¿era de los que no se casan?
Uf. Gregory lo pensó. No había
habido una esposa, ¿verdad? Exclusivamente amantes, estaba seguro.
–No, creo que no era de los que
se casan, como usted dice.
–Entonces, señor, ¿quizá no fuese
un experto?
En los viejos tiempos, reflexionó
Gregory, las barberías habían sido lugares de mala fama, donde individuos
ociosos se reunían para contarse las últimas noticias, y donde tocaban el laúd
y la viola para esparcimiento de los clientes. Todo aquello volvía ahora, por
lo menos en Londres. Lugares llenos de chismes y de música, regentados por
estilistas cuyo nombre salía en las páginas mundanas. Primero unas chicas con
suéter negro te lavaban el pelo. Guau. No tener que lavarte el pelo antes de ir
a que te lo corten. Al entrar saludabas con la mano y te sentabas con una
revista.
El experto en el matrimonio sacó
un espejo y le mostró dos vistas gemelas de su obra. No estaba mal, tuvo que
admitir, corto en los costados, largo por detrás. No como algunos tipos de la
facultad, que se dejaban crecer el pelo por todas partes a la vez, barbas que
parecían broza de una ciénaga, antiguas patillas de boca de hacha, a la usanza
inglesa, cascadas grasientas cayendo por detrás, lo que se te ocurra. No, el
lema de Gregory era alterar la naturaleza sólo un poquito. La tirantez
constante entre la naturaleza y la civilización era lo que nos mantenía alerta.
Aunque, por supuesto, así no se hacía nada más que eludir la cuestión de cómo
defines la naturaleza y cómo la civilización. No era tan sencillo como elegir
entre la vida de un animal y la de un burgués. Tenía que ver más bien con...,
bueno, toda clase de cosas. Sintió una aguda añoranza de Allie. Sángrame, y
luego átame. Si la recuperaba sería menos posesivo. Aunque para él, cuando
vivían juntos, aquello había sido como ser una pareja. Al principio a ella le
había gustado. Bueno, no había puesto objeciones.
Se percató de que el peluquero
seguía sosteniendo el espejo.
–Sí –dijo, con desgana.
El espejo fue depositado sobre su
cara reflectante y desatada la fina sábana de nailon. Un cepillo le barrió de
parte a parte el cuello. A él le hizo pensar en un baterista de jazz con la
muñeca floja. Pishh, pishh. Quedaba cantidad de vida por delante, ¿no?
La peluquería estaba vacía y de la radio seguía saliendo un
quejido pegajoso, pero aun así fue una voz baja, cerca de su oreja, la que
sugirió:
–¿Algo para el fin de semana,
señor?
Tuvo ganas de decir que sí, un
billete de tren a Londres, una cita con Vidal Sassoon, un paquete de salchichas
para una barbacoa, una caja de cervezas, unos cuantos cigarrillos de hierba,
música que te adormezca la mente y una mujer a la que yo le guste de verdad.
Pero bajó la voz y respondió:
–Un paquete de condones, por
favor.
En paz por fin con el peluquero,
salió al día radiante reclamando que empezara el fin de semana.
3
Antes de salir, entró en el
cuarto de baño, sacó el espejo de afeitar del brazo extensible, lo colocó en el
lado del maquillaje y sacó el cortaúñas del neceser. Primero se recortó unos
pelos largos y espesos de las cejas, después se ladeó ligeramente para verse las
orejas a la luz y dio un par de tijeretazos. Algo deprimido, levantó la nariz y
examinó las aberturas del túnel. No había nada de una longitud exuberante; no
por el momento. Humedeció una punta de la toalla y se restregó detrás de las
orejas, rastrilló con un movimiento circular los conductos cartilaginosos y dio
un toque final a las grutas cerosas. Al mirarse en el espejo, tenía las orejas
de un color rosa vivo, a causa de la presión, como si fuera un chico asustado o
una estudiante que tiene miedo de besar.
¿Cómo se llamaba la excrescencia
que blanquea tu toalla mojada? Costra de la oreja, la llamaba él. Quizá los
médicos tuviesen un término técnico. ¿Había infecciones de hongos detrás de las
orejas, el equivalente auricular del pie de atleta? No era muy probable: era
una zona demasiado seca. Quizá costra, por lo tanto, valía; y quizá todo el
mundo tenía un nombre particular para ella y no hacía falta un término común.
Qué extraño que nadie hubiese
inventado un nombre nuevo para los podadores y los esquiladores. Primero
barberos, después peluqueros. Pero ¿cuándo fue la última vez que llevaste una
peluca al peluquero? ¿Estilistas? Suena cheto. ¿Un tijeras? Chistoso. También
lo era la expresión que ahora empleaba con Allie. “Me voy al Barnet”, anunciaba
él.
–Tengo cita a las tres con Kelly.
Una uña azul descendió por una
lista de mayúsculas a lápiz. “Sí. ¿Gregory?”
Él asintió. La primera vez que
reservó por teléfono y le preguntaron su nombre respondió: “Cartwright.” Como
ahora hubo una pausa, dijo: “Cartwright”, antes de comprender el motivo de la
pausa. Ahora vio su nombre boca abajo en el libro: GREGGORY.
–Kelly lo atenderá dentro de un
minuto. Le lavamos ahora mismo.
Al cabo de todos aquellos años,
todavía no se acomodaba bien a la postura. Quizá le estaba menguando la columna
vertebral. Con los ojos entornados, tanteaba con la nuca el borde de la
palangana. Era como nadar de espaldas sin saber dónde estaba el borde de la
piscina. Y allí estabas, con el cuello apoyado en la fría porcelana y la
garganta al aire. La cabeza hacia atrás, aguardando el filo de la guillotina.
Una chica gorda, con manos
indiferentes, le dio la charla habitual –”¿Demasiado caliente?” “¿Ha estado de
vacaciones?” “¿Acondicionador?”–, al tiempo que intentaba impedir, con la palma ahuecada y sin muchas
ganas, que entrase agua en los oídos de
Gregory. Al cabo de los años, él había adoptado en el Barnet una pasividad
divertida a medias. La primera vez que una de las aprendizas de cara colorada
le había preguntado “¿Quiere acondicionador?”, él había respondido: “¿Qué
opina usted?”, creyendo que la
visión superior que ella tenía de su cuero cabelludo le otorgaba un juicio más
objetivo sobre la cuestión. Una lógica fría sugería que algo llamado
“acondicionador” sólo podía mejorar el estado de tu pelo; por otra parte, ¿por
qué le preguntaban si no existía una respuesta válida? Pero pedir consejo sólo
servía para confundir y suscitar la cautelosa respuesta: “Es cosa suya.” Así
que se contentaba con decir “Sí” o “Hoy no, gracias”, según se le antojase. Y
según también lo buena o mala que fuese la chica en evitar que le entrara agua
en los oídos.
Ella, vigilante, casi lo guió
hasta el sillón, como si la vejez fuese un estado parecido a la ceguera.
–¿Quiere un té, un café?
–Nada, gracias.
La verdad, no es que hubiera
laúdes y violas y una parroquia de paisanos ociosos contándose las últimas
noticias. Pero sí había una música ensordecedora, una bebida a elegir y un buen
surtido de revistas. ¿Qué habría sido de Reveille y Tit–Bits, que los vejetes
leían en los tiempos en que él se moría de vergüenza sobre el cojín de caucho?
Tomó un número de Marie Claire, una de las revistas femeninas que estaba bien
visto que leyera un tipo.
–Hola, Gregory, ¿cómo te va?
–Bien. ¿Y a ti?
–No me quejo.
–Kelly, me gusta tu corte.
–Sí. Ya ves, estaba aburrida.
–Me gusta. Es bonito, te queda
bien. ¿A ti te gusta?
–No sé decirte.
–No, es precioso.
Ella sonrió. Él le devolvió la
sonrisa. Sabía jugar aquel juego, las bromas de cliente, medio en chanza, medio
en serio. Sólo había tardado unos veinticinco años en dar con el tono correcto.
–¿Qué va a ser hoy?
Él levantó la mirada hacia el
reflejo de ella en el espejo, una chica alta cuya colita a él, en realidad, no
le gustaba; en su opinión, le hacía la cara demasiado angulosa. Pero ¿qué sabía
él? A él lo tenía sin cuidado su propio pelo. Kelly era una presencia relajante
que había comprendido enseguida que no quería que le preguntasen por sus
vacaciones. Como él no respondió de inmediato, ella dijo:
–¿Nos damos un lujo y hacemos lo
mismo que la última vez?
–Buena idea.
Lo mismo que la última vez y que
la siguiente y que la próxima.
El salón tenía una atmósfera
parecida a la de un alegre pabellón de pacientes externos que no sufrían nada
grave. Aun así, la soportaba; las aprensiones sociales habían desaparecido
hacía mucho tiempo. Los pequeños triunfos de la madurez. “Así pues, Gregory
Cartwright, haznos la crónica de tu vida hasta la fecha.” “Bueno, ya no tengo
miedo a la religión ni a los barberos.” Nunca se había afiliado a los cruzados,
fueran lo que fuesen; en los colegios y en la facultad había eludido a los
evangelizadores de ojos ardientes; ahora sabía lo que tenía que hacer cuando
sonaba el timbre un domingo por la mañana.
–Será Dios –le decía a Allie–. Yo
me ocupo.
Y allí, en el umbral, había una
pareja engalanada y educada, uno de ellos a menudo era un negro, a veces
acompañados de un niño angelical, y que ofrecía un exordio nada beligerante,
como por ejemplo: “Vamos de casa en casa preguntando a la gente si le preocupa
el estado del mundo.” El truco estaba en evitar tanto el sí sincero como el no
engreído, porque entonces les dejabas un hueco por donde abordarte. Así que les
dedicaba una sonrisa hogareña y cortaba en seco: “¿Religión?” Y antes de que
ellos pudieran decidir si la respuesta correcta a su brutal intuición era sí o
no, Gregory ponía punto final a la entrevista con un enérgico: “Que haya más
suerte en la puerta de al lado.”
En realidad, no le desagradaba que le lavasen el pelo. Pero
lo demás era un mero proceso. Sólo le procuraba un placer ligero el contacto
corporal que es tan frecuente hoy día. Kelly apoyaba una cadera inadvertida
contra la región superior del brazo de Gregory, o bien había un roce con alguna
otra zona del cuerpo de Kelly; y ella no llevaba mucha ropa, que digamos.
Tiempo atrás, habría pensado que aquello sólo le ocurría a él, y habría
agradecido la sábana que le cubría las rodillas. Hoy ni siquiera le distraía
del Mane Claire.
Kelly le estaba contando que había solicitado un empleo en
Miami. En los cruceros. Navegabas cinco días, una semana, diez días, y luego te
dejaban desembarcar para gastarte el dinero que habías ganado. Tenía una amiga
trabajando allí en aquel momento. Parecía divertido.
–Estupendo –dijo él–. ¿Cuándo te
vas?
Pensó: Miami es violento.
Tiroteos. Cubanos. Vicio. Lee Harvey Oswald. ¿No será peligroso para ella? ¿Y
el acoso sexual en los transatlánticos? Era una chica de buen ver. Lo siento,
Marie Claire, quería decir mujer. Pero chica en un sentido, porque despertaba
pensamientos cuasi paternales en alguien como él: alguien que se quedaba en
casa, iba al trabajo y a cortarse el pelo. Reconocía que su vida había sido una
larga aventura cobarde.
–¿Qué edad tienes?
–Veintisiete –dijo Kelly, como si
fuera el páramo final de la juventud. Si no tomaba medidas de inmediato, su
vida estaría comprometida para siempre; un par de semanas más la convertirían
en un vejestorio como aquel con rulos de la otra punta del salón.
–Tengo una hija casi de tu edad.
Bueno, tiene veinticinco. Es decir, tenemos otro. Tenemos dos hijos. No parecía
que lo expresase bien.
–Entonces, ¿cuántos años llevas
casado? –preguntó Kelly, con un asombro cuasi matemático.
Gregory alzó la mirada para verla
en el espejo.
–Veintiocho años.
Ella esbozó una sonrisa jubilosa
ante la idea de que alguien hubiera podido estar casado durante el enorme
período transcurrido desde que ella había llegado al mundo.
–El mayor ya se ha ido de casa,
por supuesto –dijo–. Pero Jenny vive todavía con nosotros.
–Qué bien –dijo Kelly, pero él
vio que estaba aburrida. Aburrida de él, concretamente. No era más que otro
viejo de pelo cada vez más fino y escaso que pronto tendría que peinarse con
mayor cuidado. A mí dame Miami, y deprisa.
A Gregory lo asustaba el sexo.
Esa era la verdad. No había llegado a saber de qué iba. Lo disfrutaba cuando
ocurría. Se figuraba que con el paso del tiempo lo practicaría cada vez menos,
y luego, al llegar a cierto punto, nada en absoluto. Pero no era esto lo que lo
asustaba. Tampoco era algo relacionado con la explicitud abrumadora con que las
revistas hablaban del tema. Cuando eran más jóvenes habían conocido su propia
explicitud abrumadora. En aquel tiempo todo parecía perfectamente claro e
intrépido, cuando él se levantaba en la bañera y ella se metía la pija en la
boca. Todo aquello había sido normal y de una autenticidad imperativa. Ahora se
preguntaba si no lo habría entendido siempre mal. No sabía de qué iba el sexo.
Pensaba que nadie lo sabía, lo cual no arreglaba las cosas. Tuvo ganas de
aullar. De aullarle al espejo y de verse aullar.
Kelly tenía ahora la cadera
contra el bíceps de Gregory: no el borde, sino la curva interior de la cadera.
Al menos conocía la respuesta a una de sus preguntas juveniles: sí, el vello
púbico encanece.
No le preocupaba la cuestión de
la propina. Tenía un billete de veinte libras. Diecisiete para el corte, una
para la chica que le había lavado el pelo y dos para Kelly. Y por si acaso
habían subido el precio, siempre se acordaba de llevar una libra de más.
Comprendió que él era de esas personas. El hombre con una libra de más en el
bolsillo.
Kelly había terminado y se había
colocado directamente detrás. Sus pechos aparecían a ambos lados de la cabeza
de Gregory. Le tomó sendas patillas entre el pulgar y el índice y miró a otro lado.
Era una argucia suya. Como todo el mundo tiene la cara un poco ladeada, le
había dicho a Gregory, si juzgas con los ojos acabas equivocándote. Ella
juzgaba por medio del tacto, mirando hacia la caja y la calle. Hacia Miami.
Satisfecha, tomó el secador y,
toqueteando con los dedos, fue forjando un efecto de soufflé que duraría hasta
la noche. Ahora trabajaba con piloto automático, y probablemente se preguntaba
si tendría tiempo de salir fuera a fumarse un pucho antes de que le confiasen
la siguiente cabeza mojada. Así que todas las veces se olvidaba y tomaba el
espejo.
Había sido una audacia de
Gregory, años atrás. Rebelarse contra la tiranía del puto espejo. Este lado, el
otro. En los más de cuarenta años que llevaba yendo a la barbería, la
peluquería y el estilista, reconociese o no su nuca, siempre había asentido
dócilmente. Asentía con una sonrisa, veía su conformidad reproducida en el
espejo escorado, y la expresaba verbalmente con un “Muy bien”, o “Mucho mejor”,
“Un corte perfecto” o “Gracias”. Si le hubieran tallado una esvástica en la
nuca seguramente habría fingido que lo aprobaba. Un buen día pensó: No, no
quiero ver la nuca. Si por delante está bien, por detrás lo estará también. No
era pretencioso, ¿no? No, era lógico. Estaba bastante orgulloso de su
iniciativa. Claro que Kelly siempre se olvidaba, pero daba igual. De hecho, era
mejor así, porque significaba que su tímida victoria se repetía cada vez.
Cuando ella se le acercó con el espejo colgando y el pensamiento en Miami, él
levantó una mano, esbozó su sonrisa indulgente de costumbre y dijo:
–No.
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